Sobre la dificultad de votar

Un amigo, economista de mucho peso, me contó hace tiempo la anécdota de dos colegas suyos que se encuentran por accidente en la mesa de votación. Después de un momento de vergüenza, uno le susurra al otro: “Si no se lo dices a nadie, yo tampoco lo haré”. El chiste solo tiene gracia inmediata para quien entienda, como lo entiende un economista, que el acto de votar es lo más antieconómico del mundo: nos impone un costo enorme que no se corresponde ni de cerca con el beneficio, pues el tiempo y la energía que invertimos en el proceso de ir a las urnas y depositar nuestro voto no tiene, para el individuo, ningún provecho apreciable, ni proporciona utilidades inmediatas ni compensaciones tangibles más allá de la satisfacción recóndita de haber cumplido con un deber de ciudadano. Si además la tarea del voto viene acompañada de otras cargas —la corrupción, la violencia, el desgaste social— tal vez no es ilícito preguntarse de vez en cuando por qué seguimos haciéndolo.

Yo, por lo menos, me lo he preguntado en estos días, ahora que Colombia está a punto de votar en las elecciones más tensas y crispadas de mi vida adulta: ¿por qué vota la gente? La corrupción sigue ahí: antes de cada elección importante los colombianos descubrimos de nuevo que en el país se compran votos, y que en algunos casos el negocio es de una sofisticación altísima, y salen grabaciones de políticos negociando puestos a cambio de votos o votos a cambio de dinero y a veces quejándose de lo caro que está el voto por estos días: el equivalente a 12 euros por cada uno, adónde iremos a parar. Por otra parte, la violencia sigue ahí: ha hecho parte del proceso democrático desde siempre, y no hablo sólo de la historia reciente de paramilitarismo y guerrillas que dictaban los votos de toda una comunidad, sino también de nuestra larga tradición de atentados políticos. La extrema derecha ha eliminado a quien ha querido, a veces partidos enteros y a veces con la connivencia probada del Estado, y la extrema izquierda ha echado mano del secuestro y el terrorismo en esa guerra degradada que los acuerdos de paz trataron (y siguen tratando) de terminar.

Lo desconsolador es darnos cuenta —los que tenemos la mala suerte de la memoria o la costumbre inútil de revisar periódicos viejos— de lo poco que han cambiado las cosas con el tiempo. En una columna de 1981, García Márquez escribía acerca de la “polarización pasional” que vivía el país en vísperas de elecciones, y continuaba, no sin ironía: “Tampoco, desde que tengo memoria, había visto al país en un estado de postración como éste, que tiene todos los visos de una encrucijada final. Lo que nos hace falta no es un presidente como tantos otros, sino un salvador providencial. Nunca hemos estado peor”. Tal vez ése ha sido nuestro problema peor: la convicción, reiterada cada cuatro años, de que nunca hemos estado peor. Pero tal vez sea una tradición nacional: a finales del siglo XIX, el partido conservador anunciaba la disyuntiva con tonos de fin del mundo: “Regeneración o catástrofe”. Y poco más de un siglo después hacía algo parecido el mesiánico presidente Álvaro Uribe, que, en medio de un segundo periodo conseguido mediante trampas grotescas, respondía así a la pregunta sobre una segunda reelección: “Sólo si hay una hecatombe”.

Desde que tengo uso de razón este país descoyuntado ha estado en las mismas, asistiendo a las urnas con la impresión de la catástrofe o la hecatombe inminentes, alimentada desde el discurso apocalíptico de los políticos, o con la resignación confusa de votar bajo amenazas o coacciones: de la guerrilla, de los paramilitares, del narcoterrorismo. Las elecciones más pacíficas que recordamos hoy fueron las de hace cuatro años, cuando resultaron elegidos un presidente y un partido de gobierno que se dedicaron inmediatamente a deslegitimar los acuerdos de paz: los mismos acuerdos de paz que habían permitido o favorecido esas elecciones pacíficas. Y también sobre esas elecciones planearon los miedos bien armados por la derecha uribista: la posibilidad de convertirnos en la nueva Venezuela, o la de caer en algo llamado castrochavismo. Eran miedos orquestados, muy similares a los que organizó la campaña contra los acuerdos de paz antes del plebiscito de 2016. Desde los voceros de la derecha se dijo por entonces que aprobar los acuerdos era entregarle el país a la guerrilla, implantar el socialismo en Colombia y aun destruir la familia cristiana (sic). Y bajo esos miedos votó el país.

Permítanme aquí una confesión: yo nunca he votado por el ganador de unas elecciones. La única vez que ha ganado el candidato de mi preferencia, en 2014, razones de fuerza mayor me impidieron votar. Por lo demás, nunca he tenido la suerte que tienen otros, la de ver el país que me gustaría representado por el candidato más popular o el de más votos. Pero no todas las derrotas son iguales. La que más me ha dolido tuvo lugar en el año 2006, cuando la Constitución colombiana fue reformada mediante votos comprados para que Álvaro Uribe, cuyos desmanes ya denunciábamos algunos, triplicara en votos a mi candidato, Carlos Gaviria: uno de los hombres más decentes que han pasado por la política colombiana. En su momento supe que el país había perdido una oportunidad irrepetible: la de llevar al poder a un verdadero socialdemócrata, un hombre capaz de gobernar para todos, no sólo para los suyos, y alérgico a todas las violencias, no sólo las ajenas. Pero Gaviria —académico, humanista, hombre incapaz de pequeñas o grandes corrupciones— representaba valores que en mi país político son más bien obstáculos.

Y así nos ha ido: esa suerte hemos merecido. Y por eso no me parece demasiado absurda o impertinente la pregunta que atraviesa esta columna. Por supuesto que yo no sé en el fondo por qué vota la gente, pero estoy muy consciente de que todavía son muchos los que votan por dinero (los 12 euros que les sirven para comer ese día) o por miedos diversos, a veces justificados o justificables. Para los demás, los que tenemos la curiosa fortuna de votar con libertad, el voto puede ser muchas cosas: una forma del rechazo, la reprobación y el castigo, o a veces, si hay suerte, una defensa de un cierto modelo de sociedad al que nos gustaría acercarnos; pero en todo caso el voto será siempre una manera sublimada de la opinión, y en las opiniones de un país hay tanto de razón como de emociones, o tanto de pasiones como de irracionalidad.

Al contrario de lo que han pronosticado tantos tantas veces, mi país nunca ha estallado en mil pedazos, pero tampoco se puede decir que haya estado a la altura de sus posibilidades o de las oportunidades que se le han presentado: más bien ha sido experto en dilapidarlas, por miopía o por venalidad. Y allá vamos los colombianos otra vez este domingo, cada uno confiando en sus exiguas certidumbres. Ojalá esta vez les demos una oportunidad a los que mejor encarnen nuestras convicciones, no a los que prometan vindicar nuestros rencores, nuestros prejuicios o nuestros odios.

Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás (Alfaguara).

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