Sobre la españolidad americana

A mitad de los años 70, Eric Martel fue nombrado cónsul de España en Houston con atribuciones en Texas, Nuevo Méjico y Oklahoma. Conversador y pinturero, el diplomático se negaba a viajar en avión a su nuevo destino. ¿Aerofobia? No, dramaturgia institucional. Martel quería llegar en transatlántico por revestir el cargo de la prestancia que le conferiría Graham Greene y también por cumplir el sueño de alcanzar un amanecer a las puertas del bajo Manhattan. Tras Nueva York, presentaría las credenciales en Washington y luego se desplazaría a Houston. Hasta arribar al puerto neoyorquino la travesía sería placenteramente prolongada (en esos mismos trayectos demorados, pero en sentido inverso, Paul Bowles tuvo tiempo de aprender a hablar español de los portorriqueños que servían al pasaje), por eso el cónsul pasó previamente por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid y escogió lecturas para ubicarse en el destino. Al vaivén del barco, una noche tras otra, fue despachando los ensayos que le inyectaban nuevos conocimientos del Golfo de Méjico, the Gulf Coast en su nomenclatura anglo.

En aquellos y otros libros se abundaba en la españolidad de Texas, corriendo hacia el Oeste hasta alcanzar California, explicándose que la forma de montar a caballo y tratar al ganado venía aprendida, también en la estética, de los camperos andaluces; se indagaba en La Luisiana, que se extendía desde los caribeños brazos pantanosos hasta el Canadá en las largas décadas que ondeó allí bandera nacional; y se relataba la historia de La Florida, entonces sin troquelar por las fronteras de Alabama y Mississippi. Toda esa inmensidad fue una parte lejana de las posesiones de la corona española durante siglos, desde que los primeros barcos conquistadores atracaron en Veracruz e indagaron Indian Country. Según Helen Augur, las provincias españolas dieron luego origen a 26 de los actuales estados norteamericanos; cifra que con las 13 colonias británicas y Hawai conforman una geografía donde, como saben los que allí viven, carecer de automóvil es como ir descalzo.

En su estudio de aquel territorio -los norteamericanos denominaron después así, territorios, a las extensiones de tierra que todavía no se habían constituido como estados tras la fundación de la Unión-, Martel descubrió a hombres de sublime intensidad vital; españoles que habían hecho historia antes de que la voracidad y diligencia norteamericanas acabaran conquistando (y arrebatando) todo el terreno desde el Oeste del Mississippi hasta el Pacífico. Nombres desperdigados, perdidos en algún fleco de archivero, de asombrosas aventuras y quienes, sin ser conscientes de haber abandonado la niñez, ya vivían un destino militar. Entonces no existía el tránsito de la adolescencia, ese colchón de establo. Aquellos fueron muchachos que, con 12 o 13 años, estaban enrrolados en misiones o batallas en algún lugar del imperio español; apellidos que encerraban vidas urgentes, llenas de fulgor, de apenas veintitantos, treintitantos años de existencia... Trayectorias vibrantes, duras, peligrosas e intensas para la parsimoniosa longevidad occidental del siglo XXI.

De estos nombres, al cónsul Martel le atrapó uno: Bernardo de Gálvez. El militar malagueño (nacido en 1746 en la aldea de Macharaviaya, deliciosamente impronunciable para un norteamericano) había muerto a los 40 años en Tacubaya, en las cercanías de Ciudad de Méjico, cuando era virrey de la Nueva España. Este verso de Juan Ramón se ajusta a la dimensión de una existencia: "Yo no seré yo, muerte / hasta que tú te unas con mi vida/y me completes así, todo; / hasta que mi mitad de luz se cierre/con mi mitad de sombra". Gálvez había alcanzado los más altos cargos de la Corte de Carlos III y, siendo gobernador de La Luisiana, resultó determinante para que Estados Unidos ganara la Guerra de la Independencia. De él, el general George Washington dijo que, sin su arrojo, inteligencia y valentía, la victoria contra Gran Bretaña hubiera sido imposible. Por sus campañas en el Mississippi, por su mediación para proveer de armas, mantas y medicinas españolas al desarrapado ejército revolucionario, por su búsqueda de fondos con los que pagar las soldadas de la tropa de Washington, Estados Unidos alumbró la posibilidad de nacer.

Bernardo de Gálvez conoció el amor de ultramar, la ambición, la envidia, el patriotismo y las intrigas de la Corte; fue vizconde de Galveztown y conde de Gálvez; demostró un práctico personalismo, trotó la inmensidad americana. De esta forma estuvo completo. En cuatro décadas de vida, había forjado un relieve contra el olvido pero la noche de los tiempos no sólo lo envolvió a él si no, de una vez y por su sitio, a toda su poderosa estirpe. La reputación de su apellido había crecido desde un pueblo donde ramoneaban las cabras hasta el Ministerio de Indias, que ocupó su tío, el deslumbrante José:

"Los Gálvez se deshicieron / como la sal en el agua / y como chispas de fraguas, / fósforos, desaparecieron. / Bajaron como subieron / a modo de exhalación. / Dios le conceda el perdón, / sin que olvidemos de paso / que este mundo da cañazo / a quien le da adoración".

Una versión falsa sobre la creación de Estados Unidos se ha querido imponer menospreciando el legado español. El cómico Roger Dangerfield ridiculizaba las hazañas diciendo que el Mississippi es tan extenso y caudaloso que no fue descubierto, simplemente, alguien se topó con él. En este ambiente, la popularidad de Gálvez resulta mucho más gratificante y, también, estupefaciente.

Al llegar a Houston, Martel fundó la Orden de Granaderos y Damas de Gálvez, un grupo que se fue extendiendo por Estados Unidos y otros lugares del mundo. Después, civiles e investigadores, ajenos al poder institucional, descubrieron la dimensión del "tal Bernardo" y comenzaron una portentosa labor de desempolvado. Hasta 2010, el investigador malagueño, Manuel Olmedo Checa, no publicó los resultados de una investigación prolongada en el Archivo de Indias y en los Archivos Nacionales de Estados Unidos (NARA): documentos de 1783 probaban el que el Congreso Continental había asumido ese año el compromiso de honrar a Gálvez colgando un retrato suyo en el lugar "donde se reune el Congreso".

Habían pasado más de dos siglos y la promesa seguía incumplida. Ya en marzo de 2013, y gracias a la insistencia de Olmedo, Teresa Valcarce, una gallega de El Ferrol afincada en Washington DC, conoció el caso y emprendió una inagotable misión que acabó implicando a la Cámara de Representantes, al Senado y los presidentes de España y Estados Unidos. El cuadro de Bernardo de Gálvez, pintado para la ocasión por Carlos Monserrate, cuelga de las paredes de la Cámara Alta norteamericana desde el 9 de diciembre de 2014. Siete días después, y tras un largo trámite legislativo en el que se implicaron norteamericanas como Molly Long de Fernández de Mesa o Nancy A. Fettterman, Barack Obama lo nombró Ciudadano Honorario, una distinción que sólo detentan otras siete personalidades históricas, entre ellas, Sir Winston Churchill o el Marqués de Lafayette. Entonces, el diario Roll Call tituló: "2014 ha sido un buen año para Bernardo de Gálvez, sin duda mejor que los dos siglos anteriores".

Este héroe real, que en tal condición representa un escalón entre las limitaciones humanas y sus más altos ideales, era una parte olvidada del olvido. Nuestras factorías de ficción procrean hoy heroicidades de videojuego, sin sangre en las venas ni contradicciones ni épocas. Gálvez fue un militar al servicio de una Corona absolutista e ilustrada con alto sentido del deber y del pundonor. Hoy el imperio norteamericano le paga honores, proyectos cinematográficos, operísticos y educativos por forjar su Historia. En América lo llaman The Little Known Hero y en España, ¿cómo dice? ¿Bernardo de qué?

Francisco Reyero es escritor. Presenta hoy su libro Y Bernardo de Gálvez entró en Washington (Editorial Los Papeles del Sitio/Fundación Unicaja) en la Biblioteca Colón de la OEA, en Washington.

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