Sobre la Historia de España

Me atrevería a pedir a los historiadores españoles un esfuerzo para unificar voluntades. Ya sé que el término unificar no es hoy políticamente correcto, tras haberse desgastado hasta la saciedad bajo el franquismo, lo que ha traído un vuelco hacia la diversidad no menos grave. Lo que pido, como amante de todas las historias, es una que compendie a todas ellas. Tal vez podría empezar por una «Historia de las historias de España», desde la de Mariana a la de Menéndez Pidal, para que nos diéramos cuenta de cuán distintas maneras nos hemos visto los españoles, desde la épica a la pesimista, que en ocasiones ha llegado a la autoflagelación. Lo han hecho otros países, Alemania especialmente, dado que en vicisitudes incluso nos ganan. Y les ha sentado bien, como demuestra su capacidad de convertir derrotas en victorias. Y es que la historia, como decía Cicerón, es la maestra de la vida y quien no la estudia está condenado a repetirla.

Reconozco de antemano la dificultad del intento. Más en un pueblo como el nuestro, que tiende a los extremos, y en un momento en el que la ideología, contra lo que creíamos, vuelve a infectarlo todo, empezando por la historia. Que no sea una ciencia exacta, como son las matemáticas, la física o la informática, con verdades universales en el tiempo y el espacio, sino que contenga un alto ingrediente de mitos y subjetividad, hace casi imposible cumplir la condición que Ranke, su gran teórico, la exigía: «Contar los hechos tal como ocurrieron». Si ni siquiera somos capaces de conocer determinados hechos del presente, ¿cómo vamos a conocer los del pasado? Lo que no impide que lo intentemos. Es más: tenemos la obligación de intentarlo si no queremos vivir eternamente enzarzados y no saber de dónde venimos ni a dónde vamos. Sebastian Haffner, que dedicó su vida a desentrañar la historia contemporánea de su país, nos lo dice en una de sus frases maestras: «La tarea del historiador tiene bastante de detectivesca». Es lo que hace la historia tan apasionante.

Volviendo a la idea de una «Historia de las historias de España», el estudioso que se atreva a hincarle el diente notará una de esas paradojas que hizo decir a Hegel, padre de la filosofía de la historia, que «un geniecillo irónico mueve sus hilos invisibles». Me refiero a que en pleno franquismo aparecen las primeras historias de España que se aproximan a lo que ocurrió realmente en ella a lo largo de los siglos. Me refiero a la «Historia social y económica de España y América» (cinco tomos) que, bajo la dirección de Jaime Vicens Vives, incorpora la economía y la sociología al acaecer político y militar, hasta entonces tan dominantes que eclipsaban aquellas, siendo como son fundamentales en la vida de pueblos y naciones. Finalmente teníamos una historia de España cuyos protagonistas eran los españoles de a pie, y no sólo sus monarcas y jefes militares. El éxito fue tal que pronto la salieron imitadores, algunos de ellos brillantes, como los siete tomos de la «Historia de España» de Alfaguara. Tanto o más importante fue que apareció la generación de historiadores mejor preparados de nuestra historia, que pronto ocuparían cátedras en las principales universidades y pueden competir con cualquiera de los extranjeros, hasta entonces dominadores de nuestro relato histórico.

Como las dos obras citadas no eran para el público general, aunque debo decir que encontré los doce tomos en la biblioteca de más de un profesional que nada tenía que ver con ellos, lo verdaderamente importante es que aparecieron editoriales dedicadas a la divulgación de temas históricos y, más importante todavía, manuales que los ponían al alcance de los lectores poco versados en el asunto, conservando todo el rigor de las obras más extensas. Y aquí cometería un acto de desagradecimiento si no citase la «Introducción a la historia de España» de la editorial Teide, a cargo de Antonio Ubieto, Juan Reglá, José María Jover y Carlos Seco, de cuya valía habla el hecho de que he tenido que comprarla tres veces, pues presté las dos primeras a conocidos, que se negaron a devolvérmelas, eso sí, ofreciendo pagarme el importe, lo que no acepté, al reconocer lo difícil que es desprenderse de una obra tan lograda. Excuso decir que no estoy dispuesto a prestar el ejemplar que conservo ni apuntándome con una pistola.

Algo así imagino para la «Historia de las historias de España» de que hablaba. Como dije, Haffner advierte que la historia no es una ciencia, pero añade a continuación que sin actuar en ella como un científico, es decir, con rigor, con precisión, con la máxima imparcialidad posible, tampoco puede escribirse, «algo que requiere una enorme autodisciplina». Y añade algo más: que el historiador tiene que tener bastante de artista. No para embellecer lo que narra, sino para eliminar lo que sobra. «A fin de cuentas –comenta Haffner en otra de sus frases maestras–, una obra de arte consiste en eliminar de la naturaleza lo prescindible, para dejar sólo lo esencial».

Y es eso lo que pido al joven investigador que se atreva a historiar nuestra historia: que elimine toda la hojarasca que hay en ella, todo lo anecdótico (excepto cuando la anécdota se convierte en categoría), que no haga caso de los lugares comunes, excepto para desafiar su validez, que ponga la mano sobre los ojos para que no le deslumbren los sucesos más resonantes en un momento dado, pero que desaparecieron sin dejar rastro en cuanto se apagaron, que busque la «intrahistoria», lo que hay detrás de cada periodo y de cada cambio, para ver si existe una conexión entre todos ellos o se trata de acontecimientos aislados, ajenos por tanto a ese pueblo y país. Le recomendaría especialmente buscar lo que hay de igual y de distinto con otros pueblos y países y, más que nada, la importancia que tiene la geografía, la hermana ignorada de la historia, que en múltiples ocasiones la determina.

Puedo equivocarme, pero sospecho que de tal criba van a salir muchas sorpresas. La primera, que existe un hilo en la marcha de los pueblos y naciones por debajo de su historia. No caigo en la tontería de los «hechos diferenciales», porque diferentes somos todos, personas y países, sino que del mismo modo que, en su búsqueda de una ley universal que unificase todas las leyes existentes, Einstein dijo que «Dios no juega a los dados», también podemos decir que la historia no es fruto de casualidades, sino producto de acciones y reacciones de individuos y sociedades. Y estoy completamente seguro de que por muchas diferencias que haya entre los españoles, son más las similitudes entre ellos, como ocurre con franceses, ingleses, alemanes y otros pueblos. Enterándonos, por ejemplo, de que los rasgos de nuestro carácter se forjaron en la Edad Media, que perdimos la marcha de Europa en la Moderna, que sólo la hemos recuperado recientemente y que Cataluña, contra lo que allí se enseña, se puso a la cabeza de España bajo los Borbones, que eliminaron las aduanas interiores y les permitieron comerciar con América, mientras bajo los Austrias llevaba una existencia de miseria y bandidaje. De ahí la urgencia de tal historia de historias. Señores historiadores, por favor.

José María Carrascal

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