Sobre la impugnación ‘cobarde’

La segunda impugnación del 9-N del Gobierno ante el Tribunal Constitucional no parece responder a cobardía alguna como afirma Mas, sino al hecho –incontrovertible desde la literalidad de la propia ley de Consultas– de que el proceso participativo que se quiere poner en marcha el próximo domingo no encaja en ninguno de los supuestos que la propia norma catalana que los regula llega a contemplar. La alternativa a la consulta ilegal es la consulta ilegal. Que este 9-N próximo no esté convocado por un decreto, ni haya administración electoral, ni censo, tiene dos consecuencias. La primera es que no hay ni una sola garantía democrática sobre la limpieza de esa suerte de plebiscito. La segunda es que la pregunta que se contestaría por los votantes sería la misma que se planteaba en la consulta ya suspendida.

La insolvencia de algunos portavoces de la Generalitat según los cuales no se podría impugnar el llamado proceso participativo porque la “consulta no existe”, es casi una astracanada. La realidad es que la Generalitat ha entrado en una vía de hecho recurrible ante el órgano de garantías constitucionales. Porque, además de las razones anteriores, deja más rastro de ilegalidad que Pulgarcito en el cuento de Charles Perrault: publicidad institucional, utilización de espacios públicos y comunicaciones a funcionarios. “No existe” pero está ahí. Y los “cobardes” gubernamentales lo serán o no pero, pero ciegos no parece que lo sean.

Al fraude jurídico se une el político. Ni con la consulta formal ni con su alternativa, se ofrecería salida alguna al afán secesionista de una parte de la ciudadanía catalana. Se sabe por encuestas de varios medios que muchos catalanes están hartos y hastiados –las dos cosas a la vez– con este absurdo juego de la acción de la Generalitat y de la reacción del Gobierno. Es un procedimiento que emula al deporte de fuerza que es la soka tira, muy popular en el País Vasco y Navarra, en el que un grupo de ocho competidores tira de la soga y otro, con el mismo número de personas, lo hace en sentido inverso hasta conseguir que uno de los equipos contendientes sea arrastrado por el contrario más allá de la marca impresa en el suelo. Un juego que políticamente es impropio y extravagante en un sistema democrático con mínima madurez y autoestima. La Generalitat y los partidos que lo secundan, saben que el 9-N busca la agitación a poder ser internacional.

Lo peor, sin embargo, no ha sido ni el fraude jurídico ni el político. Lo peor con diferencia ha consistido en la pretenciosidad frívola de Mas y de su entorno que se han llegado a jactar de que eran capaces de “engañar al Estado”, es decir, de ridiculizarlo y, al cabo, humillarlo. Si Rajoy hubiera podido mantener la cara al llamado proceso participativo contando para ello con una cierta discreción del president y de sus colaboradores, quizás el jefe del Ejecutivo hubiera cerrado los ojos y dejado pasar el episodio a la espera del siguiente round, que consistiría en unas elecciones catalanas adelantadas. Ni en las formas ni en las maneras se han avenido los dirigentes secesionistas y pro consulta a una determinada y prudente contención. Parecía que provocaban y que, así, deseaban la impugnación para cubrirse las espaldas por lo que pueda pasar y apretar las resquebrajadas filas del bloque que respalda el etéreo derecho a decidir.

El Estado español –ya lo he escrito alguna vez– no es una falla valenciana que arde en festiva pompa ni una arquitectura efímera que se monta y desmonta con fulminante rapidez. Si se quiere desafiarle hay que prepararse para hacerlo de manera muy diferente a como lo hace la clase dirigente catalana a la que se le encoje la camiseta de sólo pensar en unos comicios al Parlament que ofrezcan una radiografía actual y cierta del compromiso de los partidos con la independencia de Catalunya, de cómo debería producirse y de qué están dispuestos a arriesgar para conseguirlo. Y, o vamos a ese escenario de claridad, o la situación catalana, y por extensión la española, se empantanará irremediablemente.

Dar salida a lo que se aspira mayoritariamente en Catalunya requiere un protocolo legal y transparente y no este patético e infantiloide juego de pequeña política que está muy por debajo del umbral del respeto que requiere la ciudadanía española en su conjunto. Mientras tanto, un modesto consejo: lean, o relean, la segunda edición (2014) de La rebelión de los catalanes. Un estudio de la decadencia de España (1598-1640), de John H. Elliott y su nuevo prólogo. Se aprende mucho porque la historia es maestra y el pasado, como decía Ortega, siempre vuelve.

José Antonio Zarzalejos

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *