Según los anticapitalistas, el capitalismo es un sistema inmoral porque acarrea abultadas desigualdades, graves crisis económicas y calentamiento climático. Lo es también, dicen algunos de estos críticos, porque se fundamenta en el egoísmo y alienta la codicia y el consumismo de los individuos. En buena lógica, esta critica sólo tiene sentido si el sistema que ellos propugnan es capaz de operar con menores desigualdades sin erosionar apreciablemente la renta de la sociedad y en especial la de los más desfavorecidos, así como de evadir las crisis económicas e impedir el calentamiento climático; amén de extirpar esas indeseables conductas individuales.
Es complejo debatir con los anticapitalistas porque conforman un conjunto ideológico heterogéneo que incluye tanto a comunistas irredentos que buscan aferrarse o acercarse lo más posible a su añorado ideal como a diversas corrientes de izquierda más o menos radical que piensan que todos los males de la vida económica se pueden arreglar expandiendo el Estado y coartando la iniciativa privada. Hay menos diferencias de las que parecen entre estos dos grupos. El primero tiene su fundamento en la abolición de la propiedad privada y en el control estatal del patrón de producción y consumo de la sociedad. El segundo, en la confiscación proporcionalmente creciente de las rentas de la propiedad privada y del capital humano y su ulterior redistribución hasta conseguir niveles de desigualdad «justos y socialmente tolerables». Hay en estos anticapitalistas una fuerte inclinación a considerar tanto más justa y socialmente tolerable la distribución de rentas cuanto más se aproxime a la igualdad, lo que les asemeja a los del primer grupo. Como ellos, pues, confunden desigualdad con injusticia y creen que la riqueza de los pocos es la causa de la pobreza de los muchos. Asimismo, su ideario es proclive a intervenciones y regulaciones abultadas en los mercados de bienes y factores productivos.
No cabe duda de que los defectos que los comunistas imputan al capitalismo son mucho más marcados, si bien mucho menos publicitados, en el sistema económico que ellos defienden. Las crisis económicas no son menos graves, ni menos frecuentes, ni se ceban menos sobre los más débiles, sino más, en las sociedades comunistas que en las sociedades capitalistas. Las crisis económicas no solo tienen causas financieras, como sucede habitualmente en las sociedades capitalistas, sino también causas reales. Caídas bruscas de la productividad o del precio de los productos predominantemente producidos en el país o errores de planificación han ocasionado crisis cíclicas severas en las economías comunistas. Las graves crisis y las hambrunas padecidas en la Rusia sovietica y en la China de Mao, o en la India de Nehru y en la Cuba de Castro (y en la de hoy día) o en la Venezuela chavista son atribuibles a una u otra combinación de esas causas. Las penurias ocasionadas por las dos grandes crisis capitalistas durante los últimos cien años, la Gran Depresión de los años treinta y la Gran Recesión de la primera década de este siglo, han sido inconmensurablemente menos graves que las crisis comunistas.
En cuanto al cambio climático, en la medida que sea antropogénico, sería más intenso si hubiera habido más comunismo porque, como pone de relieve la experiencia soviética e ilustra el episodio de Chernobil, las múltiples ineficiencias del sistema socialista llevan a que se contamine más por unidad de producción. Por otra parte, la única posibilidad de conseguir mitigar y adaptarse lo mejor posible al cambio climático reside en estimular y dejar funcionar la maquinaria de innovación del capitalismo. En lo concerniente a las desigualdades de renta y riqueza, ciertamente son menores en el comunismo, pero esto se logra a costa de empobrecer a la población en su conjunto y de manera especialmente acusada a los más vulnerables. Además, las menores desigualdades estadísticas de renta de las sociedades de inspiración comunista encubren obscenas desigualdades frente a la ley y al acceso a bienes posicionales según la pertenencia o la cercanía al poder político del ciudadano. Otro tanto se puede decir de las políticas anticapitalistas preconizadas por el segundo grupo. Son ciertamente capaces de recortar la riqueza pero no de fomentarla y propenden a incrementar la pobreza en lugar de reducirla. En suma, según los principales criterios esgrimidos por los anticapitalistas el capitalismo sería moralmente superior al comunismo.
Luego están los comportamientos humanos supuestamente inherentes al capitalismo. Vaya por delante que no todas estas conductas son indeseables. No lo es ciertamente el interés propio, mal llamado egoísmo, que lleva al individuo a preocuparse prioritariamente por su bienestar y el de los suyos. Ni lo es el llamado consumismo, no al menos desde el punto de vista del individuo que realiza el consumo. En todo caso, tanto estos comportamientos como la codicia o el egoísmo desmedido u otras conductas indeseables reflejan características intrínsecas del ser humano a este lado del Edén que ningún sistema económico puede extirpar. El individuo-para-la colectividad, el soñado 'homo socialista' de Lenin, Stalin o Mao, nunca se hizo realidad, a pesar de las purgas y de los gulags, de los miles de kilómetros de alambre de espino y de la colosal publicidad y adoctrinamiento efectuados para conseguirlo. La diferencia entre ambos sistemas reside en que el capitalismo canaliza estos impulsos indestructibles del individuo a la consecución del bien común. En el capitalismo, el que persigue su propio interés, al igual que el egoísta desenfrenado o el codicioso sólo puede alcanzar sus objetivos, sin incumplir la ley, satisfaciendo necesidades o deseos de los demás. En el comunismo, en menor medida también en las sociedades dominadas por el anticapitalismo, esas conductas se orientan a la busca de poder político o a intentar vivir a costa de los demás, con la consiguiente merma de prosperidad de la sociedad en su conjunto.
Hasta aquí se ha seguido el argumentario de los anticapitalistas sobre la inmoralidad del capitalismo para mostrar que se vuelve en su contra. En realidad, este argumentario está fuera de lugar porque el dominio de la moral es únicamente aplicable a la conducta individual de los seres humanos, no a los sistemas económicos. Los resultados de los sistemas económicos no son morales ni inmorales sino más o menos deseables, mejores o peores. La experiencia histórica y la realidad actual no dejan ningún resquicio a la duda sobre las nefastas consecuencias económicas del comunismo y, más generalmente, del anticapitalismo. A pesar de la atractiva publicidad de moral y justicia social que aparece en las etiquetas de sus envases, el anticapitalismo es un brebaje que de manera inmediata o retardada, según la dosis ingerida, corroe la prosperidad y la libertad de la sociedad que lo consume.
José Luis Feito es economista y miembro de la Junta Directiva de la CEOE.