Sobre la recuperación del centro

Tras no pocos sobresaltos, ha concluido el Congreso del Partido Popular, cerrando o no del todo sus problemas, pero con el indiscutible triunfo interno de Mariano Rajoy. Y creo que, en democracia, siempre es bueno, incluso para quien ejercite el gobierno, tener en el escenario de la competencia fuerzas bien estructuradas con las que puede y aun debe entablar un fructífero diálogo en los temas de Estado que así lo requieran. Por ello creo que debemos felicitar y felicitarnos. Lo contrario, es decir un panorama con partidos de notables, partidos en permanente escisión, mini-partidos de limitado alcance, e incluso, partidos anti-sistema constituye el punto final más frecuente para las democracias liberales.

Pero lo que en estos párrafos quisiéramos resaltar es el hecho de que, al igual que casi todas nuestras fuerzas que ocupan el ruedo político, el Partido Popular no ha olvidado autodefinirse como un «partido de centro». Si repasamos la prensa de años pasados encontramos similares afirmaciones en unos y en otros. Y los que así no lo han hecho (piénsese en la caída del PCE en los primeros comicios, al igual que los extremos de un lado o de otro) han desaparecido del campo electoral o en él se mantienen con porcentajes muy limitados. Esta circunstancia tiene razones más de fondo que las meras palabras de definición.

Me parece que lo primero que encontramos a simple vista es la definición, más o menos exacta, de lo que sea el centro en política. Hay, incluso, quienes niegan su existencia y en paz. Pero se trata de una salida demasiado fácil. Con todo, en el común hablar y escribir, «el centro» significa menesteres bien diferentes. Se dice que un jugador de futbol «centra y marca un gol». Es frecuente oír que alguien «está bien centrado», entendiéndose que está ajeno a actitudes imprevistas y perturbadoras. El «centro» de una biografía parece querer resaltar la meta más valiosa que en ella se ha perseguido durante toda la vida. Y que va a llover «en el centro de la Península» no parece nada denigrante para el resto de los lugares que la integran. Todo es o puede ser centro, sin mayor valor ideológico.

Esto, el valor ideológico-político adviene cuando son los mismos partidos los que se ven forzados a su utilización. Y esta obligación viene ocasionada por algo que no está en los partidos, sus principios o postulados. Ese algo está en la misma sociedad sobre cuyo tejido los partidos pululan. En el caso de nuestro país, esta actitud centrada la encontramos ya en los momentos mismos del final del régimen anterior y, por supuesto, aparecida y construida en los años sesenta. Una clase media, burguesa, que llevó a cabo la gran tarea de imponer la moderación. Aquí puede que esté la palabra clave para entender todos los demás centros. Una clase que no quería riesgos. Ni aventuras peligrosas. Ni nuevos enfrentamientos civiles. Ni perder nada de lo hasta entonces adquirido (el hijo ya en la Universidad, el cochecito, el veraneo, etc...). Sin duda, con egoísmo. Y sin duda, igualmente, con miedo. ¿Pero quién podía no tener algo de miedo o, al menos de preocupación en un país de tan profunda raíz cainita? Y esa clase dejó bien claro que lo previsto sería bien venido. Pero sin excesos. Sin radicalismos (la prueba estuvo en los resultados de las primeras elecciones de 1977 y el absoluto fracaso de los extremos). Es la clase sobre la que se construye la transición. Y la quietud, el sosiego y la moderación es la que (salvo en los casos de terrorismo) caracteriza los primeros veinte y pico de años de nuestra democracia. Joven, sí. Pero también entonces ilusionante y llena de esperanza.

Y porque la sociedad era así, los partidos tuvieron que adaptarse a ella y no al revés como ahora parece quererse. Ante todo, no se olvide que, en los grandes contextos europeos, han disminuido sus cargas ideológicas y se han convertido en lo que Kirchheimer denominara «catch-all-party». Partidos «cógelo todo» o «partidos de todo el mundo». La clientela electoral se amplia y pasa a ser toda la Nación. La figura del líder y las ofertas concretas a sectores de toda índole, importa mucho más que la ideología inicial.
Las sociedades en los países desarrollados han dejado de presentar enfrentamientos económicos tan notables como nuestra España conoce en los años treinta y que tanto incidió en las zonas rurales como factor hartamente decisivo. La economía pasa a ser el gran gestor de conductas. Parece que en los países ricos poco tienen que hacer las revoluciones. Marcuse y los movimientos de fines de los sesenta movieron, sin duda, conductas y formas de pensar. Pero, a la larga, las estructuras políticas cambiaron poco.

En nuestro juego de partidos influyó bien pronto los aires de «centrismo» o de «moderación». De ahí el gran éxito de UCD: varias familias, pero todas ellas cediendo (¡Otra palabra clave en el mundo de lo que los griegos llamaron doxa, lo opinable, lo no absoluto!). En el PSOE, la gran renuncia al marxismo que hace Felipe González («Somos socialistas antes que marxistas», lo que, a fin de cuentas, equivalía a la renuncia de todo camino revolucionario, quedando, además, lo de «obrero» igual a trabajador de toda clase) ese gran cambio, decimos lo convierte en partido cógelo-todo y no en partido de clase. Alianza Popular desemboca en Partido Popular, lo que supone ruptura con el inmediato pasado. En estos dos casos, quizá quedaría mejor las denominaciones de Socialdemocracia (como en gran parte de Europa) y Derecha Liberal, respectivamente, pero quizá eran saltos todavía no muy asimilados por sus líderes. Y hasta el Partido Comunista, inserto ya en el llamado Eurocomunismo con admisión del Parlamento, pasa a aceptar todo aquello sin lo que, digámoslo claro, no hubiera podido ni entrar en el juego político. Izquierda Unida es el resultado y la violencia como partera de la historia o la dictadura del proletariado desparecen de su vocabulario.

Lo malo es lo ocurrido en estos últimos años. La sociedad está sufriendo un proceso de crispación y enfrentamientos hasta hace poco no existentes. Se ha vuelto a jugar con el inmediato pasado como arma arrojadiza. Lo de «rojo» y «facha» aparecen de nuevo y, sobre todo, en el decir de una juventud que no ha conocido el pasado. Tornamos la visión hacia el ayer, en vez que enfocarla hacia el pasado. Y se hacen reformas sin pensar en lo que divide mucho más que en lo que une. Un único ejemplo: ¿por qué un alto cargo no va a poder jurar el cargo ante el Crucifijo o la Biblia si así lo estima pertinente? Pues a punto se ha estado. Y se llegará. A los cruzados de la beligerante laicidad, les daría el consejo de que fueran a predicarla, por ejemplo, a la Semana Santa de Sevilla.

Por ello creo que lo que urge no es la definición, sino la recuperación, a fondo, del centro. O, mejor decir, de la moderación, del no herir a quien no hace falta herir. Y tener bien claro lo que realmente hay que reformar. Una pregunta: ¿En cuantos discursos, mítines o programas de la últimas elecciones se ha oído la reforma de la penosa y anti-democrática televisión que padecemos? En ninguno. Da mucho que pensar.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.