Sobre la reforma del Código Penal

Ninguno de los Códigos Penales que en España ha habido desde 1822 ha definido el golpe de Estado como delito con ese mismo nombre. Los nombres han sido diversos —delitos contra la forma de gobierno o delito de rebelión—, pero nunca golpe de Estado. A falta de su definición legal, contamos con dos acepciones del Diccionario del español jurídico de la Real Academia de la Lengua que recoge el concepto vulgar o popular: “Destitución, por la fuerza u otros medios inconstitucionales, de quien ostenta el poder político” y “Desmantelamiento de las instituciones constitucionales sin seguir el procedimiento establecido”.

Esa definición se corresponde cabalmente con el delito de rebelión que todas las fuerzas políticas —incluidas CiU, el PNV y ERC— aprobaron en las reformas del Código Penal (CP) hechas por las Leyes Orgánicas 2/1981, de 4 de mayo (dos meses después del 23-F) y 14/1985 (casi cinco años después del 23-F). La esfumación y olvido de la llamada “trama civil” de aquel golpe tuvo que ver, tal vez, entre otras razones, con la ambigüedad del CP vigente en el momento del 23-F, que, aunque contemplaba el delito de rebelión para civiles, era tributario todavía de una concepción militar del concepto de golpe de Estado. Tuvo que ver también con la necesidad de castigar adecuadamente a futuras tramas civiles.

Sobre la reforma del Código PenalLa clave de las reformas legales de 1981 y 1985, hoy derogadas por el vigente CP, radicaba en que prescindían de exigir expresamente violencia: “Son reos de rebelión los que se alzaren públicamente para cualquiera de los fines siguientes”; fines como derogar, modificar o suspender la Constitución o la independencia de una parte del territorio. La pena para los inductores y promotores iba de 20 a 30 años, y si se esgrimieren armas, las penas se impondrían en su grado máximo. El delito se cometía, pues, aunque no hubiera armas.

Esa reforma se aproximaba a la del CP republicano de 1932 (Jiménez de Asúa), más perfecta en la definición y en la penalidad del delito contra la forma de gobierno (artículos 167 y 171), que castigaba como delito “contra la forma de Gobierno” “cualquiera clase de actos encaminados directamente a conseguir fuera de las vías legales” (artículo 167) determinados fines como reemplazar el Gobierno por otro anticonstitucional o despojar a las Cortes o al jefe del Estado, territorial o funcionalmente, de sus facultades. El delito podía cometerse sin concurrir violencia (hasta 12 años de pena), pero, si concurría, la pena ascendía hasta los 30 años.

La publicación de las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica y fundacional de la República (6 y 8 de septiembre de 2017) por el presidente de la Generalitat contenían la fórmula promulgatoria: “Ordeno que todos los ciudadanos a los que sea de aplicación esta ley cooperen a su cumplimiento y que los tribunales y las autoridades a los cuales corresponda la hagan cumplir”.

Los diputados autonómicos que aprobaron las citadas leyes podrían gozar, tal vez, de la prerrogativa de la inviolabilidad por sus opiniones o sus votos, pero el presidente no estaba actuando como diputado cuando promulgaba unas leyes que claramente desmantelaban el orden constitucional y estatutario; por ello no gozaba de inviolabilidad alguna y quedaba sujeto al CP.

Pero esa promulgación no encajaba exactamente en el tipo de rebelión del nuevo CP de 1995, que incorporó —a última hora, en el Senado, por enmiendas de CiU y el PNV— el requisito de la violencia en tal delito; y violencia no había en la promulgación.

Tampoco encajaba en el delito de prevaricación (“dictar en asunto administrativo resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia”), pues promulgar leyes no es un asunto administrativo.

El Tribunal Supremo (TS) no consideró posible, respecto de los hechos de septiembre y octubre de 2017, castigar por delito de rebelión, caracterizado, precisamente, por pretender derogar, suprimir o modificar la Constitución o el Estatuto, o proclamar la independencia, por medio de violencia. Su condena se basó, teniendo en cuenta los actos de los días 21 de septiembre y de 1 de octubre, en el delito de sedición, cuya finalidad consiste en otra cosa distinta: impedir por la fuerza o fuera de las vías legales, alzándose tumultuariamente, la aplicación de las leyes o el ejercicio de sus funciones por autoridades, funcionarios y tribunales. La sedición, recogida en todos los CP desde 1822 con penas muy parecidas, no pretende proteger el orden constitucional, sino esos otros bienes.

No castigó por rebelión al considerar que la violencia producida no era funcional para conseguir la independencia: no se pretendía con ella obtener la independencia, sino reforzar la posición negociadora de los golpistas. En todo caso, el TS optó por la sentencia más garantista y más inatacable desde el punto de vista de la tipicidad.

Si volvieran hoy a aprobarse y promulgarse las mismas leyes de septiembre de 2017, seguiríamos sin un CP que cumpla su función de prevención de delitos contra la Constitución, conjurando tanto el riesgo de su promulgación, por temor a sus consecuencias penales, como la comisión de cualquier otro acto dirigido al mismo fin.

Con el CP actual (y al margen de impugnaciones ante el Tribunal Constitucional, la desobediencia a este y el 155 CE), solo después de que se consumasen los alzamientos tumultuarios contra las decisiones judiciales o administrativas (sedición) o violencias más graves (rebelión) la amenaza de la actuación judicial tendrá eficacia para disuadir de cometer tales delitos.

Procede ahora recuperar el delito de rebelión de la fórmula de consenso de 1981 y 1985 unánimemente aceptada por los nacionalistas vascos y catalanes (CiU y Esquerra). O, mejor aún, la fórmula de Jiménez de Asúa del CP de la República del delito contra la forma de Gobierno.

Cualquier reforma del CP ha de hacerse para el futuro atendiendo a la experiencia de lo que hay que evitar; nunca pensando en paliar las consecuencias para sus autores de los delitos en que incurrieron en el pasado. Si no es bueno legislar en caliente ante los acontecimientos, menos aún puede legislarse ad personam: en función de los nombres y apellidos de condenados en el pasado. Supondría un imperdonable error al enviar un mensaje equivocado al mundo sobre que la culpa no fue —o no fue solo— de los condenados, sino de las leyes españolas.

Ello no quita que el Gobierno —una vez haya recuperado formulas penales para prevenir actos contra la Constitución, incluso sin violencia o alzamiento tumultuario—, si lo considera útil para buscar una solución para el problema de una parte del pueblo de Cataluña, pueda hacer uso de las medidas de gracia previstas en la Constitución siempre que se den, desde luego, las condiciones y presupuestos para ello.

Nuestra democracia no es una democracia militante que gobierne los sentimientos sobre cómo cada uno debe sentir lo que considere su patria, ni siquiera impide que quienquiera sueñe o trate de lograr la independencia. Lo que sí obliga es a respetar la Constitución, incluido su sistema de reforma, rechazando expresamente la unilateralidad de cualquier intento de ruptura o modificación de la Constitución. Si ese rechazo se acepta y garantiza, renunciando al ho tornarem a fer, solo entonces se daría una de las condiciones para que el Gobierno pudiera entrar a considerar medidas de gracia.

Su potestad para hacerlo es legítima y constitucional. Su decisión podrá ser después objeto de crítica política: esa es la servidumbre de quien tiene el poder, que permitirá al pueblo al final juzgar si se ha actuado al servicio del interés general y de la estabilidad del orden constitucional. Quienes pretendan obligar al Gobierno a asumir compromisos de no indultar jamás o se entretengan en llamarle traidor anticipadamente si no hace tal asunción, debían ser conscientes de que con esa actitud son ellos quienes traicionan la Constitución y las previsiones que contiene.

Tomás de la Quadra-Salcedo es catedrático emérito de la Universidad Carlos III y exministro de Justicia.

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