Sobre las oposiciones

Antes de encarnar el claroscuro dramático de la España contemporánea, don Manuel Azaña Díaz (1880- 1940), segundo presidente de la Segunda República, fue opositor: Azaña ingresaría en 1909 en el escalafón de letrados de la Dirección General de Registros y del Notariado, un cuerpo extraordinario al que, en 1984, confundió para siempre y casi sin querer un aire levemente jacobino. Fue una lástima, pues los letrados de la Dirección fueron siempre pocos, pero muy bien escogidos. Llámense oposiciones o examen de ingreso, las pruebas objetivas, eliminatorias de verdad y públicas son piezas esenciales de casi cualquier sistema para seleccionar a los candidatos realmente meritorios a un cuerpo, sea el de marines o el de abogados del Estado.

Las oposiciones cuentan con partidarios, sobre todo entre quienes las hemos ganado, pero también tienen adversarios: el filósofo francés Pierre Bourdieu solía exorcizarlas por clasistas y endogámicas; algunos creen que el fuste del opositor se parece demasiado al del corredor de fondo y unos terceros, que el sistema es un fósil. Algo hay de todo eso, pero sería un error tirar al niño con el agua del baño.

En este país, quien sabe de oposiciones es Manuel F. Bagüés, un economista de la Universidad Carlos III, que escribió un artículo ya célebre sobre ellas (¿Qué determina el éxito en unas oposiciones?, disponible en Internet). Bagüés radiografió en él a todos los opositores de casi todos los cuerpos que cuentan (jueces y fiscales, notarios y registradores, abogados del Estado, inspectores de Hacienda y diplomáticos) y mostró, con estadística inapelabilidad, que los lunes son un pésimo día para opositar, que las mujeres opositoras lo tienen más fácil con tribunales compuestos por hombres mayores que con los formados por hombres jóvenes o por mujeres y que los candidatos con apellidos compuestos tienen ventaja si el escalafón en el que ansían ingresar cuenta con miembros de igual apellido. Otro resultado de nota es que los tests, como prueba preliminar, son infinitamente superiores a casi todas las demás.

En España, sectarismo, clientelismo y nepotismo han ido siempre de la mano, por lo que el sistema de oposiciones ha servido para que algunos cuerpos de funcionarios se hayan convertido en instituciones, es decir, en algo reconocido por las gentes de a pie como naturalmente serio y fiable: los compradores de inmuebles saben que el piso sólo es suyo de verdad después de haber pasado por la notaría y el registro, no antes; al infeliz metido en líos jamás se le escapa que únicamente un juez de carrera es capaz de encajar impávido el furor de los medios de información; y el mercado reconoce con sagacidad instantánea que el trabajo de casi cualquier inspector de Hacienda o abogado del Estado vale algunas veces más de lo que el Estado mismo le paga. ¿Cree alguien seriamente que todo esto seguiría ocurriendo si a los notarios y a los registradores, pongamos por caso, los eligieran el Gobierno o sus agentes?

Otra cosa es que los temarios y procedimientos no sean antediluvianos, como con frecuencia son. Así, las reglas de las oposiciones a judicatura son de este año de gracia de 2007, pero parecen de hace cien: prevén tres ejercicios teóricos o exámenes de memoria, pero ninguno práctico o de resolución de casos, cuando un juez es un señor o una señora, cuyo oficio es resolver casos, disputas o conflictos de la vida, con imparcialidad y arreglo a la ley.

No, no, me objetan sus señorías: los opositores triunfantes acuden luego todo un año a la Escuela Judicial para aprender a resolver casos. No cuela: sus alumnos saben que ya son jueces y, de hecho, no me consta que, en toda su historia, la Escuela haya suspendido a casi nadie.

Una reforma progresista del sistema, fundamentalmente bueno, velaría por corregir sus sesgos sociales, pues no todo el mundo puede financiarse tres o cinco años de oposiciones y los candidatos meritorios deberían disponer de ayudas claras. Luego, todos los cuerpos tienden a mantener una escasez artificial, algo muy ineficiente y que el Estado debe evitar. Por último, sexismo y nepotismo son un desperdicio: en las orquestas norteamericanas, los candidatos se examinan detrás de un biombo y con zapatillas -para que el taconeo no delate el género-. El tribunal ignora nombre y apellidos, sexo y género: sólo oye. La justicia es ciega.

Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.