Sobre los muertos vivientes

De nuevo la literatura sirve para que un país remoto, perdido en el tiempo y en la Historia salga a la luz y ocupe un lugar en el mundo. Esto es lo que ha hecho Ismaíl Kadaré durante las últimas décadas. Escribir y escribir para darle la conciencia y la dignidad a la lengua, a la cultura y a los ciudadanos de Albania. Kadaré no sólo es un gran narrador, sino que también ha ejercido de historiador y publicista de su pueblo, un país balcánico y mediterráneo en los confines de la civilización occidental cuando se encuentra cara a cara con Oriente. Un país siempre en permanente erupción, en permanente conflicto étnico, religioso, político, externo e interno. Un país que no ha escapado a los inmemoriales prejuicios que los europeos hemos tenido sobre esta área geográfica: extraña, incontrolable, agresiva, atrasada, pobre e irredenta.

Kadaré muy pronto se convirtió en el escritor nacional más conocido, con un prestigio a lo largo y ancho de todo el mundo que antes ningún otro autor de su literatura había conquistado. En el arquetipo por excelencia de su país, con sus cosas buenas y con sus tremendas contradicciones de vida al devenir de los siglos de turbulenta historia. Kadaré además no sólo nació en una zona geográfica compleja y difícil, sino que lo hizo en uno de los periodos más duros y convulsos de la Historia universal. Nació en el año del inicio de la Guerra Civil española y en los prolegómenos de la II Guerra Mundial. Es decir, su vida se desarrolló durante la invasión nazi y creció ya metido de lleno en la dictadura estalinista de Enver Hoxha, uno de los tiranos más aterradores que llegó a la Presidencia de la República en el año 1944 y permaneció en el poder por más de 30 años, aislando a Albania no sólo de la zona comunista europea si no también del mundo entero. Hoxha se aliaría con las tesis maoístas más radicales, teniendo a China como referente, hasta que a finales de la década de los 70 se rompieron esos lazos militares y políticos.

Albania no vería la luz de la libertad hasta la década de los 90. Para entonces la obra del prolífico Ismaíl Kadaré ya había cumplido con uno de sus objetivos: pedir al mundo comprensión para sus conciudadanos y ayuda para obtener esa libertad permanente e irrenunciable. Cuán equivocados estábamos aquellos jóvenes antifranquistas escuchando los cantos de sirena de una dictadura comunista contra otra fascista, desde las ondas de Radio Tirana. Enver Hoxha y Francisco Franco, de haberse encontrado, hubieran hecho muy buenas migas. Pero la obra de Ismaíl Kadaré no se queda anclada únicamente en estas circunstancias, sino que vuela libre a través de otras muchas preocupaciones íntimas de su autor. Kadaré reflexiona, como antes lo había hecho Franz Kafka, y casi en paralelo lo hará el novelista checo Milan Kundera o el rumano Norman Manea, sobre el papel del individuo frente al estado, frente al poder. ¿Qué diálogo se puede establecer entre ambos polos, sin que ninguno de ellos hable el mismo idioma? La libertad abarca a una colectividad, pero, sobre todo, la libertad parte del individuo. Y ésa es su mayor riqueza. ¿Cómo sobrevivir entre la burocracia, entre los muertos de tantas guerras, sin saber quiénes eran realmente los buenos y quiénes los malos? ¿Cómo sobrevivir sin saber adónde ir, siendo huérfanos no sólo de su propio país, sino, lo que es todavía peor, del mundo entero?

Los personajes de Kadaré que habitan en ese reino de sombras y pesadillas que en gran parte sigue siendo Albania, no huyen, están perdidos, olvidados, a veces hasta carecen de memoria; es el propio instante el que los hace volver a la vida desde una muerte inmemorial. Muertos en vida, así son quienes se enfrentan a la máquina del Estado totalitario. Así son los actores que representan La gaviota de Chéjov, en la novela Spiritus. Obra de teatro prohibida, existencias acosadas por los servicios secretos, por los expedientes oficiales, por el silencio administrativo. El mal sin rostro, sin respuesta, sin motivo, sin razones. El mal invisible, pero grabado en el inconsciente personal y colectivo. Los espías espiados, el Gran Jefe en su Palacio de Tirana observándolo todo como un dios. ¿Quién lo juzgará? Sólo Kadaré ha podido hacerlo con sus obras en nombre de todos. En obras simbólicas que, precisamente por ello, rebasan el ámbito temporal y espacial y adquieren un valor universal y, desgraciadamente, permanente. La joven escritora Ornella Vorpsi también tratará de la Albania de los años 60 en plena dictadura de Hoxha, en El país donde nadie muere.

El general del ejército muerto, su primera novela publicada en 1963 (tras otra censurada en su país en 1962, acusada de «decadente» y extranjera para las realidades socialistas) que nosotros leímos en castellano bastantes años después y la vimos llevada al cine, versaba ya sobre caos en donde el hombre trata de sobrevivir en medio de un cataclismo generalizado. Los invadidos y los invasores se pierden en una historia imposible de reconstruir racionalmente. Algo semejante sucede en Noviembre de una capital, basada en los testimonios personales de muchos habitantes de su ciudad natal del sur de Albania y en sus propias experiencias. Esta novela narra la resistencia popular a las tropas nazis y los problemas que se crean entre los protagonistas una vez los alemanes han sido desalojados. Uno de los ejes centrales de este relato se sitúa en la toma de Radio Tirana. Desde este lugar muchos cómplices albaneses habían colaborado sucesivamente con todos los regímenes tiránicos que habían gobernado el país: la monarquía, el fascismo italo-alemán y, posteriormente, el soviético, del que aquí no se da cuenta pero sí en otras muchas obras posteriores. La violencia no sólo se lleva a cabo contra las ideas sino, y sobre todo, contra las personas. Y aquéllos que habían combatido juntos contra el enemigo son ahora enemigos entre sí, en medio de un baile macabro que no tiene fin, ni nadie quiere o sabe buscarlo. La gratuidad de la muerte, el poco valor de la vida, es otro de los asuntos esenciales y reiterativos en la obra de Kadaré, así como el esfuerzo inútil de la destrucción, en vez de crear las condiciones necesarias para que el ser humano pueda defender su dignidad sin que por ello tenga que alcanzar la felicidad burguesa. Los personajes de Kadaré buscan sobre todo eso, ser respetados, ser considerados, ser valorados.

Kadaré es un autor meticuloso, bien informado, lucha por ser imparcial con sus protagonistas, crea ambientes agobiantes y absorbentes, es sumamente preciso en sus descripciones y en sus retratos psicológicos. Criado en medio de lo que él llama «la vena épica» de los Balcanes, lugares en los que la epopeya es el género mayor de pueblos donde predomina la tradición oral, Kadaré no es un narrador realista, sino que interpreta la sociedad desde diversos puntos de vista, mientras les da a sus personajes otra oportunidad para comprender el mundo y su propia vida, aunque no los pueda salvar y aunque no los pueda liberar de su dolor. En El gran invierno relata su propia experiencia, pues vivía en Rusia cuando se produjo la ruptura entre este país y el suyo, y lo hace a través de las vidas de unos personajes que, de repente, quedan al margen de la historia oficial. El amor y desamor entre Besnik y Zana es el resultado metafórico de aquel momento.

Pero Kadaré es un autor también preocupado por la existencia, al margen de las circunstancias. En El viaje nupcial se detiene a reflexionar sobre uno de los asuntos a los que se refieren todas las religiones: la resurrección. Lo hace como si estuviera contando una leyenda popular de las muchas de su tierra y, sin embargo, deja al lector que tome opción por alguna de las sugerencias que él mismo propone. Como dijo en una ocasión: «Todos los pueblos de los Balcanes tienen recuerdos más antiguos que los de los otros. En la región, los espíritus se inflaman muy rápido, sobreexcitados por la historia, los mitos y las leyendas. Y la oralidad es el enemigo número uno de la verdad. La oralidad da curso libre a las reivindicaciones más fantásticas».

Admirador de Homero, Esquilo (al que le dedicó una obra) y Shakespeare, Ismaíl Kadaré es autor de muchas novelas, la mayor parte de ellas traducidas al español por su mayor valedor y especialista, Ramón Sánchez Lizarralde, al que hay que darle hoy también la enhorabuena. Además, es autor de libros de ensayo. El Premio Príncipe de Asturias a Ismaíl Kadaré no sólo es un acto de justicia y el reconocimiento a una obra singular, sino también un aviso a la Academia sueca.

César Antonio Molina, escritor y ex ministro de Cultura.