Sobre los orígenes de España

El año que viene se cumplirá el 1.300 aniversario de la batalla de Covadonga –siempre que demos por buena la fecha marcada por la historiografía moderna como la más probable– y parece un buen momento para reflexionar en torno a aquel hito que fue el arranque –más o menos estruendoso, más o menos mítico, más o menos envuelto en la bruma histórica– de lo que hoy conocemos como España: un concepto demasiado cuestionado ahora mismo.

Huelga decir que la polémica sobre el número de combatientes es irrelevante. Los 180.000 musulmanes de las crónicas cristianas no se los cree nadie, así como tampoco los «30 asnos en las montañas» que menciona Al Maqquari. Posiblemente, aquello estuviera más cerca de una escaramuza que de una gran batalla. Lo que es incuestionable es que hubo un contingente enviado desde Corduba, flamante capital peninsular del emirato Omeya, y que no logró reducir a los cristianos refugiados en los Picos de Europa: una amalgama variopinta de tribus locales, nobles visigodos e hispanorromanos descontentos con los invasores que dieron nacimiento al primigenio reino de Asturias, germen de lo que será España. La importancia de Covadonga fue capital y no es una exageración decir que es la madre de todas las batallas españolas; sin esa victoria no habría habido más. El conocido dicho «Asturias es España y lo demás, tierra conquistada» le rinde homenaje.

Los restantes sucesos que envuelven el nacimiento de España están igualmente rodeados de esa bruma, controversia y ruido que afecta también a la principal figura autóctona de la época: Pelayo. Su existencia a fecha de hoy está aceptada por la mayoría de los historiadores y nadie niega que encabezó las primeras victorias de los montañeses que, tras ocupar Gijón, bajaron por la pendiente meridional de los Picos y tomaron León. Ello en 19 años de reinado. Y con méritos históricos tan reconocidos, seguramente me preguntarán ustedes, ¿cuál es entonces la controversia que rodea al personaje?

La principal concierne a su origen. Según las crónicas cristianas –la albeldense, la rotense y la sebastianense–, Pelayo era un godo, hijo de un duque al que según el cronicón de Albelda el rey Vitiza asesinó a bastonazos en Tuy, capital del ducado de Gallaecia: una de las siete provincias godas, que abarcaba tanto la actual Galicia como parte de Asturias, León y Zamora y el norte de Portugal. A más de noble godo, las crónicas dicen que fue espatario del rey Rodrigo y que estuvo en la batalla de Guadalete.

Dicen las mismas fuentes que tras la batalla de Guadalete se retiró a los Picos de Europa, donde pasó unos años criando asturcones antes de encabezar la rebelión de montañeses descontentos con los tributos que les exigían los árabes. Pelayo habría estado como rehén en Corduba y a su regreso habría sido elegido prínceps de los astures. Insisto en que ésa es toda la información que tenemos sobre el personaje, a lo cual hay que añadir el llamativo silencio a su respecto de la Crónica mozárabe del 754. Se suele argumentar que las crónicas alfonsinas (rotense y sebastianense) nacen en una corte asturiana interesada en legitimarse realzando la figura del primer rey. De ahí la teoría del origen hispanorromano de Pelayo que defiende una parte de la historiografía actual.

En base a ello, algunos han criticado que en mi última novela haya presentado a Pelayo como godo, y en mi descargo solo diré dos cosas: uno, que después de varios siglos de mestizaje entre godos e hispanorromanos el asunto de la etimología romana del nombre no parece un argumento concluyente; y dos, que en esto sigo al Sánchez Albornoz de Orígenes de la nación española. El reino de Asturias, a mi entender el mejor trabajo publicado sobre la época, con un conocimiento exhaustivo tanto de las fuentes latinas como de las árabes y también de la geografía, puesto que la recorrió valle a valle para lanzar unas hipótesis que siguen siendo todavía hoy la línea interpretativa más sólida de las varias posibles.

Pero el problema, no ya puramente historiográfico, sino más extenso y profundo que nos asola, es que vivimos un momento en el que se está removiendo de manera incesante el relato identitario español al tiempo que se imponen relatos alternativos y que las escuelas se inhiben en cuestiones históricas fundamentales y pasan de puntillas sobre demasiados puntos de nuestra historia.

Mi impresión es que esta situación no es ajena al auge actual de la novela histórica: estoy cada vez más convencido de que los novelistas estamos supliendo una labor que no hacen los libros de texto contando a los españoles su historia, o por lo menos una parte de su historia cada vez más silenciada. Si en política se habla mucho de la importancia del relato, lo mismo ocurre, e incluso con mayor ferocidad, en el terreno de la historia.

No voy a denostar aquí ningún relato en concreto –toda nación es un ente construido, con un pasado y unos mitos propios, y todos son en principio igualmente respetables–, pero no podemos permitir que haya relatos contradictorios. En Argelia, por poner un ejemplo, los historiadores argelinos y franceses llevan ya un tiempo procurando ponerse de acuerdo sobre su historia común. Y lo mismo habrá que hacer en México, o en la propia España, donde en estos momentos se echa en falta claramente una mirada objetiva sobre cómo hemos llegado a ser lo que somos. Si la Transición consiguió pactar una Constitución, creo que deberíamos ser capaces de consensuar un relato histórico común. Lo que no puede ser es que cada comunidad autónoma, ahora mismo, haga la historia por su cuenta.

José Ángel Mañas es escritor. Acaba de publicar ¡Pelayo! (La Esfera de los Libros).

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