Sobre 'patiperros' y manzanas

Fue recién llegado a Chile, a los 12 años de edad, que escuché por primera vez la palabra patiperros. Le había confidenciado a un amigo que me sentía yo distante de los chilenos -habiendo nacido en Buenos Aires y pasado el resto de mis años juveniles en Nueva York-, y él me respondió: "Pero si ya te pareces a los chilenos. Somos todos unos patiperros".

Trashumantes, viajeros, emigrantes, saliendo del extremo del Finis Terrae de las Américas en busca de fortuna o amor o aventuras, los chilenos definían su idiosincrasia nacional en función de los perros callejeros que exploran el mundo entero.

Y ahora, la semana pasada, mientras acompañaba a la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, en una vista de Estado a los Países Bajos, cinco décadas después de haber oído inicialmente ese término, tuve dos experiencias que me permitieron llenarlo de contenido contemporáneo.

En la mañana del martes 26 de mayo la presidenta y su comitiva se reunieron en Amsterdam con la comunidad chilena en Holanda. En la sala desbordante se atiborraban rostros e historias que yo conocía y reconocía de mi propio exilio en esa ciudad durante los años 1976- 1980. Con esos refugiados había marchado yo en contra de la dictadura, fue con esos hombres y mujeres que vendíamos empanadas y arpilleras para recolectar dinero para la resistencia a Pinochet, y también con ellos que había comenzado a discutir tímidamente la posibilidad de que algunos quizás íbamos a permanecer en el extranjero para siempre.

Y así había sido: sus hijos y luego sus nietos habían nacido en Holanda, su trabajo los fue engatusando, se fueron acostumbrando a noches de hielo y veladas llenas de cariño, se fueron quedando y quedando, y ahora lloraban ante la presencia de una presidenta que, como tantos en esa sala, había caído presa, había sido expulsada a un país extranjero, sabía lo que significaba tener la maleta siempre lista para emprender el viaje de retorno.

Patiperros, sí, pero de esos perros que, después de mucha errancia y golpes, encuentran vecinos que los acogen, ternura y sentido en latitudes extranjeras, un hogar dolorosamente diferente al natal. Recordando la nación de la que huyeron y donde no morirían, abrazando la contradicción difícil y gloriosa de la doble vida nómada de nuestros tiempos.

La presidenta les brindó el calor inmenso de su personalidad y el mensaje igualmente cálido de que estos compatriotas no dejaban de ser chilenos por el hecho de no haber retornado a vivir a Chile, que el país podía definirse por todos sus hijos sin importar el lugar que habitaban.

Utilizo la palabra "calor" muy a propósito, ya que tres horas más tarde toda la comitiva necesitó otro tipo de calor cuando entramos en una gigantesca cámara frigorizada en el puerto de Rotterdam para juntarnos con otro grupo de chilenos que también se encontraba lejos de su país.

Pero estos patiperros no habían llegado a Holanda por decreto de un dictador. Estaban, por el contrario, en ese lugar por voluntad propia, trabajando en el Terminal de Fruta donde llegan millones de toneladas de alimentos chilenos -uvas, duraznos, kiwis- para el consumo europeo.

Después de que Michelle y los parlamentarios se sacaran la foto de rigor, me acerqué a conversar con estos jóvenes empleados, conmovido por la limpieza de sus rostros, su alegría, el contraste con los asistentes expatriados que acabábamos de dejar atrás en Amsterdam. Me contaron que estudiaban agronomía en Chile y que ésta era una manera de conocer todo el proceso de exportación de la fruta que hoy es el 30% del comercio exterior chileno; pero, además, me confidenciaron que habían aprovechado el viaje para pasearse por París y Berlín y los Alpes, a patiperrear se ha dicho, a vagar como la palabra originalmente lo exigía.

Y pude divisar detrás de sus cuerpos arropados con buzos naranjas contra el frío, cajones que contenían manzanas verdes -esas espléndidas manzanas por las que yo me moría durante mi lejano exilio holandés, esa fruta que seguían añorando hoy mismo los que se habían ido quedando por estas tierras, las manzanas que nos permitían volver, como en una novela de Proust, al sabor y el tiempo perdidos, las manzanas cuya ausencia había significado alguna vez para tantos la expulsión del paraíso y que ahora permitía a estos jóvenes viajar por el mundo y retornar sanos y salvos y enteros a su terruño.

Y se me ocurrió que ése era uno de los logros últimos y ocultos de la recuperada democracia chilena: que nuestros patiperros pudieran salir a entreverarse con el mundo debido a la natural curiosidad por el horizonte y no porque su vida peligrara en el lugar en que habían nacido. Y celebré, en medio de ese frigorífico glacial, que habíamos podido recuperar el alcance original e inocente de esa palabra patiperros con que Chile me había dado una ardorosa bienvenida hace tantos años y con la que de nuevo me agraciaba y encendía en mis nuevas odiseas por el mundo.

Ariel Dorfman, escritor chileno. Su última novela es Americanos: los pasos de Murieta.