Sobre piratas y ladrones

Para los internautas, Internet es un espacio de libertad. Ésta es la idea bajo cuya bandera muchos de ellos, consciente o inconscientemente, están cometiendo toda clase de atentados contra la propiedad intelectual.

El acceso a las páginas web permite apropiarse de contenidos que, o bien son pirateados en directo o bien, siendo incluso adquiridos inicialmente, se redistribuyen o se revenden con total impunidad.

Ya hay teóricos que especulan con la idea de una democracia ciberespacial como representación de un nuevo mundo donde la libertad no admite cortapisas. Es como un Gran Hermano orwelliano, pero a la inversa.

Simbólicamente, Balzac es la imagen del autor que se desprendió de la protección de señores y mecenas y fio su fortuna al acogimiento del público. Hasta entonces, el artista creaba a expensas de su protector, ya fuera éste el rey, una institución o incluso un comerciante enriquecido; desde Balzac, el artista, amparándose en la reproducción técnica, empezó a cobrar por pieza vendida. Cuando los intermediarios entraron en escena se montó una cadena de negocio al final de la cual estaban los autores.

En los últimos años, una figura ha empezado a reproducirse vertiginosamente en el mundo de los internautas: el internauta pirata. El internauta pirata es un ser humano que se dispone a sacar partido de una inversión que ha realizado previamente.

Ha adquirido un ordenador, ha suscrito un contrato con una compañía telefónica para poder navegar por la Red, abona mensualmente su tarifa de electricidad, compra productos asociados a su afición (cedés, software...), se alimenta para poder estar en condiciones ante la pantalla y tiene conciencia de pertenecer a un lobby o asociación de cambiante perfil según las necesidades de cada momento. Toda esta inversión procede de su trabajo, por el que cobra un dinero, bien como fijo, bien como autónomo.

El internauta pirata considera indiscutible su derecho a ser pagado por su trabajo, pero, ¡oh paradoja!, considera igualmente indiscutible apoderarse, sin pagar por ello, del trabajo ajeno en nombre de la libertad. De donde venga esta idea es algo misterioso.

Quizá su origen remoto esté relacionado con el proceso que comenzó hace años en Estados Unidos bajo el lema I'm good, you're good, que viene a decir que tanto vale mi opinión como la tuya aunque tú seas un experto en la materia y yo un piernas. Por esa línea de pensamiento débil o simplemente tonto se llega a la idea de que libertad es igual a gratuidad. Y ahí está el corazón del problema.

En los viejos tiempos, muchos desdichados viajeros eran abordados por salteadores de caminos que, pistola en mano, les conminaban a entregar "la bolsa o la vida". Por lo general, entregaban la bolsa y la ropa y se iban con una mano delante y otra detrás mientras los bandidos se repartían el botín.

En nuestros días, el internauta pirata, ordenador en mano, se apropia del trabajo ajeno para su entretenimiento, y si se anuncia minoritariamente alguna medida legal, como en Francia, avisan de que la sortearán, es decir, que seguirán bajándose material ilegal. Toda una declaración de intención; ahí no hay inconsciencia.

Los artistas a los que se roba su trabajo y la industria cultural que gestiona y explota sus derechos, buscan soluciones que pasan por la imposición de un canon al internauta (que ellos rechazan airadamente) o a las compañías de telefonía (que también se niegan pese a que están haciendo el negocio del siglo; y a las que sí pagan religiosamente los internautas).

Yo estoy en contra de cualquier canon, pero a favor de que las descargas se paguen, porque negar la propiedad intelectual y sus derechos es una manera de fomentar la quiebra del Estado de derecho.

Y estoy decididamente a favor de toda la nueva tecnología; pero así como adquirirla cuesta dinero, por la misma razón se debe de pagar dinero por descargarse libros, películas o canciones.

Es la palabra gratuidad la que lo envenena todo y la coartada perfecta, así que debe de usarse la palabra adecuada: latrocinio, despojo, apropiación indebida... y tendría que explicarse ya desde el colegio.

La mala conciencia del internauta pirata aparece cuando éste intenta justificarse acusando de abusos a la industria cultural (que también abusa de los artistas): no me cabe duda de que los ha habido y los habrá, lo que no justifica que la respuesta sea la del bandido que se echa a los caminos.

Y por último, las asociaciones de internautas se están convirtiendo, con sus millones de votos potenciales, en grupos de presión sobre el poder para que éste no legisle un derecho fundamental: el de cobrar una remuneración por el trabajo realizado. Es el triunfo de los adoradores del becerro de oro de la tecnología y la miseria de la política esclavizada a la encuesta electoral.

Parafraseando a madame Roland al pie de la guillotina: "¡Oh, Libertad, cuántas tropelías se cometen en tu nombre!".

José María Guelbenzu, escritor.