Sobre Rodríguez Uribes, Google y el lanzamiento de enanos

En el prólogo al Elogio de la laicidad, ensayo de referencia del actual ministro de Cultura, el filósofo Javier de Lucas sostiene que “para el profesor Rodríguez Uribes, la concreción básica de la libertad son los derechos de los ciudadanos… al despliegue de todas las potencialidades de las personas para desarrollar su proyecto de vida sin dogmas, tutelas o autoridades irracionalmente impuestas”.

Estoy seguro de que eso es cierto. Pero el destino ha querido que Uribes tenga que demostrar su sentido del movimiento andando. Y que tenga que hacerlo ahora, cuando la infinita capacidad del intelectual para dilatar ese momento resolutivo, en el que no queda más remedio que pasar de las musas al teatro, se le ha agotado ya al político.

La proliferación, en los últimos días, de artículos periodísticos sobre la trasposición de la Directiva de la Unión Europea en materia de propiedad intelectual y derechos de reproducción en el ámbito digital, así lo demuestra.

Sobre Rodríguez UribesSoy uno de los últimos en entrar en liza. Y el mero hecho de tener que hacerlo me produce una incómoda sensación de regresión a aquellos momentos iniciales de la Transición en los que fue necesario clarificar la esencia misma de la libertad de prensa, frente a la pretensión de perpetuar una obscena alianza represora entre el poder político y el gremialismo periodístico.

El busilis de entonces era el propósito de restringir el acceso a la profesión periodística a través de la licenciatura en Ciencias de la Información y la colegiación obligatoria. Se trataba de un mero remedo de lo que el franquismo había conseguido a través de la Escuela Oficial, el título oficial, el carné oficial y las Asociaciones de la Prensa -controlar el periodismo-, con el pretexto de proteger a las empresas editoras y al público en general de la infección del “intrusismo”.

O sea, de prevenir que la arena de la libertad se le escurriera al poder entre las manos.

A diferencia de lo que ocurriría en muchas controversias posteriores, Juan Luis Cebrián y yo sumamos fuerzas y, con el respaldo del Instituto Internacional de Prensa y otras instancias globales, logramos que la concepción liberal del acceso sin trabas al ejercicio del periodismo se impusiera sobre la visión restrictiva de las Asociaciones de la Prensa, lideradas por Luis María Anson.

Nuestra principal apoyatura terminó siendo el artículo 20 de la Constitución, con su concepción integral de las libertades de expresión e información, exenta de todo tipo de condicionantes o cortapisas. Era obvio que nuestros constituyentes consideraban la libertad de la empresa informativa como parte indisociable de la materialización de un derecho colectivo.

Hacían suya así la visión omnicomprensiva reflejada en una famosa sentencia del juez de Pennsylvania Michael Musmanno que, al preservar el secreto profesional de un periodista, alegó que “la libertad de prensa significa libertad para obtener noticias, escribirlas, publicarlas y hacerlas circular: cuando una de estas operaciones queda obstaculizada, la libertad de prensa se convierte en un río sin agua”.

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Pues bien, durante los últimos ocho años, ese río de la libertad de prensa ha sido desviado, represado, embalsado y a la postre desecado, en uno de sus tramos esenciales -el de la libre circulación de las noticias- por una disposición inaudita, introducida por el Gobierno de Rajoy en la Ley de Propiedad Intelectual.

Y digo “inaudita” porque en ningún otro país democrático está en vigor nada equivalente. Según el artículo 32.2, el derecho de un editor digital a “percibir una compensación equitativa” por la reproducción de sus contenidos “será irrenunciable y se hará efectivo a través de las entidades de gestión de los derechos de propiedad intelectual”.

Tal y como acaba de reconocer un querido colega, defensor de aquella fórmula, en un lapsus calami argumental, se trataba de “un diablo” introducido “en los detalles”. Su sentido era reforzar, con la escolta de un “primo de Zumosol” gubernativo, la postura de la patronal de los editores tradicionales, entonces denominada AEDE, tras su incapacidad de llegar a un acuerdo negociado con Google, ya todopoderoso agregador de contenidos.

El 'canon AEDE' no ha servido para recaudar un solo euro. Con el efecto añadido de que provocó la salida de Google News de España

Pero aquella diabólica fiera legislativa, que vino a denominarse canon AEDE, resultó ser -y nunca mejor dicho- un triste tigre de papel, un famélico perro del hortelano que ni comía ni dejaba comer, una incomprensible hakuna matata, mucho más sonante que contante.

Y es que, a pesar de todo el aparataje burocrático aportado por el Ministerio de Cultura, a través del Centro Español de Derechos Reprográficos, un lánguido CEDRO, afectado por la enfermedad arbórea del oficialismo monopolístico, el canon AEDE no ha servido para recaudar, o al menos para repartir, un solo euro en el tiempo transcurrido.

Con el efecto añadido -y eso sí que fueron consecuencias infernales- de que provocó la salida de Google News de España, convirtiéndonos en el único país democrático sin el principal quiosco virtual, con capacidad y voluntad de discriminar entre los contenidos periodísticos de calidad y la basura disfrazada de medio informativo. De ahí el totum revolutum entre contenidos solventes, atroces mensajes de odio, y burdas fake news en el que, a menudo, se ve inmerso el internauta español.

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No sé si el carácter “irrenunciable” del derecho de propiedad intelectual y la ley del embudo de su obligatoria gestión colectiva han creado algún dolor de cabeza a la cúpula de Google -como dice mi buen amigo- en las alturas de su inmensa montaña. Pero puedo asegurar que a muchos liberales lleva produciéndonos una recurrente erisipela que no deja de agravarse, desde su estéril y castradora implantación.

Para que un derecho fundamental sea irrenunciable tiene que afectar al propio núcleo duro de la dignidad humana. Y, aun así, siempre quedará espacio para argumentar y pleitear, desde la pretensión del individuo de disponer sobre su propio albedrío del modo más extremo que desee.

Esos fueron los polos del famoso contencioso sobre la prohibición de la práctica del lanzamiento de enanos, suscitado hace un cuarto de siglo en Francia. Después de muchas vueltas y revueltas, el Comité de Derechos Humanos de la ONU terminó dándole la razón al Consejo de Estado francés, que había revocado las autorizaciones a quienes promovían ese espectáculo bajo la apariencia lúdico-deportiva.

Se imponía así un concepto del “orden público” que integraba un sentido moral de la defensa de las personas de escasa talla, impidiendo su cosificación como elemento de burla colectiva.

Lo paradójico era que el principal apelante, que llevó su causa hasta la máxima instancia internacional, no fue ningún propietario de local, promotor artístico o precursor del Lobo de Wall Street -recuérdese la ultrajante escena de la fiesta en la oficina de Di Caprio-, sino el enano Manuel Wackenheim, que invocaba la vulneración de sus derechos civiles, en la medida en que se le impedía seguir ganándose felizmente la vida como proyectil humano.

Mutatis mutandis, se trata del mismo debate que enfrenta a quienes alegan que la libertad de disponer sobre el propio cuerpo incluye el ejercicio voluntario de la prostitución y quienes sostienen que eso atenta contra el derecho irrenunciable a la dignidad humana.

Lo que nunca podía imaginar es que a los editores de los medios nativos digitales se nos lograra equiparar con esos enanos y demás titulares de “derechos irrenunciables” vinculados a la dignidad de la persona que deben ser protegidos de sus explotadores

Mi posición en esas discusiones recurrentes siempre ha sido ecléctica. Se puede conseguir el mismo fin moral por un camino diferente. Lo que el Estado debe impedir activamente no es el lanzamiento de enanos -entre otras cosas porque nunca ha prohibido el de hombres bala de mayor talla- sino los abusos laborales en materia de seguridad, higiene, protección social y respeto a los trabajadores. Lo que el Estado debe combatir con todos sus medios no es la prostitución -entre otras cosas por la imposibilidad de fijar sus límites- sino la trata de personas con fines de explotación sexual, intolerable lacra con la que debería resultar insoportable convivir.

Lo que nunca podía imaginar es que a los editores de los medios nativos digitales se nos lograra equiparar con esos enanos y demás titulares de “derechos irrenunciables” vinculados a la dignidad de la persona que deben ser protegidos de sus explotadores, incluso en las muchas o pocas ocasiones, en que ni se consideran explotados ni quieren por tanto ser impedidos en su libertad de contratar o, no digamos, protegidos de una opresión o amenaza que no sienten.

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Esa es la equivalencia que, tres años después de la salida de Rajoy de la Moncloa, sigue estando en vigor con un gobierno sedicentemente progresista y sedicentemente impulsor de las potencialidades digitales de la sociedad de la información.

En la práctica, esos “derechos irrenunciables” son los barrotes de una cárcel que nos impiden ejercer la libertad empresarial de hacer “circular” nuestras noticias, diseñando autónomamente nuestra propia estrategia comercial. Y eso sigue siendo así a pesar de que Google acaba de lanzar una atractiva pasarela llamada Showcase que sin duda visitarán todos los interesados en la información de calidad y en la que tanto EL ESPAÑOL como la gran mayoría de nuestros colegas nativos deseamos participar.

LA AEDE ya no existe. Implosionó a la vez que se desinflaba su fantasmagórico canon. Ahora su papel como patronal de los editores de prensa impresa ha sido asumido por la AMI. Se trata del mismo collar, pero con un perro muchísimo más pequeño.

En primer lugar, porque la pandemia ha acelerado la transferencia de lectores, influencia e inversión comercial de la prensa impresa a la digital y no será dándose de baja del medidor oficial Comscore como se impida que los 20 millones de usuarios únicos de EL ESPAÑOL o El Confidencial pesen lo mismo que los de El País, El Mundo o el ABC.

En segundo lugar, porque la unanimidad impuesta en esta materia por los tres grandes grupos -incluido el que yo fundé hace 30 años- ha saltado por los aires, una vez que relevantes editores tradicionales de medios regionales han firmado ya acuerdos con Google para incorporarse a Showcase, en cuanto Rodríguez Uribes nos abra las puertas de las celdas.

Sólo desde una perspectiva de closed shop medieval, al modo de “los maestros cantores de Nuremberg”, se les puede describir como “algunos editores disidentes” capaces de “pactar la desarticulación de cualquier iniciativa colectiva”, por empeñarse en entonar su propia melodía.

Y en tercer lugar, porque junto a la AMI ha surgido un nuevo interlocutor en forma de Club Abierto de Editores cuyo promotor, Arsenio Escolar, ha logrado aglutinar a un poliédrico archipiélago Gulag -todos sufrimos el mismo cautiverio pero en condiciones muy diversas- de publicaciones perjudicadas por la pretensión de los llamados legacy media de perpetuar, mediante el lobby y la coacción, la hegemonía, perdida hace largo tiempo, por sus errores empresariales.

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No vivimos en el mejor de los mundos. A todos nos gustaría que junto a Google hubiera otros agregadores equivalentes que ampliaran el mercado y favorecieran la competencia. No seré yo quien defienda posiciones monopolísticas ni privilegios fiscales. Más bien aplaudiré cualquier iniciativa de la Unión Europea que ponga límites a la concentración del poder tecnológico.

A todos nos gustaría que junto a Google hubiera otros agregadores equivalentes que ampliaran el mercado y favorecieran la competencia. No seré yo quien defienda posiciones monopolísticas ni privilegios fiscales

Espero, de hecho, con ilusión, que cuaje el gran proyecto de quiosco digital, incluido por la CEOE entre sus proyectos tractores para solicitar fondos europeos y que ya ha empezado a desarrollar un equipo de Telefónica, liderado por Chema Alonso. Si siguiera en vigor la castración química del artículo 32.2 de la Ley de Propiedad Intelectual, los editores tampoco podríamos negociar individualmente si asociarnos o no a ese Spotify de la información en español.

Como dice Rodríguez Uribes en la página 177 de su inspirador ensayo, “la más humilde razonabilidad” implica que “no siempre elegimos lo mejor, sino tantas otras [veces] el mal menor o evitamos el mal mayor”. Y como añade, dos páginas después -mencionando el aforismo atribuido a Hipócrates-, primum non nocere.

Lo importante, en efecto, es “no causar daño”. O al menos no perpetuar el ya causado.

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La política ha puesto en manos de este ministro de Cultura con aires pavarottianos el manojo de llaves de nuestras celdas. Le honra haber buscado una fórmula intermedia que conciliara todos los intereses. Pero ya sabe, por la reciente respuesta del Comisario Breton, tildando la gestión colectiva de los derechos de propiedad intelectual de los periódicos de incompatible con la Directiva Comunitaria, que ese camino no existe.

Ahora le toca demostrar, como lo ha hecho Illa, que un filósofo reconvertido en político podrá ser ponderado pero no tiene necesariamente que ser pusilánime. Tanto en el entorno de Moncloa como en algunos círculos próximos al ministro se daba por hecho que la trasposición de la directiva, en sus propios términos, se pondría en marcha “en enero”. Pero enero ha concluido y ahora sólo se nos dice que “será antes de junio”.

Entre tanto, el año ha comenzado con una grave atonía publicitaria. Eso significa que aquellos a los que nos va bien, tendremos que retrasar nuestros planes de contratación y desarrollo. Y que aquellos que penden de un hilo -como el ministro ha podido conocer de primera mano- sienten ya la angustia de hasta cuándo podrán pagar las nóminas. Para unos el Showcase de Google va a ser una palanca de crecimiento, para otros la tabla de salvación.

Sería lamentable que Uribes se dejara intimidar por que le hagan cuatro trajecillos de añeja tipografía. A los tutelados como enanos o personas en la cuerda floja nos asfixia y repele la “tutela”. Así de claro. Más vale que lo que ha de hacer el ministro, lo haga pronto. “Antes que hacer reír” a los carceleros, “no hacer llorar” a los encarcelados. Son sus propias palabras.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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