Sobre solidaridad y escapismo

Desde mi adolescencia hasta la actualidad, esas dos palabras, muy habituales en los textos políticos del siglo XX, han caracterizado a menudo el contenido de mis propias reflexiones políticas y morales. Entre 1930 y 1935, años de la Gran Depresión, la solidaridad con los desempleados significaba exigir un trabajo remunerado y un trato personal digno para quienes habían perdido su empleo después de la crisis bursátil de octubre de 1929. A mediados y finales de la década de los treinta esto suponía defender los derechos de huelga y de afiliación a sindicatos oficialmente reconocidos para negociar las condiciones de trabajo en fábricas, minas y empresas comerciales.

En política exterior, la solidaridad significaba ser partidario de los incipientes movimientos independentistas de los países africanos y asiáticos, parcialmente anexionados y explotados por las potencias europeas, y también de movimientos similares en Cuba y Filipinas, arrebatadas a España gracias a la que el futuro presidente Theodore Roosevelt calificó de "espléndida guerrita" de 1898. Posteriormente, entre 1936 y 1945, la solidaridad se manifestó en la confianza de alcanzar la unidad de todos los partidos y Gobiernos democráticos para rescatar a los judíos y a los sindicatos socialistas y comunistas de las barbaridades que se cometían en los campos de concentración de Hitler; también en la defensa de la República española frente al levantamiento militar del general Franco y sus aliados. Además, entre mediados de 1941 y mediados de 1945, equivalió igualmente a ser partidario de la Gran Alianza que, formada por Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética, pretendía derrotar a la maquinaria militar nazi y liberar el continente europeo de la demencia fascista y racista hitleriana.

Después de la II Guerra Mundial, el término "solidaridad" no se ha utilizado con tanta frecuencia como en los años treinta, pero, para socialdemócratas como yo, el concepto ha sido de gran importancia en lo tocante a cuestiones como la igualdad de derechos para las mujeres y las minorías étnicas, la protección del medio ambiente mundial, la consecución de un mínimo nivel de vida para la población del planeta, que crece con rapidez, y la necesaria plasmación del desarme nuclear.

Al mismo tiempo, esta vez desde un punto de vista personal, la solidaridad ha significado para mí un importante patrón político-moral, aunque no una verdadera fuente de felicidad y entusiasmo. Y todo ello me conduce a la palabra "escapismo", que en mi juventud me hacía sentirme culpable al disfrutar de la existencia de algún modo que no mejorara necesariamente la calidad de vida de los demás.

Recuerdo con frecuencia la conmoción que me causó una sola frase de un simpático cartero con el que solía cruzarme casi todos los días de camino al colegio. En una ocasión, en lugar de limitarse a sonreír y a decir "hola", me espetó: "Oye muchacho, ¿por qué vas silbando siempre esa música tan triste?". Por aquel entonces, lo que silbaba debía de ser algún allegro de Haydn o de Mozart. Para disfrutar de la vida y soportar sus necesidades desagradables y ocupaciones aburridas, yo recurría enormemente a mis lecturas, a la música clásica, a la inmersión en las bellezas naturales, y a la búsqueda de amistad y amor. Desde el punto de vista de la seriedad moral de mis compañeros de "solidaridad", esas fuentes de felicidad eran formas de "escapismo", es decir, servían para evadirse de las labores serias que conllevaba la vida en la Tierra. En todo caso, ya de adulto, he reconocido que mi "escapismo" me resulta absolutamente imprescindible para poder practicar la "solidaridad" sin hundirme, aunque sea parcialmente, en la depresión.

Lo que me preocupa de las posibilidades de futuro de la raza humana es la presencia de ciertos obstáculos cuya magnitud, si queremos que los pueblos del mundo compartan el planeta reduciendo al mínimo los conflictos violentos, habrá, por lo menos, que aligerar (y no utilizo el verbo resolver porque la vida no es una operación algebraica). Artículos de primera necesidad como el aire que respiramos o el agua potable ya suponen un problema para la población mundial, que crece de forma constante. Los cambios climáticos, directamente negados por una considerable cantidad de mandatarios políticos y económicos del mundo, están creando ya graves dificultades en muchos territorios litorales. Las grandes empresas agroalimentarias y los gigantes industriales están cambiando la composición química del terreno, el agua y el aire en extensas zonas del planeta, sin que nadie controle sus actividades y sin que ellos mismos se sientan responsables de las posibles consecuencias futuras.

Las fuerzas solidarias ya no tienen el peso que tenían en las primeras siete décadas del pasado siglo. Sindicatos industriales, pensadores y políticos de izquierdas u obreros marxistas y anarquistas eran las fuerzas principales de la solidaridad tal como la he definido anteriormente. El fracaso de la planificación centralizada soviética y de su agricultura colectivizada, además de las perversas purgas estalinistas y de la sucesión de mediocres dictaduras registradas en Europa del Este y la propia URSS tras la muerte de Stalin, demostraron, como mínimo, que el Estado de bienestar posterior a 1945, es decir, el "capitalismo de rostro humano", era claramente preferible al comunismo soviético.

Al mismo tiempo, el triunfo del capitalismo en la Guerra Fría ha incrementado las presiones conservadoras destinadas a reducir los servicios sociales del Estado de bienestar y eliminar todos los controles públicos, de manera que, como ocurrió en Estados Unidos a partir de 1990, agentes bursátiles con talento pero sin escrúpulos han podido no solo hacerse millonarios o multimillonarios, sino vender a crédulos clientes "derivados" inmobiliarios fraudulentamente concebidos y con frecuencia carentes de valor, causando al final (de forma bastante inocente, según creen la mayoría de ellos) una crisis financiera mundial, en modo alguno resuelta todavía.

En España, individuos igualmente perspicaces y sin escrúpulos han arruinado grandes extensiones de la costa mediterránea y muchas hermosas zonas forestales del interior, sin el más mínimo respeto hacia recursos naturales como el suelo o los árboles, y sin consideración alguna hacia la destrucción de la belleza natural.

En este panorama, ¿dónde encajan la solidaridad y el escapismo? En mi opinión, la importancia de la solidaridad es más crucial ahora que durante las primeras décadas del siglo XX. En esa época proliferaba la esperanza, en parte materializada después de la II Guerra Mundial gracias a la creación de Estados de bienestar en Europa, el mundo de habla inglesa y ciertas zonas de Asia. La competencia por los limitados recursos naturales no era tan acusada como se ha vuelto posteriormente, y tampoco el problema del cambio climático inducido por la industrialización era tan amenazador como ahora, en un mundo que todavía parece incapaz de tomar las medidas necesarias al respecto. Por otra parte, en los años de formación del siglo XX, la "solidaridad" solo se aplicó realmente a los entornos europeo y anglosajón, mientras que hoy en día y en el futuro tendrá que aplicarse al conjunto del mundo habitado. De ahí que la "solidaridad" constituya en la actualidad una labor más importante y más difícil que hasta hace unas décadas.

En cuanto al "escapismo": hoy lo necesitamos más que nunca, porque la felicidad humana y, en consecuencia, la voluntad de ayudar a nuestros semejantes, depende del mantenimiento de libertades políticas que posibiliten al individuo la conservación de un ámbito interior en el que sus emociones no tengan que rendir tributo ni a coacciones ideológicas o étnicas ni a interpretaciones obligatorias de la historia.

Gabriel Jackson, historiador estadounidense.Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.