Sobre una nueva posible Constitución

Por Ignacio Gómez Acebo, jurista (ABC, 11/07/06):

Nuestra actual Constitución no sólo supuso un esfuerzo muy meritorio, sino que, además, sirvió de soporte indispensable para el desarrollo en paz de los últimos veintimuchos años. Pero, ante la situación actual, parece impotente y por tanto «muerta». Ninguna ley puede ser eterna, porque todas ellas suelen nacer de un compromiso y en unas circunstancias determinadas que acaban siempre cambiando. La actual ley de leyes es solamente una primera aproximación a la democracia. Legaliza la libertad de expresión y da ciertas garantías de seguridad al ciudadano..., pero, en el fondo, nada más.

Porque hoy todavía se votan listas cerradas. Es de sobra conocido (menos para los políticos que no quieren entenderlo) que es imposible que exista una democracia verdadera si no se vota a «personas» (se pueden añadir criterios proporcionales). Con la disciplina férrea que produce la lista cerrada, quien en la Cámara Baja haya obtenido la mayoría casi se convierte en dictador perpetuo. Máxime como, en nuestro caso, la llamada Cámara Alta, sin poder alguno, se torna en la «quinta rueda de la diligencia» porque no sirve para nada. Y el juego democrático no puede consistir en votar para elegir al próximo dictador.

La legalidad actual no trata en concreto la estructura regional del Estado y, así, unos pueden defender que un Estatuto es constitucional y otros que no lo es. Para mí, la introducción del concepto «nación» en cualquier texto estatutario lo convierte hoy por hoy en inconstitucional. Sin embargo, hay tribunales y sesudos juristas que defienden lo contrario, aunque, en general, al estar tan cautivos del poder constituido, pierdan mucha credibilidad.

Desde la Transición, los dos partidos hegemónicos se han ido escorando, uno hacia la derecha y el otro a la izquierda. El abismo que se ha abierto entre los dos, además de malsano, hace cada vez más difícil la convivencia. Cuando surge esta situación en otros países, se suele buscar una solución, vertebrada las más de las veces, alrededor de una «gran coalición temporal» que permita buscar y hallar de modo conjunto las soluciones. Véase el reciente caso de Alemania.

Pero la acritud de la situación actual, producida por el mencionado abismo que se ha ido abriendo entre las fuerzas mayoritarias, ha hecho que aflore un larvado deseo de revancha que muchos creíamos, ingenuamente, ya enterrado hace tiempo. Así las cosas, se glorifica todo lo que fue derrotado en la Guerra Civil, lo que necesariamente lleva a la otra parte a encastillarse en lo contrario. El panorama se complica en cuanto a cualquier posible solución para encontrar una estructura regional estable.

La Constitución actual dio la educación en exclusiva a los gobiernos autonómicos, al frente de los cuales han estado partidos nacionalistas o regionalistas durante este último cuarto de siglo. Algunos de ellos se han dedicado a denigrar y crear odio hacia España. No es de extrañar, pues, que la juventud así educada presente, en muchos casos, tendencias separatistas o, cuando menos, confederales.

Como es lógico, ya envalentonados y cada vez con mayor poder, quieren -de un modo insaciable y por principio- «cada vez más» y, desde luego como premisa, que desaparezca de sus zonas la lingua franca del Estado: el español. La situación descrita ha llevado al partido en el poder a echarse en brazos de los partidos radicales autonómicos, lo que hace que la desmembración avance a un ritmo casi imparable.

Es posible que no se pueda llegar a un escrito consensuado para la nueva Constitución en cuanto a la estructura regional del Estado. Por ello, y en medio de este desorden y crispación, quizá sea prematuro llevar a cabo ese intento. Pero, si hay que esperar a que las cosas «tengan que ponerse peor para poder luego mejorar», nos podemos encontrar con un concepto de España roto y terminado, cuando en realidad una gran mayoría de la población no hubiera querido que sucediera. Hay síntomas que producen alarma, entre ellos la creencia del presidente del Gobierno y de sus seguidores de que ellos son «el pueblo» y, como tal, «soberano». Pero ni usted ni los suyos son el pueblo, señor Zapatero. El pueblo somos todos, no sólo los de una determinada región. Y las leyes que nos hemos dado están por encima de cualquier «interpretación forzada». Probablemente, y de modo inconsciente, se están deslizando por un camino creciente de descalificaciones que les ha llevado a medio permitir agresiones en la campaña del Estatuto catalán, actos violentos que recordaban mucho a los protagonizados por los «camisas pardas», principio del nacionalsocialismo.

Paren, por favor. Detengan todos sus juegos de acciones y reacciones. Están ustedes llevando al país a una situación muy similar a la de 1934. Los que, aunque muy jóvenes, soportamos la Guerra Civil no queremos ni pensar que tamaño disparate pudiera volver a ocurrir. De nada tiene que enorgullecerse ninguno de los que efectivamente se siente de uno de los dos bandos. Si es cierto que los desmanes empezaron en el bando que entonces (y aún hoy) se autotitulaba «progre». Luego, señores del otro bando, ustedes se desquitaron a gusto.

Entierren, por favor, todo ello si es que son capaces. Sabemos que la España de hoy no es la de entonces, y que los fantasmas de una nueva confrontación se nos aparentan, gracias a Dios, como imposibles. Eso no exime a los políticos de su responsabilidad de limar asperezas y de seguir avanzando hacia una verdadera democracia, elaborando, entre otras cosas, una nueva Constitución.