Dos investigadores británicos, Robert Geyer y Samir Rihani, propusieron un experimento mental para que cayéramos en la cuenta de que los sistemas inteligentes son más importantes que las personas inteligentes: ¿qué pasaría si los gobernadores del Banco de Inglaterra fueran sustituidos por una habitación llena de monos? Si uno tuviera que responder rápidamente a esta pregunta, la intuición inmediata le llevaría a asegurar que la economía británica colapsaría. Ahora bien, a nada que hayamos podido reflexionar un poco y superar el automatismo de la reacción, la respuesta sería muy diferente: el gobierno de los monos pondría de manifiesto hasta qué punto estamos gobernados más por sistemas que por personas, con equilibrios, contrapesos y correcciones automáticas, por lo que los monos no harían tanto daño como podría suponerse.
La pregunta que en estos momentos todo el mundo se hace acerca de lo que puede suponer un gobierno de Trump para los Estados Unidos y el mundo en su conjunto es si el sistema político americano es capaz de resistir a un presidente así o se plegará finalmente a los dictados de quien temporalmente lo dirige (y la referencia a los monos es pura casualidad sin malicia alguna, pues también podía haber puesto como ejemplo a Rajoy, May, Le Pen, Grillo, Orban o Erdogan). Las respuestas a esta pregunta son muy variadas, pero se agrupan en dos tipos. Quienes tienen una visión más bien individualista de la política son en este caso pesimistas; quienes la conciben sistémicamente tienden a ser optimistas. Es curioso que los límites del poder sean ahora un motivo de esperanza, cuando en otros momentos habían simbolizado más bien nuestra desesperación. No deja de ser una paradoja el hecho de que estemos depositando todas nuestras esperanzas en que eso que hemos llamado últimamente y con gesto despectivo “la casta” (los altos funcionarios, los expertos, militares, empresarios o el propio Partido Republicano) sean un poder que limite efectivamente el de su presidente.
El experimento mental propuesto por los profesores británicos es interesante porque en el automatismo de nuestras respuestas iniciales se pone de manifiesto hasta qué punto somos deudores de un modo de pensar centrado en los individuos y los líderes, en el corto plazo y en la falta de atención a las condiciones sistémicas en las que tienen lugar nuestras acciones. Seguimos pensando que el gobierno es una acción heroica de las personas en vez de entender que se trata de configurar sistemas inteligentes. Es una prueba de eso que Luhmann llamaba “la huida hacia el sujeto”, cuando la acción política se degrada a una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente de las cualidades personales de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales…
La renovación de nuestros sistemas políticos debe ser abordada de otra manera. Nos jugamos demasiado como para confiarlo todo a que nuestros gobernantes sean competentes y buenas personas; no podemos jugar a la ruleta rusa de que estos sean ejemplares y tengan propiedades extraordinarias. La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político.
No diseñemos nuestras instituciones y sus eventuales reformas pensando en seleccionar a los mejores y facilitar su acción de gobierno, sino en impedir que los malos hagan demasiado daño, aunque ocasionalmente esas mismas instituciones dificulten a los buenos sacar adelante todos sus proyectos. La democracia es un sistema diseñado más para impedir que para facilitar, un sistema que prohíbe, equilibra, limita y protege. Esta circunstancia que impidió a Obama llevar a cabo un ambicioso programa de salud, podría ser lo que dificulte a Trump el cumplimiento de sus promesas (o amenazas).
Todo lo que sea poner el foco en los individuos para designar los problemas que tenemos —la teoría de que lo importante es el ser humano, sea desde la perspectiva de las características personales del líder o de las motivaciones del votante individual en clave de rational choice— lleva consigo una infravaloración de las propiedades sistémicas de la sociedad. Los principales problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad tienen el carácter de problemas planteados por un sistema interdependiente y concatenado ante los cuales son ciegos sus componentes individuales: insostenibilidad, riesgos financieros y, en general, aquellos que están provocados por una larga cadena de comportamientos individuales que pueden no ser en sí mismos malos, pero sí lo es su desordenada agregación. De ahí que no se trate tanto de modificar los comportamientos individuales como de configurar adecuadamente su interacción y esa es precisamente la tarea que podemos designar como inteligencia colectiva. Se gana mucho más mejorando los procedimientos que mejorando a las personas que los dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes componen un sistema ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si su interconexión está bien organizada, cómo son las reglas, los procesos y las estructuras que configuran esa interdependencia.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas o ejemplares. Podríamos prescindir de las personas inteligentes pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias han cristalizado en estructuras, procesos y reglas (especialmente las constituciones) que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al sistema democrático independiente de las personas concretas que actúan e incluso de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores, incluido el eventual paso de unos monos por el gobierno.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor invitado en la Universidad de Georgetown. Su último libro es La política en tiempos de indignación.