Muere Hugo Chávez, pero el trance de su lucha contra el cáncer en plena apoteosis electoral ofrece la última heroicidad para encumbrar su figura en el imaginario colectivo del país y del mundo. Chávez, carismático, polémico, mediático, vengativo, afable, enérgico y una larga lista de adjetivos que van y vienen dentro de los esquemas axiológicos convencionales, construyó un estilo personalista de conexión directa con ese ADN socioespiritual del venezolano y del ideario reivindicativo de la guerra fría.
Una figura que laboriosamente construyó a su alrededor una versión sofisticadamente mediática del culto propio de los personalismos latinoamericanos y que con la clásica reivindicación soberana sobre las materias primas, hizo que el petróleo fuese la savia redistributiva y revitalizadora de un país al que eras invitado si pagabas con fidelidad marcial en los altares de su afición a la concentración de poder. Un hombre que ostentaba con orgullo no descansar, no delegar, no negociar, no tomar vacaciones, decidirlo todo y además decidir que el Estado sustituyera la producción de casi todo.
Que el poder se convirtiera en una patológica obsesión personal fue cuestión de tiempo, y crecía proporcionalmente a su indisposición frente a la crítica, su desinterés a las ruedas de prensa y a los debates.
Todo ello de pronto se vio silenciado frente al velo de la intransparencia que también dispuso sobre su enfermedad. La expectativa de la resurrección de las fauces del cáncer –cuidadosamente tejida por una patrón comunicacional hecho para la sobreexposición– se desploma de la misma manera que nace “Chávez” en la política: en cadena de televisión. Cae desde el gran esfuerzo por estirar el capital político que sólo la vitalidad del líder puede brindar a una gobernabilidad nunca eximida de confrontación, pero que tenía en el carisma de Chávez su atenuante más efectivo.
Una larga convalecencia, que además de esconder una extroversión forzosamente silenciada, ocultaba un creciente temor a la autonomía política para decidir sin la anuencia del líder supremo. El país permaneció por meses atento y estancado a una sala de espera. Al fin y al cabo fueron más de 14 años de una “revolución” que nunca vio contradicción alguna, en mostrar un talante tan personalista como los socialismos del siglo XX; realidad patente incluso con su partido (PSUV) que sobrevivió sus primeros años sin estatutos, ni elecciones de sus dirigentes, pero sí con un marcial Comité Disciplinario.
Hoy yace embalsamado un líder que hizo una revolución en la que la erosión del mal desempeño institucional, pocas veces implicó desafecciones a su carisma. Nunca como hoy, el no negociar políticamente tuvo tanto respaldo popular. Y es aquí dónde radican los cuestionamientos sobre el sostenimiento del Gobierno más allá de la existencia de Chávez.
A día de hoy continúan apremiantes problemas de calado popular como la inseguridad ciudadana, desabastecimiento, inflación, corrupción. Sin embargo, el manejo de “precampaña” que se le ha dado a la enfermedad y desaparición de un presidente hace suponer que ante un inminente escenario electoral, la delegación del chavismo es lo suficientemente fuerte para hacer presidente a Nicolás Maduro.
El llamado chavismo sin Chávez nos ha mostrado su capacidad de lealtad, movilización y cohesión, pero también su ferocidad contra la discrepancia, su carácter inconstitucional y su animosidad supra-institucional. Y con estas credenciales asume el legado de un mito refundacional de la noción más premoderna de la patria, para garantizar la perpetuidad de un sistema político en el cual la alteridad seguirá figurando exclusivamente al momento de las acusaciones en el banquillo.
Ese mismo chavismo sin Chávez, que ya tuvo a principios de año su primera dura decisión en la devaluación de la moneda, tendrá que lidiar con las faraónicas promesas electorales del 2012. Sin la orientación del líder deberán renovar autoridades de otros poderes públicos, y contener la conflictividad laboral propia de la entrada en vigor plena de la Ley Orgánica del Trabajo, especialmente con los funcionarios, que se han duplicado en 14 años.
En este contexto, estas inminentes reformas muy probablemente serán planteadas tras relegitimarse electoralmente, aprovechando al máximo la emocionalidad y la apología mesiánica de la “última lucha” del “Cristo de los pobres”. Pues si bien no ha habido político que haya repartido tantos cheques de una colosal renta petrolera sin precedentes en la historia del país, no fueron firmados sin exigir nada a cambio. Entretanto la oposición no ha sabido metabolizar el impacto de la derrota electoral de octubre, ni ha conseguido construir una agenda política autónoma ante la muerte de Chávez. Por lo que los cambios del futuro próximo pasan más por lo que suceda en el chavismo y no por lo que haga la oposición. Es por ello que vendrán tiempos de reactividad a la crítica, de disminución de espacios para la creatividad de nuevas estrategias para la oposición, de solidaridades dogmáticas y muy probablemente tiempos difíciles para la coexistencia en un país hondamente dividido. Lo que evidencia que el personalismo político del siglo XIX latinoamericano muestra con solvencia su ascendencia comunicacional y su vigencia cultural también en el siglo XXI.
Xavier Rodríguez Franco, politólogo hispanovenezolano. Magíster en Estudios Latinoamericanos y director de la oenegé Entorno Parlamentario (Caracas)