Socialdemocracia en un solo país

En el nuevo sistema de partidos parece evidente que sólo una coalición entre dos o más de estos podrá asumir el Gobierno de España tras las próximas elecciones. También es razonable pensar que, pese a que en política la palabra nunca carece de sentido, es improbable que se produzca una alianza entre el Partido Popular y Podemos y más fácil una alianza entre Ciudadanos y populares que entre aquellos y los socialistas. Nacionalismos aparte, la divisoria política fundamental sigue siendo la vertical entre derecha e izquierda y no, como se ha pretendido, la basada en una absurda distinción horizontal entre casta y pueblo. Eso es lo que resulta de sus programas y así es como, según todas las encuestas, lo ven los españoles.

Cada uno de los dos partidos situados a ambos lados de esta divisoria se ve así obligado a un doble enfrentamiento: con los dos que ocupan la otra mitad del panorama y con el que comparte la suya. Para vencer en el primero, han de contar con este, con el que sin embargo han de luchar si quieren conservar o alcanzar la hegemonía dentro del propio bando. Se produce así una inevitable divergencia entre táctica y estrategia; para alcanzar el poder, el objetivo táctico, todos los partidos han de recurrir a argumentos que subrayen el paralelismo con el posible socio en una eventual coalición, argumentos que, por el contrario, obstaculizan el objetivo estratégico de ser la fuerza dominante dentro de ella. Esta divergencia se da en todos los casos, pero es más acentuada en los partidos nuevos que en los viejos y más visible en la izquierda que en la derecha.

En el debate actual se hace mucho uso de argumentos formales y organizativos, pero unos y otros tienen un alcance limitado. La simpatía por el alcalde (o alcaldesa) que use el transporte público o la bicicleta en lugar del coche oficial no asegura la aprobación de su gestión y el propósito de “abrir” el partido a la sociedad y de luchar enérgicamente contra la corrupción (que dicho sea de paso no impidió el hundimiento de UPyD) es ahora compartido por todos y su firmeza sólo puede valorarse en la práctica. Los argumentos potentes son los sustanciales, los que ensalzan la bondad de las soluciones que el partido propone para los problemas de todo género presentes en nuestra vida pública. Muchos y de muy diverso género, pero entre ellos sin duda, en muy primer lugar, el de la crisis del Estado social.

Desde 1945 hasta la penúltima década del siglo pasado, el Estado social o de bienestar ha sido el modelo de Estado imperante en todas las democracias europeas, aunque no todos los partidos que las gobernaban lo entendiesen del mismo modo. A partir de los años ochenta, este modelo ha sido rechazado por el neoliberalismo radical o transformado por el liberalismo compasivo en una especie de Estado benefactor que, por razones éticas o puramente pragmáticas se limita a la ayuda a los más necesitados, a la protección social. En su versión socialdemócrata, la idea de Estado social, que debe mucho al revisionismo de Bernstein, va mucho más lejos: no pretende, como el socialismo, eliminar la economía de mercado y el capitalismo, pero tiene como objetivo principal reducir hasta el mínimo posible las desigualdades que este genera, sustituir la justicia de mercado por la justicia social.

Los dos grandes partidos de nuestra izquierda se proclaman ambos socialdemócratas. El PSOE se convirtió resueltamente a la socialdemocracia en 1979; la conversión de Podemos es más reciente, pues haya sido la que haya sido su relación con el Gobierno de Venezuela, la obra teórica de algunos de sus dirigentes está más en la línea del socialismo del siglo XXI propugnado por el presidente Chávez y que, como todos los intentos de realizar el socialismo en un solo país, ha sido desastroso para la economía y no bueno para la libertad. La evidencia del desastre obliga a pensar que la conversión, aunque tardía, es sincera.

Para enfrentarse a una coalición encabezada por el Partido Popular, al PSOE y a Podemos les basta con proclamarse socialdemócratas; para diferenciarse el uno del otro, han de matizar la similitud proponiendo formas distintas de entender la socialdemocracia, equilibrios diferentes entre crecimiento e igualdad, entre el incremento de la renta total de la sociedad y la intensidad de su redistribución.

El margen disponible para llevar a cabo esta tarea es sin embargo muy estrecho, pues si bien la flexibilidad de la socialdemocracia hace posible realización dentro de un solo país, la racionalidad propia del mercado le impone límites infranqueables. No tan absolutamente rígidos, sin embargo, que una sociedad solidaria no pueda hacerlos retroceder más que otra que no lo es, o que dejen más margen de libertad a un espacio económico grande que a otro pequeño.

El grado de solidaridad realmente existente en nuestro país es un dato del que los políticos socialdemócratas han de partir. Pueden y deben fomentarlo, pero no ignorar que según todos los indicadores es sensiblemente inferior al de la sociedad danesa. Como ha de admitir que, fuera del espacio económico europeo, sería difícil mantener en su nivel actual la renta nacional de España y en consecuencia, aunque su distribución fuera más justa, todos seríamos más pobres. De lo que se sigue la necesidad de aceptar las limitaciones de la soberanía que la pertenencia a la Unión nos impone.

Pero aquí es donde empieza lo grave, porque esta limitación de la soberanía de los estados nacionales conlleva la de la democracia, que hasta ahora sólo ha existido en ese marco y no se da sólo dentro de la Unión, sino también fuera de ella. Alexander Somek llama “dogma favorito del europeísmo liberal”, al razonamiento que atribuye esta limitación de la democracia no a la impotencia, sino a la merma de su legitimidad, pues el procedimiento democrático no es legítimo cuando las decisiones que produce afectan de manera sustancial a quienes por definición no toman parte en el, pero su ámbito de aplicación potencial es mucho más amplio. Es un principio del constitucionalismo postestatal que explica la legitimidad de poderes como los del Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial de Comercio, no por su origen, sino por la racionalidad de sus decisiones. La acerada crítica que Somek hace de ese dogma en su último libro no se centra sin embargo en la incorrección del razonamiento, sino en su incomplitud, pues la legitimidad tecnocrática puede convivir con la democrática, pero no sustituirla, ya que sólo la democracia permite que los más débiles hagan valer su deseo de igualdad.

Más allá de la retórica, las únicas diferencias serias entre los distintos modos de concebir la socialdemocracia son las que resultan de la solución que se propone para conciliar la tensión entre economía de mercado y democracia, que se proyecta en la tensión entre la Unión Europea y los estados.

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.

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