Socialdemocracia, espejo roto

La socialdemocracia está en crisis, especialmente allí donde más se ha desarrollado: Europa occidental. Los partidos socialdemócratas no parecen tener respuestas actualizadas para buena parte de los problemas y retos de las sociedades actuales. En el centroizquierda se detecta un desconcierto teórico, una inoperancia práctica, un desasosiego político y moral. Se mantienen posiciones defensivas, desde una debilidad estructural, que también tienen consecuencias para el proyecto político europeo. Obviamente, sigue habiendo diferencias entre la socialdemocracia de los distintos países, tanto en los lenguajes como en las acciones, pero predomina el aire de familia de un bloque erosionado que pugna entre la resistencia, la retirada y una renovación que no se avista prácticamente en ningún sitio.

Los motivos o causas de esta crisis socialdemócrata son diversos. Algunos se basan en factores externos (crisis económicas, globalización, fragmentación social y cultural), pero otros están relacionados con los límites intelectuales de la propia tradición –productivismo, estatalismo, nacionalismo de Estado, dualismos conceptuales rígidos... Límites que no facilitan una adaptación a fenómenos como la internacionalización, la multiculturalidad, el pluralismo nacional o el ecologismo global.

Los grandes momentos de la socialdemocracia fueron los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Buena parte del continente se tenía que reconstruir. Era un buen momento para los consensos. Y los planteamientos keynesianos parecían hacer compatibles los valores y objetivos económicos de crecimiento y aumento de la capacidad de consumo, con los valores y objetivos de combate contra la pobreza y las desigualdades sociales. El producto fueron los estados de bienestar y la incorporación de una “tercera oleada” de derechos (después de los derechos cívicos y democráticos) en las constituciones de la segunda posguerra. La socialdemocracia fue un actor clave, decisivo, en este proceso.

Como se sabe, el panorama general cambió a partir de los años ochenta del siglo XX, y se ha radicalizado a partir de la crisis económica y financiera actual. Mientras que la socialdemocracia dirigió el enfoque socioeconómico dominante en las primeras décadas de la segunda posguerra –también cuando gobernaban partidos democristianos, liberales o conservadores, en las cuatro últimas décadas ha pasado lo contrario: la hegemonía ha pasado al centroderecha –cuando la socialdemocracia ha gobernado ha aplicado políticas similares a las de sus rivales. A partir de los años ochenta buena parte de los estados europeos tuvieron que hacer frente a problemas estructurales –sectores productivos ineficientes, excesiva burocratización, crecimiento constante de las demandas al sistema... El sindicalismo perdió posiciones y se produjo más implicación de nuevos actores sociales. Y con el proceso de desregulación de los noventa y del peso creciente de la economía financiera sobre la productiva –que hace más rentable a corto plazo la inversión en mercados financieros– en la práctica se impulsó “la economía de las burbujas” (valores tecnológicos, construcción), una ficción bajo la apariencia de realidad controlada. Durante años, casi todos los actores políticos y económicos fingen que las cosas “van bien” por interés inmediato, aunque la deuda pública y privada se disparan. Los puestos de trabajo se crean sobre una bola de aire creciente. Hasta que las burbujas estallan y se desenmascara la gigantesca “tomadura de pelo sistémica” que es la crisis actual que están pagando, sobre todo, los peor situados de la sociedad.

Mirando al futuro, el paro se percibe como estructural y el aumento de la productividad muestra sus límites. Ya no parece que crecimiento de salarios y de beneficios resulte compatible. Los mercados vuelven a “distribuir” desigualdades y la nueva lógica no parece armónica con fuertes “redistribuciones” internas. Los servicios públicos se erosionan. Las esperanzas han cambiado de lugar y de referentes. A escala global vemos cómo las desigualdades aumentan y cómo Europa se empequeñece. Los estados compiten, especialmente a través de las exportaciones, y marginan los proyectos de institucionalización internacional. La globalización económica y tecnológica ha convertido a los gobiernos europeos, excepto (quizás) Alemania, en actores secundarios. Los líderes europeos no creen en Europa. Y los populismos están en el horizonte. Esta evolución de los años recientes no es ninguna buena noticia para la mayoría de los ciudadanos europeos. Los estados de bienestar han sido una de las principales conquistas de todo el periodo contemporáneo. Sin embargo, las tendencias globales parecen de momento irreversibles.

El primer paso para una renovación de la izquierda europea es no engañarse en el análisis y diagnóstico de la situación actual y de sus tendencias. Hay que ser realista y aceptar que el discurso socialdemócrata clásico, de carácter estatalista, ha quedado precipitadamente envejecido y que los “buenos tiempos socialdemócratas” no se repetirán bajo las fórmulas del pasado. El contexto socioeconómico global ha girado en contra de los presupuestos socialdemócratas. La segunda posguerra fue un paréntesis del que se derivaron derechos, instituciones y servicios que hay que conservar al máximo, pero no sirve de casi nada mirar al pasado. Resistir es una necesidad, pero no es un programa. Es un tema grave, estructural, que a medio plazo puede afectar a los ciminetos de las democracias. Los espejos rotos no se reconstruyen. Es mejor hacer otros nuevos.

Ferrán Requejo, catedrático de Ciencia Política en la UPF; ferran.requejo@upf.edu

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