Socialismo + Europa

Sostengo que resulta imprescindible diferenciar lo que ha sido la experiencia socialdemócrata en Europa durante la segunda mitad del siglo XX de aquello que denominamos socialismo democrático. Aunque suena igual y lo primero parece casi una derivada o abreviatura de lo segundo, no es lo mismo. Y no lo es porque mientras el socialismo es una corriente de pensamiento que viene de lejos, cuyo eje central es la idea de igualdad como principio y objetivo, la socialdemocracia, en cambio, no es propiamente una ideología. Debemos entenderla como la realización en un momento determinado de los valores de progreso y justicia del socialismo en perfecta simbiosis, eso sí, con el liberalismo político y la defensa de la democracia como un fin en sí mismo.

Por eso creo que es importante separar ya lo uno de lo otro. Separar en el doble sentido de diferenciar y de dar importancia. No me cabe ninguna duda de que la experiencia socialdemócrata ha sido muy prolífica: conoció un gran éxito durante tres largas décadas, hasta mediados de los años 70 del siglo XX, y alcanzó un consenso enorme, hasta el punto de que incluso los conservadores británicos anteriores a Margaret Thatcher no tenían ningún reparo en hacer vivienda protegida. Por otro lado, es justo reconocer que, si bien el socialismo democrático (enfrentado ya al comunismo) fue el ingrediente fundamental de la fórmula socialdemócrata europea, hacia ella convergieron también otras culturas políticas, como la liberalprogresista o la democristiana.

Como es sabido, el consenso socialdemócrata ha ido rompiéndose hasta hacerse añicos. Primero fue la constatación de que la crisis económica de los 70 no podía solucionarse a corto plazo estimulando la demanda desde el importante sector público, sino que había problemas de productividad de la economía europea que exigían innovación y mejoras tecnológicas. Segundo, porque los conservadores vieron en la crisis, el paro y las protestas sindicales una ocasión de oro para frenar el dominio ideológico y cultural de la izquierda, muy marcado hasta entonces. Empezó, pues, una ofensiva contra el excesivo papel del Estado, al que se descalificó como agente regulador, mientras iba in crescendo un elogio de los mercados y de la iniciativa privada. Tercero, el fin de la guerra fría y el hundimiento de la URSS marcó una frontera decisiva, el final del corto siglo XX. Con la desaparición del bloque soviético se produjo el triunfo del capitalismo anglosajón, del modelo norteamericano como referencia universal, y se inició el llamado consenso de Washington: las políticas neoliberales fueron impuestas en todo el mundo, y poco a poco también llegaron a Europa, exigiendo mercados laborales flexibles, desregulación y la disminución del Estado del bienestar. Y cuarto, a finales del siglo XX la globalización económica se intensificó y el crecimiento de los mercados financieros alcanzó proporciones incontrolables. Desde entonces y hasta hoy, el retroceso de las posiciones socialdemócratas ha sido una constante, incluso contando con los intentos de adecuación que impulsaron en los años 90 Tony Blair y Gerhard Schröder.

En resumen, la izquierda reformista abrazó de una manera demasiado acrítica el capitalismo de la globalización, legitimó cambios fiscales que debilitaron la lógica redistributiva y perdió su identidad: la cultura transformadora. Frente a la agresividad ideológica neoliberal que exhibían los partidos conservadores, la izquierda cayó en la trampa de la llamada ley de Hotelling, conforme a la cual conviene siempre desplazarse hacia el centro para capturar votos del adversario. A corto plazo es cierto, pero a la larga es suicida porque a medida que parecen esfumarse las diferencias el votante de izquierdas pierde motivación. En este escenario era muy difícil que el estallido de la crisis financiera en EEUU en el 2008, que rápidamente se extendió a todo el mundo, nos acabase devolviendo a esquemas socialdemócratas. De manera que, pese a la evidencia de que el capitalismo debía ser refundado, las derrotas electorales de la izquierda continuaron en toda Europa, pues su credibilidad estaba muy dañada. Está por ver si la victoria de François Hollande es ya la señal de un cambio o solo una excepción ligada a variables locales.

Estoy convencido de que el relanzamiento del proyecto socialista se producirá, pero sobre unas nuevas bases, porque el mundo que hizo posible el consenso socialdemócrata ya no existe. Avanzamos hacia un capitalismo hiperglobalizado que pone en cuestión la democracia política. La izquierda europea necesita hoy una nueva narrativa. Primero, porque la lógica económica no es inexorable, como tampoco lo es la globalización a ultranza ni el imperativo de unos mercados cada vez más libres. Y segundo, porque la construcción política y social de Europa es lo único realmente importante y decisivo, tal como nos recordaba Martin Schulz. El proyecto europeo ha de ser la divisa de los socialistas y los liberalprogresistas sobre el que fundar otro consenso: el único que garantiza un futuro con dignidad a la sociedad europea.

Joaquim Coll, historiador.

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