Socialismo perdido

La conferencia política que el PSOE celebró hace diez días brindó un escenario idóneo para su catártico reencuentro con el PSC. Las diferencias a cuenta del derecho a decidir, que habían dado lugar poco antes a una votación divergente entre los diputados socialistas catalanes y el resto del grupo parlamentario en el Congreso, parecieron disiparse ante la evidencia de que ambas formaciones se necesitan mutuamente. El socialismo español no puede aspirar a la alternancia en el Gobierno central sin el concurso del catalán, y este tampoco está en condiciones de soltar amarras respecto a aquel sin provocar mucho más que desconcierto en buena parte de los votantes que lo han seguido apoyando. El nuevo ciclo electoral, que dará inicio con las europeas de la próxima primavera, es un argumento realmente persuasivo tanto para el PSC como para el PSOE. Sería malicioso suponer que el reencuentro de la conferencia política salió al paso de la llamada de Alfonso Guerra para que el PSOE contase con una organización propia en Catalunya, pero sin duda orilló semejante idea. Aunque lo verdaderamente malicioso es colegir que a través de un café compartido con Rubalcaba, Díaz y Fernández, Navarro convirtió al PSC en la federación que reclamaba Guerra.

Pero la obviedad no despeja los interrogantes que atenazan a los socialistas de Catalunya. Sabemos que el PSOE los necesita hasta para continuar en la oposición. Pero la pregunta inmediata es si los necesitan los catalanes, cuánto y sobre todo para qué. El efecto más perverso del entusiasmo soberanista es que ha reducido los problemas que aquejan a una sociedad tan diversa y los anhelos o aspiraciones que albergan sus ciudadanos a una única cuestión: la redentora búsqueda de un Estado propio, o poco menos. Todo lo demás ha quedado subsumido en el logro de la gran solución. Tal dinámica ha ido achicando el espacio político total y el particular de cada formación parlamentaria. La idea dominante de que Catalunya está irremisiblemente abocada a la independencia, admitiendo si acaso que la única disyuntiva se refiere al recorrido más conveniente del rodeo formal que precisaría el empeño, genera un efecto de embudo identitario.

A pesar de las apariencias demoscópicas, el achique de espacios no sólo afecta a las dos formaciones que se están viendo más mermadas en sus expectativas de voto por el entusiasmo soberanista, CiU y el PSC. También repercute en las fuerzas emergentes, aunque se sientan en ventaja. La declaración de Oriol Junqueras, luego matizada, de que en pos del objetivo soberanista se podría promover la paralización económica de Catalunya para mostrar su peso respecto a España evidenció que es imposible persuadir mediante hechos consumados al otro sin perjudicarse uno mismo. Las cuidadosas maneras que Ciutadans despliega para incrementar día a día el favor del público acaban anulando, también día a día, sus posibilidades de ofrecer alternativas a asuntos que no deriven de las cuitas identitarias.

Preguntarse en democracia sobre si los catalanes tienen necesidad de los socialistas del PSC resulta inadmisible fuera del escrutinio electoral. Pero sirve para destacar el vacío político que suscita el mientras tanto. El desenlace posible se presenta tan incierto que los movimientos preparativos o preventivos de eso que no se sabe si será, o qué será y cuándo, lo acaparan todo. El foro público no deja sitio para nada más. El resto de los propósitos que alberga el PSC quedan neutralizados ante su último aprieto: la iniciativa de los demás grupos partidarios del derecho a decidir de vindicar el 150.2 de la Constitución para traspasar a la Generalitat la prerrogativa de convocar consultas. Si el PSC no se hubiera ido debilitando tanto en el plano electoral como en cuanto a su entereza orgánica, cabría preguntarse si el debate sobre la materialización de ese derecho podría dar como para dos PSC. En otras palabras, y volviendo a la pregunta inadmisible, si los catalanes necesitan dos partidos socialistas; aunque no sean exactamente los que querría Alfonso Guerra. Nada es inocuo en política, y todo lo que se hace o se omite entraña efectos de diverso orden, muchas veces imprevistos. Cada iniciativa en torno al derecho a decidir busca también que los demás se retraten, e incluso que aparezcan descolocados. De modo que aunque no se logre el objetivo enunciado –por ejemplo, la competencia sobre consultas– alguien creerá haber avanzado posiciones a costa de algún otro. Hoy todos miran al PSC con tanta codicia que sólo saldrá indemne del acoso si el PSOE regresa pronto al gobierno de España. De lo contrario, y haga lo que haga, puede estar perdido.

Kepa Aulestia

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