Socialismo y nacionalismo

Las izquierdas españolas, esto es, los descendientes de los centralistas liberales de principios del siglo XIX, apoyaban ahora los movimientos autonomistas [...]. Pero en esta política entraba en buena proporción el oportunismo. Los republicanos pedían autonomía para Cataluña con miras a ganar a esta región para la causa republicana. Los partidos obreros también se adherían con mayor o menor entusiasmo al principio autonomista». Esto lo escribía hacia 1970, en un librito titulado La unidad nacional y los nacionalismos españoles, Antonio Ramos Oliveira, el mejor pensador que ha tenido el socialismo español, refiriéndose a los años de la Segunda República. Pero sus palabras son plenamente aplicables a la situación actual. En concreto, si se sustituye la palabra «republicanos» por «socialistas», Ramos Oliveira, que murió exiliado en México en 1975, caracterizaba perfectamente, con una anticipación de cuarenta años, la política de José Luis Rodríguez Zapatero en su primera legislatura, en la que no paró hasta conseguir que el Parlament de Cataluña excretara ese absurdo tercer Estatut, que, aun con los recortes introducidos por el Tribunal Constitucional, sigue siendo un cuerpo extraño dentro del ordenamiento jurídico español. Sin embargo, su aprobación aseguró a los socialistas el apoyo masivo del nacionalismo catalán y permitió que Zapatero fuera reelegido en 2008, algo que no hubiera conseguido sin los votos que, gracias a su apoyo al Estatut, arrebató a Convergència y a Esquerra. Esta mezquina argucia electoralista y «oportunista» tuvo éxito en sus propios términos, pero a los españoles, y en primer lugar a los socialistas, nos está costando ahora sangre, sudor, lágrimas, y mucho dinero.

Como señalaba Ramos Oliveira, las izquierdas españolas llevan muchos años traicionando su ideario en pos de un espejismo electoral que puede lograr réditos a corto plazo, pero que a plazo medio es sencillamente suicida. Citándole de nuevo, «el autonomismo de los socialistas era una concesión a la clase media o burguesía nacionalista de las regiones. Sin embargo, el nacionalismo no seduce al proletariado en cuanto clase, quizás porque es contrario a su interés». Nada más cierto: el nacionalismo es contrario al interés de las clases trabajadoras catalanas, que se ven empujadas a lo más bajo del sistema educativo por la imposición del catalán, imposición que además les hace más difícil integrarse en el mercado de trabajo español. Por si fuera poco, el gasto desaforado que los gobiernos nacionalistas dedican a la agitación y propaganda detrae perceptiblemente de la inversión en sanidad y educación, que en la Cataluña de CiU es notablemente baja, en perjuicio especialmente de esas mismas clases trabajadoras. Nada tiene de extrañar la creciente desafección del electorado socialista catalán hacia el que tradicionalmente había sido su partido, al que ahora ven como una mala (y dividida) copia de los partidos de la «burguesía nacionalista».

¿Cómo se explica esta tendencia autodestructiva en un partido con la solera del PSOE, con mucho el más antiguo de España, con una historia de 135 años? No basta con invocar la tosca astucia pueblerina y el continuo pasarse de listo de su último jefe de Gobierno, porque Zapatero fue más consecuencia que causa de la profunda desorientación del socialismo español. Victoria Prego lo ponía de relieve no hace mucho en estas páginas al analizar los manifiestos electorales de los recientes aspirantes a la secretaría general, que, además de ser vagos e incongruentes, chocaban con el último programa del partido. Gran parte de la explicación de estas indefiniciones está en el escaso nivel intelectual de los líderes del socialismo español, que con la excepción de Ramos Oliveira y muy pocos más, han pensado siempre a remolque de otros socialistas europeos, como, por supuesto, Marx, y además Jaurès, Guesde, Gramsci, Althusser, Beveridge, Laski, Gorz, etcétera. Un partido con tan pobre bagaje ideológico (a pesar de los loables pero infructuosos intentos que se hicieron con el en su día tan cacareado programa de Socialismo 2000) sufre ahora una grave crisis ante los retos sociales del siglo XXI; pero es una crisis paradójica, derivada del propio éxito del socialismo en los planos internacional y nacional.

El socialismo europeo tuvo, a principios del siglo XX, la necesaria vitalidad y entereza intelectual para deshacerse de dogmas marxistas como la lucha de clases y el ideal de la revolución violenta, y para adoptar el programa reformista socialdemócrata, basado en la democracia y el Estado asistencial. Este programa se cumplió punto por punto tras las guerras europeas. Tras la Primera Guerra Mundial se generalizó el sufragio universal, los partidos socialistas llegaron a los parlamentos y los gobiernos, y se comenzó a sentar las bases del Estado asistencial. Tras la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que se reconstruía Europa, se desarrolló plenamente lo iniciado en los años 20 y 30 en materia social. Hoy, gracias en gran parte al sufragio universal y al apoyo de amplias mayorías, está asentado en Europa un Estado de bienestar que no tiene parangón ni en la historia ni en el resto del mundo. El programa tradicional del socialismo se ha cumplido y tiene amplísima aceptación. Sólo niveles extraordinarios de abuso y corrupción pueden ponerlo en peligro.

Sin embargo, uno de los problemas que aquejan al socialismo español es que muchos de sus dirigentes se consideran autores y propietarios del sistema de bienestar y, como tales, autorizados para saquearlo a placer. (En tal atribución, dicho sea de paso, se equivocan a su favor: gran parte del Estado de bienestar español ya funcionaba en 1982, cuando los socialistas llegaron al poder, gracias en buena medida al esfuerzo de los gobiernos de Adolfo Suárez). Pero las consecuencias del saqueo están a la vista: los electores decepcionados se vuelven hacia otras organizaciones de izquierda, por disparatadas y extravagantes que puedan resultar, como Podemos en España; parecida decepción produjo hace unos años en Italia el vuelco hacia el aún más histriónico movimiento Cinco Estrellas. Otra prueba de la desorientación lamentable de estas izquierdas nuestras es que su reacción inmediata ante la aparición de un peligroso competidor no consiste, como sería lógico, en poner de relieve las diferencias programáticas que las separan de un admirador del «socialismo bolivariano» -cuyos resultados están a la vista de cualquier lector con un mínimo de información-, o de un portavoz del Irán de los ayatolás, sino, vergonzosamente, en tratar de dar gato por liebre a sus electores haciéndose pasar por una colección de demagogos irresponsables.

Pero más grave a la larga para un partido como el socialista, cuyo programa de revolución pacífica se ha cumplido en su totalidad, es que deja de tener razón de existir, a menos que sea capaz de renovarse profundamente, para lo que hemos visto que le faltan las herramientas intelectuales; si no, una alternativa pudiera ser dedicarse a administrar escrupulosa y honradamente las instituciones que su propio programa ha creado. Sin embargo, como vemos, esto parece más difícil de lo que fuera de esperar. La tentación apropiatoria es muy fuerte. Otra alternativa, atractiva pero muy peligrosa, que el socialismo español ha adoptado, es convertirse en un partido no sólo defensor de la mayoría oprimida, que en realidad ya no existe, sino de unas más o menos reales minorías oprimidas, que pueden acarrear un complemento de votos a los que aportan los seguidores de la gloriosa, pero ahora aburrida, socialdemocracia. Y en esa búsqueda de minorías oprimidas se ha topado el socialismo con los nacionalismos periféricos, con esa «clase media o burguesía nacionalista de las regiones» de que hablaba Ramos Oliveira. Pero esa pretendida «minoría oprimida», mucho más rica que la figurada «mayoría centralista opresora», ha resultado ser capaz de oprimir más y mejor a los que no comulgan con sus dogmas y sus mitos, y no está nunca dispuesta a agradecer favores, todo lo contrario. Los victimistas no acostumbran a ser agradecidos. Y así se han encontrado los socialistas sufriendo el rigor de aquellos a quienes pretendían ayudar. «Quien da pan a perro ajeno pierde el pan y pierde el perro», como dice el refrán y dicho sea sin ánimo de ofender. El partido socialista ha dado demasiado pan al nacionalismo y ahora se encuentra sin pan y sin aliados; se asemeja al trapecista que ha dejado un columpio y no alcanza el otro: para unos, nunca será genuinamente nacionalista; para otros, ha traicionado a su ideario fundamental. Ha perdido sus señas de identidad, dando así alas al separatismo y a las izquierdas desmelenadas (o coletudas). Suicidándose él nos está suicidando a todos.

Gabriel Tortella es historiador y economista, autor, entre otros libros, de Los orígenes del siglo XXI.

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