Hace 30 años ETA y la izquierda abertzale pusieron en marcha al unísono su última táctica para intentar imponerse mediante el recurso a la violencia sistemática. Lo conocemos como la «socialización del sufrimiento», aunque la fórmula admitía diversas variantes que vienen a significar lo mismo. «Extender» o «repartir» el dolor son intenciones que aparecen explícitamente desde mediados de los 90 en comunicados y declaraciones en su prensa afín. Veamos algunos ejemplos: «Hasta ahora solo hemos sufrido nosotros, pero están viendo que el sufrimiento comienza a repartirse» o «nos va a tocar sufrir, pero ese sufrimiento lo vamos a compartir con ellos» (Joxe Mari Olarra); «Esta situación de violencia algunos la estamos viviendo y sufriéndola hace años; a otros les está tocando vivirla más de cerca ahora» (Tasio Erkizia); «¿Cuál es la solución? Socializar las consecuencias de la lucha» (Joseba Álvarez); «O se soluciona el conflicto o se agudiza» (carta dirigida al PNV por militantes del abertzalismo radical). La propia ETA advirtió tras matar a Gregorio Ordóñez: «Los políticos profesionales han entendido que las consecuencias de la prolongación del contencioso afectarán a todos». Era una manera de decir que o nos dais lo que queremos (autodeterminación, amnistía, independencia) o vamos a ser muy malos porque en el fondo vosotros sois peores.

Documentar todo esto es imprescindible porque tiende a diluirse con el tiempo. No se trata de vivir anclados al pasado, no podemos fustigarnos constantemente con él, pero mientras no hagan una autocrítica profunda y sincera, no solo por lo que hacían los comandos de ETA, sino también por las miserables afirmaciones y actos de muchos simpatizantes a su alrededor, habrá que afeárselo constantemente.
Cuando intentamos explicar por qué acabaron así, lo hacemos mediante metáforas como el «cartucho final» o una «huida hacia adelante». La violencia deshumaniza al que la practica. El Pacto de Ajuria Enea (1988) había mostrado la soledad política de Herri Batasuna (HB), aislada en su maximalismo, que la persuadía de estar en guerra con el Estado. La detención de la cúpula de ETA en Bidart (1992) fue un golpe operativo mayúsculo. La campaña pacifista del lazo azul por la libertad de los secuestrados (1993) comenzó a disputar su control del espacio público. Los demócratas interpretaban estos hechos como hitos del debilitamiento progresivo del entramado que sostenía al terror. Pero, en su lógica desquiciada, para el mundo radical significaba un aumento de la represión. Así que, pensaron, si el otro nos golpea duro, no vamos a ser menos: responderemos proporcionalmente.
Con esos mimbres, sintiéndose las auténticas víctimas, se lanzaron en una escalada inédita a asesinar a políticos del PP, y enseguida del PSOE y de UPN; a cometer miles de actos de violencia callejera; a acosar al conjunto del constitucionalismo vasco y navarro, incluyendo sus líderes intelectuales; a poner en el punto de mira a jueces, funcionarios de prisiones, ertzainas; a quemar batzokis... Además de continuar su espiral homicida contra sus objetivos de siempre, incluyendo guardias civiles, policías nacionales y militares. «Todos los terroristas del mundo creen ser contraterroristas que se limitan a replicar a un terror anterior», explicó Tzvetan Todorov en El miedo a los bárbaros. Cuando te convences de que es el otro el que te odia y machaca, te preparas para hacer exactamente eso. Hoy lo vemos en diferentes partes del mundo, empezando por Rusia.
Recordarlo hoy es importante por varios motivos. Primero, porque hace nada una parte de nuestros conciudadanos carecía de libertad, arrebatada ante la indiferencia de muchos. Si ocurrió hace poco, no cabe negar que podría volver a pasar; quizás no un calco, quizás con otros protagonistas, pero sí con consecuencias parecidas. Ojalá la historia fuera magistra vitae, pero nunca aprendemos la lección.
Segundo, tiende a ignorarse la matriz totalitaria que hay detrás de ciertos comportamientos. Izquierdas y derechas debieran denunciar con especial ahínco, sin sectarismos, los desmanes cometidos por extremistas en su nombre, en vez de relativizarlos y fijarse en los de enfrente. No fue cosa de algunos descarriados que fueron demasiado lejos. Miles de personas estuvieron implicadas en cometer, sostener y justificar todo tipo de salvajadas contra sus vecinos, a los que, de forma premeditada y coordinada, procuraron expulsar del país. «Zamarreño, estás muerto», le gritaban desde los balcones y en llamadas amenazantes al honrado concejal del PP en Rentería Manuel Zamarreño. Él, indefenso, lo sabía. A su perro, según su hija Naiara, le decía: «Qué poco le queda a tu dueño». Qué culpa tendría Manuel, y tantos con él, del conflicto que decían padecer sus verdugos.
Tercero, los afectados no tuvieron suficiente apoyo. Dado que no podemos dar marcha atrás y corregirlo, al menos hay que escuchar sus historias, aunque sean incómodas, y reconocer el sacrificio que hicieron por todos nosotros. Gogora, el instituto de la memoria dependiente del Gobierno Vasco, ha organizado hace poco un acto donde más de 400 estudiantes de Secundaria escucharon a varias víctimas de la «socialización del sufrimiento». Es una iniciativa positiva. Sería todavía mejor introducir esos testimonios de forma sistemática en los centros de enseñanza, cosa que corresponde a las autoridades educativas.
Leer la prensa de la izquierda abertzale, no la de hace 15 años, sino la de hoy en día, es una magnífica vacuna contra ingenuidades: adolece de una nula preocupación hacia los damnificados por ETA, una constante atención a los presos de la banda, una transferencia de culpabilidad a sus adversarios tradicionales y, en lo que respecta a aniversarios como el de la «socialización del sufrimiento», procura correr un tupido velo como si nada hubiera pasado o detenerse en aspectos que les resultan cómodos, como la división de los partidos a la hora de conmemorarlo. Ahora nos cuentan que, como la expresión «socialización del sufrimiento» no aparece tal cual en Oldartzen (la ponencia aprobada por la militancia de HB a finales de 1994), todo es mentira. En un documento público como aquel no iban a confesar que sentían la necesidad de matar a políticos y periodistas. Pusieron que había que pasar a la «ofensiva».
Intentarán diluir su responsabilidad, hablarán de manipulaciones de la maquinaria mediática, de fabulaciones para desprestigiar a la izquierda abertzale, pero la verdad de lo ocurrido está en las víctimas. El asesinato de Manuel Zamarreño, y el de cientos de personas con él, y los más miles de heridos y amenazados en un bullying a gran escala, no fueron un relato, fueron un hecho. El macarra del instituto es un frustrado sin causa. Por el contrario, el bullying del nacionalismo vasco radical se debía a un frío cálculo político: creerse en posesión de la verdad absoluta y usar la fuerza como herramienta para dominar. Matar por ideales no es eximente, sino agravante.
Reyes Mate escribió que «socializar el terror» es una de las frases más despiadadas jamás pronunciadas, pues contraviene la tradición humanitaria que habla de aliviar el dolor o de compadecerlo. La degeneración moral está ya en el primer asesinato (1968), cuando cruzaron la «línea invisible». Pero hay otra degeneración en el hecho de que los que se creían los más puros, revolucionarios y libertadores acabaran atravesando todos los límites que ellos mismos se habían impuesto hasta terminar atemorizando a cualquiera que no pensara igual, llevándose por delante a concejales de pueblo, ertzainas de tráfico, etc. Debería ser una lección de cómo terminan los tentados por las armas; una lección que no estamos aprendiendo y sobre la cual los responsables no han dado suficientes explicaciones. Sus herederos políticos ya están en un tercio de los votos en Euskadi, que es la mejor prueba de la desmemoria reinante.
Raúl López Romo es historiador y responsable de educación y exposiciones del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo.