Sociedad abierta y estabilidad constitucional

Por Carmen Iglesias, de las Reales Academias Española y de la Historia (ABC, 06/12/03):

«Siendo los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento». Estas palabras seminales de John Locke, padre fundador del liberalismo, inauguran la historia constitucional occidental; sólo a partir de ese consentimiento es posible el pacto social y político para vivir en una comunidad ordenada en que se satisfagan las necesidades permanentes de paz, libertad y seguridad. Ese pacto constitucional se sanciona por la mayoría, obliga a todos, y es la carta fundacional que no puede ser alterada en su fondo básico -paz, libertad, seguridad- y sólo modificada en su forma bajo ciertas condiciones previamente determinadas en el propio pacto. Así, la prioridad de la salvaguarda de los derechos fundamentales de las personas concretas, de los individuos en tanto que ciudadanos, junto con el principio de separación de poderes, se erigen en pivotes de todo el sistema constitucional. El Estado de Derecho garantiza las «reglas de juego», y protege de esta manera la libertad de cada ciudadano, al tiempo que hace posible el desarrollo de sus intereses contrapuestos, evitando la violencia entre ellos y creando un marco jurídico de estabilidad y de planteamiento de los problemas de forma civilizada, a la vez que se propicia una serie de valores ciudadanos como pueden ser la solidaridad, la tolerancia y la percepción de una realidad compleja y estimulante.

Estas importantes funciones son las que se han desarrollado en España en estos veinticinco años, bajo el amparo de nuestra Constitución de 1978. La vida y la imagen de España y de los españoles han cambiado radicalmente dentro y fuera del país en el último cuarto de siglo. A partir de la Constitución, fruto de un amplio consenso ratificado por la gran mayoría de los ciudadanos españoles, la «estabilidad constitucional» del sistema ha permitido un desarrollo social, económico y de expansión cultural como nunca antes se había experimentado. La integración plena de España en Europa y en el mundo desarrollado se ha llevado a cabo en estas décadas de vida democrática. Si comparamos los cambios culturales, los cambios de sistema de valores en estos veinticinco años, nos encontramos con unas líneas de continuidad y otras de ruptura que dan en conjunto un perfil nuevo y moderno a nuestra sociedad actual: el perfil de una sociedad abierta y en constante evolución, al ritmo de una época que -como todas- posee sus luces y sombras, pero que es la que nos toca vivir. Bajo la forma de Monarquía parlamentaria -pieza clave en la arquitectura política, al mantener la jefatura del Estado fuera de conflictos partidistas y coyunturales, lo que proporciona continuidad y estabilidad al sistema entero, aparte de las demás funciones importantes y necesarias que la constitución atribuye y delimita a la Corona-, la democracia española ha hecho realidad el principio ilustrado sobre el que se formaron los conceptos modernos de nación y patria: «patria no es simplemente el lugar de nacimiento sino la posibilidad de vivir en libertad bajo las leyes».

La Constitución de 1978, en línea con las constituciones europeas, no es ya un documento político o de referencia moral, como eran las constituciones del siglo XIX, sino, además y primordialmente, es un documento jurídico, en la línea que marcó la primera gran constitución liberal, la norteamericana de 1787 y que han seguido en el siglo XX la mayoría de las constituciones democráticas. Es «norma jurídica, ley de leyes», a cuyos principios deben doblegarse todas las demás leyes que puedan emanar de los poderes legislativo o ejecutivo de cualquier sector del Estado. Y de ahí la importancia de los jueces y tribunales de justicia, cuando tienen que dirimir conflictos. Y la gran autoridad y potestad del alto Tribunal Constitucional. La experiencia histórica ha demostrado que la Constitución como Norma de normas es más efectiva para la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos y más estable que las constituciones dependientes de mayorías partidistas que, como ocurría en el siglo XIX, y no sólo en España, cambiaban las reglas del juego constitucional cada vez que accedían al poder. Nuestra Constitución actual, producto de un amplio consenso, transformó el famoso «trágala» de los vaivenes decimonónicos en un acuerdo constitucional que asegura el pluralismo social y político, con independencia de las mayorías políticas más o menos coyunturales. Se produce así la «alternancia democrática» de partidos políticos sin que el sistema básico de libertades de los ciudadanos sufra merma alguna.

La necesaria adaptación a una cambiante realidad se puede hacer de esta manera sin traumas. Por un lado, la flexibilidad del articulado de nuestra Constitución ha permitido los necesarios ajustes, en las interpretaciones judiciales de las leyes y naturalmente en la importante jurisprudencia del Tribunal Constitucional; por otra, la rigidez del procedimiento formal para la reforma de puntos básicos del sistema protege el núcleo fuerte del entramado constitucional. Las Constituciones están hechas con vocación de permanencia, lo que no quiere decir que sean intocables o sagradas, pues el paso del tiempo y la sucesión de generaciones exigen sucesivas adaptaciones. Pero ése es precisamente el importante legado que las generaciones protagonistas del consenso de 1978 dejan a sus sucesores: a partir de la estabilidad constitucional conseguida, pueden hacer las reformas que estimen oportunas siempre que persuadan a los demás para reunir, al menos, el mismo arco de consenso por el que se establecieron las reglas de juego constitucional, y sigan el procedimiento y la transparencia que esas propias reglas han establecido como cautelas para proteger la libertad, la igualdad de oportunidades y la seguridad y estabilidad de todos los españoles.

Como dijo S. M. el Rey en la Real Academia de la Historia: «Nos queda siempre camino que recorrer, pero esta historia reciente demuestra que podemos hacerlo. Podemos, por tanto, abordar ahora y con la misma esperanza de futuro, el reto de la profundización en los avances de la democracia, de la libertad y de la justicia».