Sociedad digital

La irrupción de las tecnologías en nuestras vidas es ya imparable. Todo empezó con la virtualización del dinero y las tarjetas de crédito, pero el desarrollo de novedosas aplicaciones para la defensa fue el factor desencadenante. No es de extrañar. Una vez más, los grandes adelantos vinieron de la mano del capital y de la inteligencia militar. Pronto aquella Arpanet castrense gestó la Internet civil, imprescindible en menos de dos décadas para cualquier ciudadano y universo por derecho propio para los más jóvenes. Del correo electrónico, instantáneo y gratuito, pasamos a la web, ese gigantesco escaparate de contenidos de toda laya que crece exponencialmente sin respetar fronteras geográficas ni temporales. Internet era en sus inicios un misterioso arcano solo para iniciados, con un lenguaje propio y reglas de buena educación —la Netiquette— que todos respetábamos para ser respetados. Internet fue creciendo y no dábamos abasto para anotar los sitios interesantes que descubríamos navegando al azar por el proceloso ciberespacio a partir de las pocas direcciones URL que cuidadosamente anotábamos en una libreta como si fuesen tesoros. Navegar era emocionante, pero pronto se reveló inmanejable. El cambio radical llegó de la mano de Google cuyo famoso algoritmo de búsqueda y exitoso modelo de negocio arrasaron con todo lo anterior.

Tan genial y rentable idea pronto animó a sus jóvenes fundadores a ensayar nuevas e improbables aventuras. Su primer gran sueño, al que seguirían muchos más, fue la construcción de la gran biblioteca mundial en la que todos los libros, debidamente digitalizados, estarían disponibles gratuitamente. La digitalización ya había invadido las fotos, el vídeo, la música y el cine, que los internautas intercambiaban a partir de los muchos sitios especializados en enlaces P2P, ese revolucionario negocio inventado por Napster que pronto se convirtió en la pesadilla de los titulares de derechos de autor.

Los bibliotecarios comprendieron enseguida el inmenso potencial que la tecnología digital ponía a su alcance y han sido la primera profesión de la cultura que hizo sus deberes a tiempo, familiarizados como estaban con la automatización de los catálogos. La reacción europea a la osadía de Google cristalizó políticamente en el sueño de Europeana. Sin la previa estandardización de los formatos digitales y la adopción del OAI, ese gran invento que permite la recolección remota de objetos digitales, Europeana hubiera sido inimaginable. Pero la digitalización es cara, la vida útil de los objetos digitales, bastante más efímera que la de los manuscritos medievales y su preservación, no menos costosa. La sostenibilidad de la financiación y la ausencia de un marco jurídico apropiado para la protección del derecho de autor en el ámbito digital constituyen todavía los dos grandes frenos de las bibliotecas digitales, incluyendo Europeana. Google se enfrenta a muchas reticencias y también choca con la rigidez del marco jurídico analógico. Acabarán convergiendo.

Hasta hace poco, el sector del libro ha vivido alejado de la era digital. La vieja tecnología del libro es casi perfecta para la lectura, los dispositivos electrónicos eran caros y poco prácticos, y la preocupante experiencia del P2P desanimaba a cualquiera. Además, el nuevo protagonismo de autores y lectores en la oferta digital trastoca la tradicional cadena de valor del sector. En España, siempre rezagada en innovación tecnológica, la experiencia Enclave, iniciativa conjunta de la Biblioteca Nacional y los editores, habrá servido como ceremonia iniciática para muchos. Ahora dispositivos, tabletas y teléfonos móviles de última generación abren nuevas expectativas al negocio del e-book, al menos en los países equipados con banda ancha. Sin embargo, como también sucede con la Prensa, la búsqueda del modelo ideal de negocio e-editorial continúa en fase de experimentación y es demasiado pronto para avanzar hipótesis acerca del devenir de las librerías en el desarrollo del futuro negocio de la lectura. Como ya entreviera Prensky, nada de cuanto hoy afirmemos nosotros, los «migrantes digitales», constituye fundamento válido para escrutar los comportamientos sociales y culturales de los «nativos digitales» en cuyas manos está el futuro.

Todavía en los albores de la sociedad digital, este breve repaso de la corta historia de Internet, ahora propulsada por el creciente poder de las redes sociales (web 2.0) permite observar las consecuencias de un terremoto que ha abierto un sinfín de posibilidades, sacudiendo a todos los sectores y, lógicamente, a sus profesionales: bancos, defensa, correos, ministerios de Hacienda, autores, artistas, empresas discográficas, industria del cine, videoclubes, bibliotecas y otros muchos que ya siguen: educación, sanidad, servicios públicos, edición, librería y tantos otros. Unos han sabido aprovechar mejor que otros las ventajas de la era digital, pero todos se ven obligados a reinventarse como profesionales, como empresarios, como administraciones. La crisis económica bien pudiera acabar sirviendo de catalizador al diseño de nuevos modelos económicos globales basados en creatividad, innovación, competitividad y productividad que todos los países se aprestan a potenciar.

Solo la clase política parece hasta ahora vivir al margen de la revolución digital y nada se habla todavía de la necesidad de aplicarla también a su noble tarea. Bien está dotar a los parlamentarios del último iPad, pero convendría explorar nuevos modelos innovadores susceptibles de generar productividad, tan urgente en este terreno. Yo me inclinaría por la reconversión de nuestros 17+1 Parlamentos al mundo virtual. Las interminables listas electorales de ilustres desconocidos de cada partido darían paso a otras más cortitas compuestas por el/la cabeza de lista y un vocal por cada comisión parlamentaria. Los escaños no variarían, pero serían virtuales. Las tareas parlamentarias podrían desarrollarse en los mejores restaurantes si bien, a la hora de votar, solo contaría el número de escaños virtuales que cada partido hubiera obtenido en las elecciones. Una buena mesa siempre es más propicia para cerrar acuerdos que un hemiciclo decimonónico y, sobre todo, el ahorro en salarios, despachos, asesores, secretarios, viajes, dietas, coches oficiales, locales equipados, teléfonos, aparcamientos, etcétera, todo ello multiplicado por 17+1, sería notable. No habría errores en la votación, ni angustias por el impacto de bajas de parlamentarios por enfermedad o maternidad. Puestos a innovar, las sedes parlamentarias podrían alquilarse como oficinas, los aparcamientos se harían públicos mientras los hemiciclos, hoy tantas veces medio vacíos, podrían convertirse en novedosos museos de la democracia apropiados para conmemoraciones emblemáticas, en escenarios televisivos de Tengo una pregunta para ustedo en originales discotecas. Probablemente la virtualización de los parlamentos comportaría además algún saludable efecto colateral como la simplificación de las estructuras de los partidos y consiguientes ahorros en su financiación. No creo que los ciudadanos tuviéramos inconveniente en aumentar el sueldo de los parlamentarios «presenciales», ni que los efectos de la acción política se resintieran a causa de la virtualización. Los principales debates podrían retransmitirse en la TDT interactiva y hasta cabría prever que los telespectadores, al hilo de las intervenciones, pudieran pulsar la tecla de «Me gusta/no me gusta», captándose utilísimos datos de opinión en vivo y en directo. Es cierto que, como en todos los sectores, esta revolución acarrearía la destrucción de muchos puestos de trabajo para políticos; habría, pues, que prever la reconversión profesional acelerada de todos aquellos que carecen de profesión conocida. Pero eso parece un mal menor.

Me dirán que ningún país lo ha hecho. Bueno, reconozcan al menos que ninguno tiene 17+1 Parlamentos y un Senado. Y, después de todo, alguien tiene que ser el primero en innovar. No caigamos en el desánimo. Dejemos ya de lado el funesto «que inventen ellos» e inventemos el futuro entrando todos con paso firme en la sociedad digital.

Milagros del Corral, ex directora general de la Biblioteca Nacional de España.