La tesis de este artÃculo es sencilla: en la actualidad, donde mejor puede prosperar el sentido de la trascendencia es en una sociedad plenamente secularizada. La idea es que si se alcanza realmente la libertad secular civilizada, surge espontáneamente la sacralidad del origen, que es también la trascendencia, lo "mÃstico". Y atención, ya sé que hay personas -y de las intelectualmente más respetables- que en cuanto escuchan palabras como trascendencia y mÃstica echan a correr. Pero ello se debe, ante todo, a un malentendido. Ha habido demasiada cantidad de charlatanes en este territorio. Digamos aquà que cuando hablo de trascendencia, para que nos hagamos una primera idea, me refiero, por ejemplo, a lo que uno siente escuchando una sonata de Bach, o perdiéndose en una noche de luna llena. Y cuando hablo de mÃstica lo hago, ante todo, con un alcance experimental a la vez transpersonal y cotidiano. Para mÃ, la mÃstica arranca de la capacidad de vivir aquà y ahora, de trascender el tiempo, de volcarse en algo que a uno le importe más que sà mismo, de sentir el mundo como la prolongación del propio cuerpo, y, en el lÃmite, de vislumbrar la no-dualidad originaria previa a cualquier concepto.
Pues bien, digo que una sociedad secularizada y laica, es ya la única en la que puede brotar Ãntimamente, sin estorbos, la trascendencia. Porque de entrada se desaloja cualquier institucionalización oficial de "lo sagrado", y asà se suprimen interferencias y quedan, por ejemplo, neutralizadas las voces que degradan el misterio en dogmas pueriles. El caso es que una sociedad laica es una sociedad presidida por la libertad de conciencia. Una sociedad laica y secularizada es pluralista -secularización y pluralismo son casi sinónimos- y en ella cada cual puede adoptar la concepción del mundo que mejor se le acomode. El gran adelanto de una sociedad laica y democrática es que es capaz de mantener la cohesión social sin necesidad de restringir la libertad de conciencia. La vertebración moral de la sociedad ya no corre a cargo de ninguna iglesia. Más todavÃa: la sociedad laica es post-filosófica en el sentido de que ni siquiera tiene necesidad de una teorÃa universal de la verdad. (El neopragmatismo de un Rorty es aquà más representativo del espÃritu de nuestro tiempo que el neouniversalismo de un Habermas). Dentro de este ámbito de libertad interior, la apertura a lo trascendente brota, como digo, espontáneamente, hija de la misma hondura de lo real, sin necesidad de comulgar con ruedas de molino.
Y adviértase que esta apertura espontánea a lo trascendente la encontramos ya insinuada en las mismas religiones institucionales. AsÃ, todas ellas admiten la llegada de un momento en que el ego llega a su lÃmite y se trasciende espontáneamente. Los cristianos hablan de gracia, los sufÃes de fana, los hindúes de prajña, los budistas de bodhi. Los chinos nombran a la naturaleza con la palabra ch'i lan, que significa aquello que sucede por sà mismo, y no por mandato o control de una entidad exterior. Los taoÃstas enseñan que el bien sólo se propaga espontáneamente -en chino: tzu-jan.
En todo caso, está en el aire un modo libertario de vivir la trascendencia. En Occidente, por ejemplo, ya se sabe que asistimos a una profunda revisión del fenómeno religioso, con la correspondiente crisis del cristianismo institucional. AsÃ, sucede que los "cristianos sin Iglesia" -por retomar una vieja expresión de Kolakowski- han dejado de constituir un fenómeno marginal para convertirse en el caso común. Surge un cristianismo desinstitucionalizado, fluctuante. Los ritos de paso, como el bautismo o el matrimonio religioso, retroceden. Crece, en cambio, la conciencia del carácter polisémico de los significantes religiosos, ante todo el de Dios. El cristianismo deja de ser un sistema globalizante unificado para convertirse en un
conjunto de piezas sueltas que cada cual aglutina a su manera. Es el auge de la "religión a la carta". Es el rechazo del concepto de ortodoxia en beneficio del principio de soberanÃa individual. La consecuencia, en nuestras latitudes, es que la mayorÃa de los antiguos creyentes tienen, hoy, unas convicciones religiosas muy confusas, a menudo eclécticas, y que, la gente, más que en Dios o en la Iglesia, cree en algo difuso. A un célebre director de cine americano le preguntaron recientemente: "¿Usted cree en Dios?"... y el hombre respondió, haciendo un gesto vago: "Hombre, yo creo que hay algo por ahÃ...".
En todo lo cual también influye la crisis de la teologÃa tradicional en el contexto de la nueva visión cientÃfica del mundo. CientÃficamente, el "dios tapagujeros" (Bonhoeffer) no hace ninguna falta. Dicen que el Papa PÃo XII estaba entusiasmado con la teorÃa del Big Bang, porque asà resultaba que alguien tenÃa que haber puesto en marcha el universo. Aquel Papa era muy superficial, aunque muy elegante. Su interpretación del Big Bang era una aplicación pre-crÃtica del viejo y desgastado principio de causalidad. La Relatividad y la FÃsica Cuántica nos pueden ser aquà de utilidad. Porque la idea de causalidad pertenece al espacio-tiempo. Y no tiene sentido aplicar la noción de causalidad a un suceso que es previo a la aparición del espacio-tiempo. Recordaré una frase de Paul Davies, glosando las ideas de Stephen Hawking: "Siendo el universo internamente consistente y autocontenido, su existencia no requiere nada exterior a él, no precisa ser puesto en marcha por nadie".
¿Conduce todo esto al ateÃsmo? A mi juicio, conduce, más bien, a un cierto agnosticismo mÃstico. Veamos. Hay algo de demasiado fácil en el ateÃsmo. Ciertamente, el mundo está enteramente abandonado a las fuerzas naturales, y un sentido ingenuo de lo sobrenatural es incoherente. Por esto resulta relativamente sencillo ser ateo. Lo que ocurre es que los argumentos del ateÃsmo resultan, al final, tan inútiles como los de quienes pretenden demostrar la existencia de Dios. En contra de la opinión de Richard Dawkins, no creo que la Ciencia tenga nada que decir al respecto. Dawkins piensa que la evolución revela un "universo sin diseño", un universo con una "despiadada indiferencia" en relación a los seres vivos. Y sin duda tiene razón. Pero ¿qué tiene ello que ver con la cuestión de la trascendencia? Quiero decir que Ciencia y MÃstica discurren en planos diferentes. Ya en su dÃa David Hume habÃa criticado el argumento cientÃfico del "diseño" biológico como prueba de la existencia de Dios. Pero hubo que esperar a El origen de las especies de Darwin para rematar intelectualmente esa crÃtica. Más adelante, el argumento del diseño ha reaparecido, en un contexto cosmológico, con el llamado Principio Antrópico. Pero también esta postura ha sido desmontada. (Bertrand Russell comentó sarcásticamente que para un Ser Omnipotente, disponiendo de miles de millones de años para experimentar, el haber conseguido crear finalmente un producto como el animal humano no es un resultado muy brillante). Insisto pues: cualquier intento de introducir a la divinidad desde la Ciencia está condenado al fracaso. Ahora bien, por la misma razón, cualquier intento de negar a la divinidad desde la Ciencia también es inútil. AteÃsmo y teÃsmo remiten a un mismo tipo de racionalismo chato. Carecen de sensibilidad metafÃsica, la que hacÃa decir a Chuang-tzu que "al Tao no se lo puede expresar ni con palabras ni con silencio".
Pienso, pues, que se avecinan unos tiempos en que la indispensable laicidad de la sociedad va a servir, entre otras cosas, como marco para una nueva creatividad numinosa que conduzca a una renovada vivencia de lo trascendente. Se descubrirá que el relativismo es resacralizador -despeja el inmenso hueco de la trascendencia-, y que no hace falta ninguna autoridad religiosa para preservar ese ámbito trascendente. Liberado el espacio de dogmas absolutos, queda franco el camino. Conduciendo las opciones hasta el lÃmite, surge la paradoja de que Ciudad Secular y Ciudad Sagrada son el haz y el envés de una misma realidad. Quiere decirse que si la modernidad nos convirtió a todos en eunucos mÃsticos, hoy, desde "la noche oscura" del relativismo postmoderno, podrÃamos estar recuperando la potencia perdida.
Peter Berger ha escrito que "si algo caracteriza a la modernidad, es la pérdida del sentido de la trascendencia". Pues bien, aquà sostengo que la postmodernidad, precisamente desde la catarsis de su lúcido nihilismo, vuelve a abrirse a la trascendencia. Sostengo que, más allá de la pandemia de trivialidad que nos invade, el sentido de la trascendencia, lo mismo que el arte, no ha muerto, toda vez que se inscribe ya en nuestros genes. Sostengo que da un poco igual declararse ateo o creyente, que lo que cuenta es una buena paideia laica y, con ella, la recuperación de la potencia mÃstica, el sentido de lo real. Consigamos que la sociedad genere ciudadanos responsables y solidarios, y ellos mismos descubrirán la trascendencia. O, mejor dicho, la trascendencia descenderá sobre ellos. De ahà que se me antojen inútiles las condenas al relativismo y a la religiosidad anárquica: precisamente la sociedad secularizada es la que mejor puede hacer brotar una trascendencia Ãntima, espontánea, experimental. Donde cada cual sea el dueño de su castillo y el autor de su propia música.
Salvador Pániker, filósofo y escritor.