Soldados humanos

Hasta aproximadamente la segunda mitad de los ochenta, los soldados no eran seres humanos. Ni para los mandos militares, ni para los políticos, ni por supuesto para la mayoría de la sociedad. Los soldados eran entes que diluían su condición individual al vestirse el uniforme, que desaparecían en tanto identidad diferenciada cuando ingresaban en la milicia. A partir, sobre todo, de la primera Guerra del Golfo inaugurados los noventa, los soldados se nos convierten en seres humanos. El principal desencadenante de esta prestidigitación son los medios de comunicación. La retransmisión de la guerra por una televisión global representa el punto de no retorno a partir del cual los soldados salen del armario de sus uniformes para aparecérsenos como ciudadanos, como iguales.

Cualquier militar sabe, cualquier militar español ha sentido en algún momento que más o menos se le trataba como un ciudadano de segunda categoría. Es cierto que esta percepción apenas la sentía un general o almirante, algo les tocaba a los oficiales más sensibles, desde luego les acompañaba a los suboficiales y, en toda su dimensión, afectaba a los soldados, el último reducto de despersonalización de una cadena de valor que les consideraba como meros componentes de un sumatorio de fuerza, de fuerza para el combate.

La Guerra de Vietnam tuvo efectos mediáticos y políticos. A los norteamericanos comenzó a molestarles que sus congéneres murieran en un país extranjero, además a cambio de nada. Aquel conflicto y antes el de Corea descubrieron tímidamente al soldado ante un ciudadano que solía mirar para otro lado en lo tocante a los ejércitos. Sin embargo, todavía el impacto en la conciencia social de aquella identidad anónima que moría en el interior de un uniforme fue mínimo. Los medios de comunicación, las televisiones, no tenían el alcance y mucho menos la potencia 'on line' que aportaron las incrustaciones de equipos de la CNN entre los soldados de la Guerra del Golfo. De repente, una cámara y un redactor de televisión se integraban en una unidad de combate y el ciudadano televidente era quien pasaba a ser el anónimo receptor de la vida de un soldado que acababa teniendo nombre. La televisión devuelve los atributos humanos a alguien que, hasta entonces, permanecía cosificado en el consciente colectivo.

Hasta la humanización del soldado, la guerra era el teatro de la muerte. Los soldados acudían a la batalla a morir. Dejar la vida y hacerlo con honor, es decir, matando o siendo muerto por la patria y por unos ideales, era lo que se suponía a un militar de cualquier arma de ejército. Los generales y mariscales de campo colocaban a sus soldados en orden de batalla sin ninguna consideración de su esencia individual. Los soldados eran el ingrediente de un batallón, de una unidad o de cualquier otro agregado de combate. El empeño de preservar vidas propias era absolutamente secundario respecto al objetivo táctico marcado por el despliegue en el campo de batalla. Desde luego que minimizar los daños era importante, pero sólo a los efectos globales de no reducir el potencial de fuerza del ejército, y nunca debido a la consideración de pérdidas individuales, un asunto que se suponía asumido. El soldado iba al combate a entregar su vida por la patria.

Hoy las cosas han cambiado. Los generales, azuzados por la clase política, han incluido entre sus previsiones estratégicas la salvaguarda de la vida individual del soldado. Antes los soldados sin nombre perecían por miles y, si acaso, recibían noticia del fallecimiento sus familiares más cercanos, con unas condolencias agradecidas del 'establishment' militar por entregar a su hijo a una causa más elevada que su intrascendente vida individual. Hoy uno de nuestros militares pierde la existencia en una zona de combate y nos es comunicado a todos, su nombre nos es repetido a todos, las condolencias las compartimos todos y todos nos lamentamos de que la muerte le haya llegado a uno de nuestros compatriotas.

Afganistán e Irak son ambas zonas de guerra. Idoia Rodríguez es una soldado española muerta en un teatro de operaciones bélicas activas. La clase política y los medios de comunicación se han preguntado sobre las condiciones de seguridad de nuestros soldados en la guerra. Hace pocas décadas nadie se habría planteado siguiera la ruta mental que lleva a hacerse esa pregunta. En una zona de guerra se habría supuesto que no existe seguridad; en una zona de guerra se habría supuesto que un soldado no tenía derecho a ninguna seguridad, porque era un ser anónimo enviado allí a servir como instrumento de planes superiores a sí mismo, a sus familias y a sus preocupaciones. Hace unas pocas décadas Idoia Rodríguez ni siquiera habría existido para nosotros y no nos habríamos propuesto que tuviera que volver con vida de ninguna parte.

Lo más hermoso de Idoia Rodríguez es que era un ser humano individual cumpliendo una labor colectiva. El compromiso personal del militar anónimo ha pasado totalmente desapercibido para aquéllos a quienes se ofrecía ese compromiso. Y esto no tiene nada que ver con la legitimidad o con la justicia de las causas en las que los soldados son involucrados como la parte más automatizada de una cadena de mando. Las decisiones políticas y los planes militares pueden ser más o menos acertados en estrategia y oportunidad. Incluso, se puede discutir o discrepar más o menos filosóficamente sobre la pertinencia de los ejércitos. Lo que es incuestionable es que el soldado en combate entrega la vida a una causa colectiva, con independencia de que llegue a comprenderla o no del todo, de que llegue a vislumbrar si está entregándose a la idea de una patria o al ideal interesado de unos grupos de poder. Eso parecía ser o parece ser lo de menos en la milicia.

Ahora el soldado existe y nos preocupamos de su seguridad. Las causas de este cambio de paradigma son variadas y entre ellas, por supuesto, no sólo está la retransmisión televisada de las guerras. La visibilización del ciudadano soldado corre en paralelo a la revolución de los asuntos militares, a la implicación de los ejércitos en tareas de mantenimiento de la paz o a la crisis de vocaciones en la milicia que obliga a los ejércitos a comunicarse con lo civil. Sin embargo, en el despertar de la conciencia ciudadana, la televisión de las guerras ha marcado el punto de inflexión. Por televisión y por Internet nos hemos enterado de que nuestra vecina, que pensaba casarse y comprar un piso con los complementos a su sueldo por una misión en el extranjero, había perdido la vida cumpliendo con un trabajo en donde nos estaba representando a todos a través de una bandera colocada en su brazo. Alguien igual que nosotros ha muerto por una mina en una guerra cuyas particularidades no terminamos de entender. La televisión propicia que nos identifiquemos los unos con los otros, que nos pongamos rostro. Tal vez algún día dejemos de matarnos.

Andrés Montero Gómez, director del Instituto de Psicología de la Violencia.