Solé Tura antes de la Constitución

La muerte de Jordi Solé Tura ha suscitado estos días grandes elogios a su persona y a su actividad como político, elogios, sin duda, más que merecidos. En especial, se ha destacado su importante papel en la ponencia constitucional y en el debate constituyente, así como su influencia en la política de los comunistas españoles durante la transición política. Todo ello es muy cierto y los numerosos artículos que recordaban a Jordi Solé han hecho justicia, además, a su persona: político honrado y coherente, trabajador incansable, dotado de gran capacidad pedagógica y claridad expositiva, analista político brillante, de trato afable y alegre, buena persona en el más profundo sentido de la palabra.

Sin embargo, con alguna excepción, la mirada se ha centrado especialmente en el Solé Tura ponente constitucional, olvidando importantes etapas anteriores de su vida que, además de su importante incidencia en la sociedad de aquella época, ayudan a explicar la competencia profesional, inteligencia política y madurez intelectual con las que pudo afrontar con éxito el reto de colaborar, desde el Partido Comunista, en la primera Constitución aprobada por consenso de la historia de España.

Ante todo, Solé Tura fue un hombre hecho a sí mismo. Descendiente de republicanos derrotados moral y psicológicamente desde la Guerra Civil, sin apenas estudios, trabajó en la panadería de su familia en Mollet del Vallès hasta incorporarse, a los veintiún años, al servicio militar. Fue entonces cuando decidió buscar nuevos horizontes: en pocos meses aprobó todas las asignaturas del bachillerato, después cursó la carrera de Derecho - en la que obtuvo premio extraordinario-y comenzó su experiencia política como militante del PSUC. Recién incorporado como ayudante en la cátedra que impartía el profesor Manuel Jiménez de Parga, tuvo que exiliarse para escapar de la persecución policial y pasó cinco años, entre París y Bucarest, como miembro del aparato del Partido Comunista. La experiencia está minuciosamente relatada en sus interesantísimas memorias (Una història optimista,Edicions 62, Barcelona, 1999).

Decepcionado de la sociedad que se estaba construyendo en los países soviéticos y discrepante con la estrategia de un PCE burocratizado, dirigido desde el exilio y demasiado desconectado de la realidad española, Solé decide volver a Barcelona para iniciar una vida nueva y distinta como profesor universitario e intelectual comprometido. El regreso de un entonces casi desconocido Solé Tura en 1964, visto con la perspectiva de hoy, fue todo un acontecimiento. Con la inapreciable ayuda de Castellet desde Edicions 62 y, de nuevo, Jiménez de Parga desde la universidad, Jordi Solé, con talento natural y una poderosa fuerza de voluntad, se hace rápidamente un hueco en la vida intelectual y política catalana. En los años siguientes, dos serán sus aportaciones teóricas más decisivas: la difusión - ya iniciada por Sacristán-del pensamiento de Antonio Gramsci y la revisión de las ideas del catalanismo político.

Hasta entonces la acción política de los intelectuales de izquierda estaba determinada por el existencialismo de Sartre y Camus: el compromiso político era una opción moral individual. El Gramsci maduro le añade la necesidad de actuar desde un partido no leninista con capacidad de organizar no sólo a la clase obrera sino al conjunto de las clases populares, un espacio mucho más amplio. Además, la revolución no debía seguir el modelo leninista de conquistar el Estado para así reorganizar la sociedad, sino que se debía proceder a la inversa: lograr la hegemonía social para así ir conquistando el poder del Estado. Esta estrategia marcó decisivamente a la izquierda catalana desde los últimos años del franquismo.

Por otro lado, el catalanismo del momento vivía todavía de sus fuentes tradicionales, cuyo origen se remontaba a finales del siglo anterior, aun cuando la sociedad catalana se había ya transformado profundamente, entre otras cosas por la inmigración de los años cincuenta y sesenta. La tesis doctoral de Solé, dirigida por Jiménez de Parga, se centraba en analizar los antiguos principios del catalanismo tradicional, especialmente el pensamiento de Prat de la Riba, y las razones históricas por las cuales surgieron. Publicada bajo el nombre de Catalanisme i revolució burgesa (Ed. 62, Barcelona, 1967), es un libro que todavía se tiene en pie y sería bueno reeditar.

Fue a partir de entonces que se empezó a distinguir claramente entre catalanismo y nacionalismo catalán, lo cual produjo en los medios nacionalistas un rechazo explícito a las tesis de Solé, al que enseguida calificaron de anticatalán, como él oportunamente recuerda en sus memorias. Ahí puede estar el motivo de que sólo hace dos años, cuando él ya no era consciente de la realidad, le fuera concedida la Creu de Sant Jordi y tan sólo ayer, a título póstumo, la Medalla d´Or de la Generalitat.

Tras un raro e incomprensible paréntesis, Solé retornó a estas ideas al incorporarse de nuevo al Partido Comunista en 1973 y se convirtió en un punto de referencia para la estrategia democrática de los comunistas catalanes. El PSUC quiso ser el PCI, lo consiguió durante un tiempo, y en ese tiempo Solé constituyó una pieza central. Y fue en este periodo cuando los comunistas contribuyeron de manera crucial a la transición. El bagaje que aportó Solé Tura, acumulando su experiencia de tantos años, tuvo entonces un peso decisivo.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.