Pocos han querido para sí la soledad, pero quizá por esa exigencia selecta -hasta los cartujos se precian de su ‘parvus numerus’- ha habido soledades con prestigio. Pensemos en el retiro libresco de Montaigne, en el consuelo de Maquiavelo con los clásicos, en la cueva de Manresa que iluminó, hace ahora quinientos años, a San Ignacio de Loyola. Por haber, ha habido incluso soledades a la moda, y el solitario romántico ha conocido no poca fortuna en el devocionario pop: para el ego del adolescente, nada más propio que el ‘Caminante’ de Friedrich ante el abismo sublime de su mar de nubes. Del mismo modo, resulta imposible no mirarse a uno mismo sin ironía cuando abrimos la maleta en un hotel y de pronto somos el remedo de un Hopper. La cuquería con la soledad ni siquiera es signo de nuestro tiempo, sino una liviandad que nos es consustancial: como la melancolía isabelina o el existencialismo francés, la soledad -sea del poeta doliente o del hipster neoruralista- también ha sido coartada mundana o excusa para el ligue. Sí, cada época ha tenido sus frivolidades: tendido para morir Don Quijote, Sancho le recuerda la tentación de irse «al campo, vestidos de pastores». He ahí cómo la ‘soledad amena’ de un Garcilaso podía pasar sin sonrojo de los motivos cultistas a los oídos rústicos. Atento a estas ligerezas, Séneca escribe a Lucilio que no se ha de hacer alarde de vida retirada.
Congruente con nuestra gravedad barroca, justamente el senequismo iba a ser una marca de calidad muy española y a propiciar -en la ‘Epístola moral a Fabio’- uno de los grandes poemas de todo tiempo, que no en vano termina con una invitación al apartamiento. Desterrados y exiliados llevarían la soledad política a una categoría de mayor empaque, con todo, que la del desengaño de corte. En la dignidad solitaria del exiliado -representativa de lo mejor de la edad contemporánea- hay una postura vital sin cálculo, una resistencia moral frente a esa destrucción del espacio social que distingue al totalitarismo: la soledad del exilio o del destierro no es sino el precio de la libertad interior. Y no es poco lo que debemos a estos solitarios: de la Mallorca de Jovellanos a la Fuerteventura de Unamuno, qué difícil no ver en ambos transterrados sendas figuras tutelares de la época.
En nuestros días, el primer impacto de la palabra soledad es menos civil y mucho menos heroico, pero sigue siendo benigno: hay una parte de la soledad que entendemos como alivio, y no hace falta ser ávido de las redes para entender que aquel deseo -«quiero tener un millón de amigos»- era más bien una maldición. Hoy podríamos pensar que el mayor problema de nuestra soledad es que está cercada, amenazada. Así ocurre que el empacho de exhibición ajena y propia nos deja con la nostalgia de un cierto recogimiento o retiro, y no extraña el auge reciente de la meditación, por ejemplo: la soledad e incluso un ascetismo indefinido se imponen como anhelo en un tiempo marcado por la exposición y la abundancia. Si antes íbamos a los hoteles a darnos un capricho, ahora vamos -llamémoslo detox- para que nos los quiten. Como señala Gregorio Luri, tampoco sorprende que hayan tenido éxito -frente al sedentarismo de la vida digital- libros que son alabanzas del caminar como estéticas de la soledad. Incluso ha vuelto a la moda Thoreau, rescatado de la mochila de los hippies. Ese instinto de purificación, de autenticidad, tiene algo que ver con la liquidez y la incertidumbre de un yo retransmitido en directo, más que nunca modelado por la mirada ajena, sometido a la tiránica economía del like: tal vez Instagram haya sido un buen invento para la fotografía amateur, pero para no pocos adolescentes es un tormento darwiniano. Y todavía vamos a pasar mucho tiempo con la discusión sobre la conectividad, fármaco o veneno, causa o consecuencia de la soledad milenial. De momento, los jóvenes adultos son, según las estadísticas, el grupo de edad más propenso al desamparo.
Pero tal vez ocurra que esta soledad milenial no sea solo milenial. Que sea generalizado ese andar, como diría Eliot, distraídos de las distracciones por las distracciones, hiperestimulados por las sombras de lo real, inundados de superfluo: hasta que la pandemia convirtió cada casa en una clausura, no ha habido mejor imagen de la soledad contemporánea que la cara iluminada por la luz azul de la pantalla por la noche. Y quizá en algunos casos se trate más de estar vacíos que de estar solos. Pero si el ‘Economist’ ha definido la soledad como la lepra del siglo XXI y medios tan altos como ‘The Lancet’ y tan bajos como el ‘Daily Mail’ hablaban -ya antes del virus- de una epidemia de soledad, será que la soledad se puede predicar en nuestros días de muchos. De niños y adolescentes. De madres jóvenes. De gente divorciada. De los ancianos. De aquellos que no pueden volver a su país. Sí, ya antes del virus, la soledad tenía algo de pánico cultural. Así lo demostraría que se hayan ocupado de ella, en estos años, escritores de todas las tendencias. Y tal vez haya algo de reacción en el repunte de cierta literatura -de los diarios a la autoficción- personalísima, a saber si favorecida por la nostalgia de una comunicación profunda, verdadera.
Quizá no sea justa la frase de Nietzsche según la cual la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar, pero ¿cómo afrontarla? La soledad conlleva una lucha interior habida cuenta de su calado: la vivencia de resultar indiferente, el tacto de nuestro ser sobrante, la experiencia -como escribe Dumm- del ‘pathos’ de desaparecer. No es el menos costoso, pero es uno de los mejores entendimientos de la soledad el que subraya su condición de ascesis. La aventura del yo que presupone la soledad, lejos de ser una invitación al solipsismo, atiende al hecho de que a la soledad hemos ido, o la hemos usado, para conocernos, en el entendido de que no hay batalla más noble que la que uno da contra sí mismo. Al buscar el recogimiento -que es esa suma de silencio y soledad-, no buscamos sino afinar el oído a lo importante, a semejanza de aquel Elías que, tras huracanes, terremotos y fuegos, solo reconoce a Yahvé «en el susurro de una brisa suave».
Desde esos tiempos veterotestamentarios hay algo que tira del hombre hacia el desierto, hacia la soledad: es el lugar donde recibir iluminaciones. El propio Cristo se retirará cuarenta días. Pero la del desierto no será nunca una soledad inhabitada. Pionero del monaquismo, Antonio Abad veía el desierto, o sea, la soledad, como el lugar de la desolación y la muerte: se retiraba precisamente a luchar contra esos demonios que, según sabía, llevaba en su interior. Pero el desierto metafórico también es horno y es crisol. Es lugar de refugio y alivio. Es un lugar de encuentro -con lo divino y con uno mismo-. En la ‘Regla breve’ de la Camáldula leemos: «pon el mundo tras de ti y olvídalo». Así una celda puede florecer en paraíso. Es un camino, en verdad, para muy pocos. Pero el resto siempre podemos administrar nuestras dosis según nuestras necesidades. Hasta hacer, como quería Séneca, de la soledad un antídoto del mundo y del mundo un antídoto de la soledad.
Ignacio Peyró es escritor, periodista y dirige el Instituto Cervantes en Londres.