Soledades

A finales del siglo XX, los efectos de la soledad sobre la salud se hicieron tan evidentes que el Reino Unido puso en marcha un ministerio dedicado a su prevención y tratamiento. Antes de la gran epidemia que todavía nos aflige, la soledad parecía una condición tan contagiosa que requería medidas urgentes de intervención pública. Y probablemente así sea, pero tampoco hay que perder de vista que el aislamiento deseado es una conquista social, y no menor, de nuestro mundo contemporáneo. Como sucede con el amor o la confianza, la soledad puede ser un mal, pero es al mismo tiempo un derecho que no debe ser menospreciado y que ha resurgido en los últimos tiempos con fuerza inusitada. Como en los comienzos del mundo industrial, en donde la soledad era un lujo que se fue extendiendo, lenta pero progresivamente, a todas las clases sociales que, bien por sus condiciones de hacinamiento o por sus formas de trabajo, se veían obligadas a la convivencia obligatoria, la pandemia nos ha colocado en la circunstancia, paradójica, de sentirnos al mismo tiempo solos y demasiado acompañados.

Para hablar con propiedad, habría que comenzar por distinguir entre la circunstancia (física) de estar solo -que los ingleses llaman solitude- y la condición (emocional) de sentirse solo, que ellos llaman loneliness. Después de todo, podemos estar solos sin sentirnos solos y, al contrario, sentirnos solos sin estarlo. Esto lo sabe todo el mundo: la condición material del aislamiento no tiene por qué ir acompañada del dolor o del abatimiento causado por la ausencia o el abandono. En general, cuando hablamos de soledad, solemos tener en la cabeza la emoción causada por la ausencia de alguien o de algo. Poco importa que sea el abuelo que se siente solo sin sus nietos, el viudo que ha perdido a su esposa o el adolescente que se encuentra sin sus amigos. En tanto que sentimiento de ausencia, la soledad puede concurrir con el aislamiento, pero es obvio que podemos sentirnos solos entre la multitud y acompañados sin nadie al lado.

Si de lo que hablamos es del confinamiento, -hoy una palabra de resonancias clínicas- hay que comenzar por clarificar que el aislamiento fue durante mucho tiempo el recurso de quienes renunciaban a las bondades de la vida en común para entregarse a la reflexión, especialmente religiosa. El sabio Petrarca fue uno de los primeros en escribir un tratado sobre la materia, en el siglo XIV. Siguiendo su estela, el filósofo Montagine entendía que uno mismo debía bastarse para proporcionarse felicidad. A finales del siglo XVIII, sin embargo, el deseo de aislarse solo se justificaba con la intención de hacer balance de la propia vida o de recuperarse de alguna dolencia. Tan sólo los individuos enfermos debían recluirse, ya fuera con intención de protejerse de la sociedad, como se decía de los alienados, o de protejer a la sociedad de sus desmanes, como ocurría con los delincuentes. Las mismas plumas que describieron los peligros del vicio solitario entendían que la soledad, por sí sola, era ella misma un vicio.

En el mundo que inauguraba la esfera de lo público y el comercio, los hombres sabios no se hacían en los silencios de las cámaras. La verdadera sabiduría no se encontraba en el retiro de la celda, sino en la conversación entre iguales, en el comercio de bienes y en el intercambio de opiniones. Lejos de restaurar la paz, la soledad, decían los ilustrados, produce ignorancia, alimenta la venganza y predispone a la envidia. La idea era tan simple como que el aislamiento amplificaba las pasiones preexistentes, alimentando el odio o el amor, según los casos. Pues siendo verdad que la comunión con la divinidad se conseguía a través del aislamiento eremita, también la venganza -y, en última instancia, el crimen- resultaba muchas veces del odio cultivado en soledad. Al menos hasta el siglo XIX, el aislamiento, cuando no era resultado de una imposición relacionada con la salud o con el delito, era un lujo que fue justamente cuestionado por aquellos que podían permitírselo. Desde un punto de vista moral, la soledad no era sino la contrapartida del exilio: el resultado inevitable de la muerte social de quien debía esconderse y refugiarse en su propia privacidad, ya fuera por imposición o por vergüenza. El privilegio del eremita era también el recurso del malvado.

Fuera de los casos de reclusión forzosa, promovida por la autoridad, la idea de «secuestrarse a uno mismo», como lo llamaba Rousseau, de aislarse en las cimas de las montañas o en mitad de los desiertos, adquirió un cierto aire romántico, explotado sobre todo en relación al corazón herido por el amor o a la inteligencia del genio obsesionado con una idea. Al contrario del juicio tan negativo que la Ilustración hizo de la soledad, la imaginación romántica entendió que no había mucha distancia entre el científico aislado en su laboratorio y el loco encerrado en su celda. Muchos lectores del libro más famoso de Mary Shelley, el Frankenstein, olvidan con frecuencia que se trata de un libro sobre la soledad del creador y la soledad, todavía más dolorosa, de su monstruo. Más importante si cabe, el mundo posterior a la Revolución Francesa no sólo se construye sobre la nostalgia de un pasado ausente, sino sobre las bases del deseo de aislamiento. La reivindicación de un espacio privado se expresa de mil maneras. Al menos hasta el siglo XX, en donde el mundo urbano comenzó a estar dominado por el transporte colectivo, el lugar que permitía la reflexión por excelencia no era el desierto, ni el campo, ni los valles de los alpes, sino el paseo, el paseo vulgar y accesible a personas de toda condición, ya fuera por obligación o por placer. Para propiciar esa soledad deseada, se inventaron infinidad de pasatiempos, desde el consabido solitario, -el juego de cartas que apareció en Moscú hacia 1820- hasta la jardinería o la cocina, pasando por la papiroflexia o la lectura. Como sucedía con el paseo del perro, que tan buenos resultados ha traído en los momentos más duros de nuestro encierro, todas estas actividades no solo servían para matar el tiempo, sino para propiciar el aislamiento, evitando las intimidades indeseadas.

La experiencia global del confinamiento ha colocado la soledad en primera línea. Personas de toda condición hemos sido expuestas a ambas formas de soledad: la impuesta y la deseada, de modo que las mismas políticas que nos han separado a los unos de los otros también nos han unido en espacios de convivencia forzada, sin que la puerta de la vivienda, que normalmente había tenido la utilidad de resguardarnos de los desconocidos, pudiera servir para huir, aunque solo fuera por un rato, de los convivientes. La soledad puede tener mucho que ver con la nostalgia, pero también con el deseo de detener el tiempo de lo social y de encontrar consuelo en la propia compañía.

Javier Moscoso es filósofo del CSIC.

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