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Solicitan asilo legalmente, pero encuentran la prisión

Solicitan asilo legalmente, pero encuentran la prisión

Durante más de siete meses, Ysabel ha estado encarcelada sin derecho a fianza en un centro de detención para inmigrantes en el sur de Arizona. Ese lugar es parte de una extensa red de centros de confinamiento con fines de lucro administrados por empresas privadas que tienen un contrato con el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos.

Visito a Ysabel (quien pidió que no se le identificara con su nombre verdadero por protección) cada dos semanas como voluntario de Kino Border Initiative, uno de los pocos grupos de defensa de migrantes que tienen los tan necesitados programas de visitas en Arizona, como Mariposas Sin Fronteras y Transcend. Nuestra labor principal como voluntarios es dar apoyo moral; facilitar la comunicación con familiares y proveedores de servicios jurídicos, y fungir como caja de resonancia de la frustración, la confusión y, a menudo, la desesperanza descarnada.

Ysabel y los demás solicitantes de asilo que visitamos suelen pedir apoyo de las formas más sencillas, como pequeños depósitos en efectivo en sus cuentas del centro de detención para poder llamar a sus familiares o comprar productos —como sopas de fideo seco, tampones, champú o audífonos para ver telenovelas— a precios excesivos. A menudo nos piden que les enviemos libros en español, una de las pocas cosas que se les permite recibir por correo sin el permiso de un oficial. Los libros más solicitados son Biblias con letra grande, además de publicaciones con alabanzas y oraciones, diccionarios bilingües, manuales para aprender inglés, novelas de romance y otros libros que ayudan a pasar el tiempo, como crucigramas, libros para colorear, libros para aprender a dibujar y manuales de instrucciones para hacer figuras de papiroflexia.

Ysabel llegó a la frontera de Estados Unidos en octubre del año pasado. Dejó su hogar en la parte este de Venezuela y a sus dos hijos. La región de la que huyó ya estaba plagada por el desorden mucho antes de los enfrentamientos que tuvieron una amplia cobertura mediática en los meses recientes. La zona también sufría ya apagones frecuentes, violencia generalizada y una escasez severa de alimentos, agua y medicamentos. En los años previos a su huida del país, Ysabel me dijo que había sido secuestrada, asaltada a mano armada en varias ocasiones y que también le habían disparado durante un intento de robo de automóvil con violencia.

Al igual que millones de venezolanos, Ysabel se desilusionó cuando el Estado fue incapaz de proveer la seguridad y los servicios públicos básicos. Se unió al movimiento de oposición local y, tras participar en varias protestas contra el gobierno, fue marcada como enemiga del régimen en el poder. Después de que su casa fue allanada por las fuerzas de inteligencia de Venezuela, decidió irse para siempre.

Para llegar a Estados Unidos, Ysabel fue a Caracas antes de embarcarse en un viaje de casi tres semanas por avión, automóvil, autobús y taxi. Recorrió la capital de Panamá, Bogotá, Cancún, Ciudad de México y Mexicali antes de, finalmente, llegar a San Luis Río Colorado, una ciudad en el lado mexicano de la frontera que colinda con Yuma, Arizona. Ahí se presentó para solicitar asilo en el lugar de entrada que se le asignara.

Debe señalarse que en estos momentos Ysabel lleva detenida más de un año, a pesar de haber cumplido con las leyes de inmigración y asilo estadounidenses al pie de la letra. Cuando la entrevistaron los funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional estadounidense, concluyeron casi de inmediato que era legítimo el miedo que sentía de regresar a Venezuela. No obstante, al igual que decenas de miles de solicitantes de asilo como ella, se le ha hecho padecer la sofocante precariedad del sistema de justicia penal de Estados Unidos, aunque nunca ha cometido ni ha sido acusada de cometer algún delito.

En lugar de comparecer ante un tribunal penal, quienes solicitan asilo en Estados Unidos pasan por procedimientos civiles. No se proporcionan defensores públicos en el tribunal civil, así que los migrantes y los solicitantes de asilo no reciben asesoría jurídica mientras enfrentan sus casos de inmigración, sino que dependen totalmente de servicios jurídicos gratuitos como The Florence Project, la única organización sin fines de lucro de Arizona dedicada a representar a los migrantes. Según un informe de 2016 del American Immigration Council, solo un 14 por ciento de los migrantes detenidos es representado por un abogado, cantidad que posiblemente haya disminuido con el reciente aumento de solicitantes de asilo que están llegando a la frontera. A una mayoría abrumadora de los que no tienen abogado —casi un 91 por ciento— no le otorgan asilo.

El sistema migratorio estadounidense tomó el mito del debido proceso y lo puso de cabeza. En lugar de la presunción de inocencia, los migrantes enfrentan la presunción de inadmisibilidad. Se les pide que demuestren que enfrentan un riesgo de muerte comprobable, aunque en la mayoría de sus países de origen hay pocas formas tangibles de documentar las dificultades que enfrentan. Por ende, los solicitantes de asilo tienen una carga probatoria frustrante en un sistema jurídico totalmente desconocido.

Nuestro sistema de detención y deportación se ve oscurecido todavía más por una burocracia kafkiana, compuesta de varias agencias por la que debe navegarse en un idioma extranjero para la mayoría de los que están atrapados en ella. A menudo, ni siquiera en la frontera con México, los guardias de las prisiones ni los jueces hablan o entienden español, lo cual los distancia todavía más de una población sobre la que tienen un control asombroso. Esto, a su vez, exacerba la vulnerabilidad de los detenidos y sus familias, quienes por lo general son presa de abogados, fiadores judiciales y una microeconomía de individuos que ofrecen de manera dudosa preparar los documentos, apoyar con las traducciones y una variedad enorme de otros “servicios”.

En Arizona, los jueces migratorios que emiten los fallos de los migrantes que están en los centros de detención suelen ser conocidos por su severidad. Por ejemplo, de 2013 a 2018, un juez del sur de Arizona, John W. Davis, negó el asilo al 96,9 por ciento de sus casos, es decir, concedió el asilo solo a nueve solicitantes de los 291 cuyos casos revisó (la tasa de rechazo a nivel nacional durante este mismo periodo fue considerablemente más baja, del 57,6 por ciento). En un lapso de dos años, el juez Davis ordenó la deportación de todos y cada uno de los solicitantes de asilo que pusieron un pie en su sala de juzgado.

A pesar de tener las probabilidades en su contra, un juez migratorio federal le otorgó asilo a Ysabel en febrero. Ganó incluso sin tener un abogado. Cuando la visité unos días después de que se pronunciara la sentencia, lucía visiblemente cambiada, había en ella una ligereza que rara vez había visto en el centro de detención. Después de medio año de padecer la opresión de la incertidumbre, por fin se abría un camino frente a ella. Cualquier día de estos, me dijo, sería puesta en libertad, y la puerta de entrada hacia Estados Unidos por fin se abriría.

Sin embargo, pasaron los días y las semanas y esa puerta seguía inexplicablemente cerrada. Semana tras semana, llegaba al centro de detención con la esperanza de que el nombre de Ysabel hubiera desaparecido de nuestra lista. Pero la encontraba sentada nuevamente en la sala de visitas entre las demás mujeres que solicitaban asilo: madres, abuelas, hermanas, hijas. Cada vez que hablábamos, su libertad parecía más lejana. El gobierno había pedido que se retrasara su liberación mientras los funcionarios preparaban una apelación. La fecha límite llegó y se fue sin que Ysabel recibiera alguna noticia sobre su caso. Finalmente supo que, en efecto, el gobierno había presentado una apelación, pero no le habían dado una fecha para comparecer ante el tribunal y darle seguimiento al caso; la única manera de los solicitantes de asilo de darse una idea aproximada del cronograma de su futuro cercano, el único punto en torno al cual puede darse un atisbo de esperanza.

El caso de Ysabel, concluí después de una hora de esperar a que me transfirieran de una línea telefónica a otra, había sido trasladado a la Junta de Apelaciones de Inmigración, el máximo organismo administrativo estadounidense que interpreta y aplica las leyes migratorias. Cuando por fin pude hablar con alguien de la oficina para preguntar si se había establecido una fecha de comparecencia en la corte para el caso de Ysabel, me dijeron que no había ninguna. En lugar de celebrar audiencias, el tribunal decidía la mayoría de los casos a puerta cerrada, por lo general solo con la “revisión de la documentación”. Cuando pregunté si la oficina podía calcular cuánto tiempo le tomaría llegar a una decisión, me dijeron de manera tajante que “la Junta no tiene fechas establecidas”.

El poder que el gobierno ejerce sobre el destino de Ysabel es difícil de entender en su totalidad. El purgatorio que ella y otros solicitantes de asilo deben soportar a veces dura meses o incluso años. En todo Estados Unidos, los migrantes como ella permanecen invisibles a la mirada pública en centenares de centros que prácticamente no rinden cuentas al mundo exterior. Muy pocos países detienen a esa escala a personas que no han cometido ningún delito: según Global Detention Project, una organización sin fines de lucro con sede en Ginebra, el sistema de detención migratoria estadounidense es el más grande del mundo y uno de los pocos que encierra a los migrantes en prisiones parecidas a las de los criminales.

Un informe interno llevado a cabo en 2009 por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) dice sin reparos que el modelo de detención de la agencia “se basa principalmente en las normas de encarcelamiento correccional diseñadas para criminales que aguardan un juicio”, normas que, admite el ICE, “imponen más restricciones e implican más costos de lo necesario”. Pero estos costos representan ganancias enormes para la industria de la detención privada: aproximadamente dos terceras partes de todos los migrantes detenidos (más de 260.000 personas) en el año fiscal 2016, fueron retenidos en centros con fines de lucro, los cuales generaron más de 4000 millones de dólares en ingresos.

La detención prolongada exacerba los aspectos más deshumanizantes de la experiencia migrante: la mercantilización de cuerpos que ocurre mientras se trafica con los migrantes, los peligros por los que pasan a lo largo de la militarizada frontera sur de Estados Unidos y la criminalización de la que son objeto a partir del momento en que la cruzan. Todo esto está concentrado dentro de los muros del centro de detención. Las mujeres con las que me reúno lo sienten vívidamente. “Espero poder salir pronto de estas cuatro paredes”, me dicen, porque en su interior “es como si fuéramos animales”.

El profundo poder de esta deshumanización también tiene el objetivo de servir como una herramienta disuasoria. Después de todo, la disuasión se ha vuelto la filosofía subyacente de las autoridades fronterizas estadounidenses: los crecientes peligros y gastos de cruzar nuestros desiertos en la frontera suroeste, la posibilidad atroz de que los padres sean separados de sus hijos, la incertidumbre desestabilizante de ser encarcelado sin saber hasta cuándo. Todo esto tiene la intención de desalentar, disuadir y, en última instancia, acabar con las esperanzas del futuro migrante.

Una de las mujeres a las que visito con regularidad, una abuela guatemalteca de 57 años, me confesó hace poco que estaba considerando olvidarse de la demanda de asilo para poder ser deportada tan pronto como fuera posible. La fuerza que sentía que la aplastaba tras más de medio año de detención estaba volviéndose más insoportable que el miedo sobrecogedor que la llevó a huir de su hogar. “No puedo aguantar más”, me dijo.

Eso, quería decirle, era prueba de que el sistema funcionaba tal como había sido planeado que lo hiciera. En cambio, le pedí que no perdiera la fe, que no se rindiera, a pesar de que yo mismo me preguntaba si en realidad le darían algún día el refugio que buscaba en este país.

Francisco Cantú es exagente de la Patrulla Fronteriza y autor de La línea se convierte en río: Una crónica de la frontera.

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