Solidaridad «versus» guerra del agua

Como sabemos, la Constitución reconoce y garantiza (art. 2º) tanto el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones como, a la par, la solidaridad entre todas ellas. El significado y alcance del principio de solidaridad bien merece algunas reflexiones cuando la última dinámica autonómica parece devaluarlo en campos como el de los recursos hídricos.
Constatemos que la solidaridad ni es patrimonio de la derecha ni de la izquierda. Es un principio que hunde sus raíces en el cristianismo, despliega todo su vigor en la Revolución francesa cuando se encarama a su lema vestida en forma de fraternité, vuelve a aparecer en el siglo XIX en programas y estatutos de partidos y sindicatos muy diversos; sirve de idea fuerza al pensamiento jurídico europeo del siglo XX denominado solidarismo, en las obras de Duguit, Pesch y tantos otros; e impregna los cimientos de los Estados sociales de Derecho que como el español, configuran la Unión Europea.

Al vincular nuestro constituyente el reconocimiento y la garantía del derecho a la autonomía con la prédica de la solidaridad interterritorial, se reconoce el derecho a la autonomía de unas comunidades unidas por un nexo de solidaridad, ya que las Comunidades Autónomas conviven en el seno de la Nación española y por ello son interdependientes y han de tener conciencia de su cohesión y de su deber de cooperación.

En otras palabras, el principio de solidaridad interterritorial, lejos de ser un mero principio jurídico formal, es un principio social, ético y político. Parte de reconocer tácitamente que todas las Comunidades no son iguales: Unas son mayores y otras menores, unas son más ricas que otras, unas tienen costa marítima y otras son interiores, unas tienen grandes cuencas hidrográficas y otras pertenecen a la España seca y así sucesivamente. Si todas las Comunidades Autónomas gozasen de los mismos recursos, los constituyentes nos habríamos ahorrado el art. 138 de la Carta Magna y su preocupación por garantizar la realización efectiva del principio de solidaridad interterritorial, confiada al Estado, que debe velar por «el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo, entre las diversas partes del territorio español». Obsérvese en tal inciso la dimensión ética de la solidaridad, que tiende a salvaguardar, en términos de justicia, el interés general. Y es que junto al deber cívico de solidaridad interpersonal (la ciudadanía depara derechos, pero también obligaciones que dimanan del deber de ser solidarios) el principio de solidaridad tiene una expresa dimensión interterritorial, en cuanto principio de equilibrio entre diversidad y unidad.

Ciertamente la noción de equilibrio proviene de la física, pero hace siglos que la hizo suya la politología. Recordemos las ideas de Montesquieu sobre el equilibrio entre los diferentes poderes o el debate de los padres constituyentes norteamericanos acerca de checks and balances, o la búsqueda por los internacionalistas clásicos del iustum equlibrium europeum. Y nuestra Constitución tras garantizar el derecho a la autonomía lo equilibra sabiamente con el cálido latido de la solidaridad, lo que se recogió en términos pacíficos, fruto de un certero consenso.

En el actual proceso estatuyente el esfuerzo de parte de nuestros políticos por salvaguardar la solidaridad interterritorial podría ser más brillante. Y, en concreto, la guerra del agua es preocupante por el carácter esencial de este suministro. De cuantos servicios debe garantizar un Estado social moderno (educación, sanidad, pensiones...) mediante lo que García Pelayo denominó brillantemente «la procura existencial» nada hay tan básico como la provisión de agua incluso en períodos de sequía. Jugar en esta materia con el peor egoísmo insolidario, nos diría hoy Aristóteles que es arruinar la democracia para caer en la demagogia.

Anotemos de pasada que en todo Estado territorialmente compuesto, la garantía de la prevalencia del interés general en materia hidráulica corresponde al Estado. Para ser breves nos limitaremos a recordar que ya nuestra Constitución de 1931, en su artículo 14 declaraba de exclusiva competencia del Estado los «aprovechamientos hidráulicos cuando las aguas discurran fuera de la región autónoma», lo que es precedente inmediato de nuestro actual art. 149.1.22, sabiamente interpretado por la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Ello, por cierto, no deja de ser feliz trasunto de una idea fecunda de nuestros bisabuelos. Mantener una gestión única para las cuencas hidrográficas, con independencia de que las aguas transcurrieran por diversas demarcaciones político-administrativas. Es el invento español de las Confederaciones Hidrográficas, que algunos consideran hijo del pensamiento regeneracionista, cuyo inspirador fue el aragonés Joaquín Costa. Y es que el agua se había convertido en un instrumento más del caciquismo. Contaba Antonio Cánovas que en cierta ocasión le preguntó a un cacique local por qué quería ser alcalde. La respuesta fue redonda: «Mire usted. don Antonio, aquí si yo soy el alcalde riego, y si no soy el alcalde, no riego». Y, efectivamente, quien no tenía peso político era de secano. ¿Vamos a volver a unir poder político y disfrute del agua?

Veamos parcamente cómo se ha planteado la cuestión del agua en los nuevos Estatutos de Autonomía. Las reformas de los Estatutos de las Comunidades con ríos importantes parecen tener denominadores comunes: a) El blindaje del agua del gran Río que atraviesa la Comunidad Autónoma. Así el Ebro (Estatutos de Cataluña y Aragón), el Tajo (Estatutos de Castilla la Mancha), o el Guadalquivir (Estatutos de Andalucía), aunque todas estas cuencas fluviales traspasan las fronteras de las respectivas Comunidades y su regulación compete básicamente a la Constitución y a la legislación estatal y discutiblemente a los Estatutos con estos se procura vaciar la competencia estatal; b) La exigencia de que el Estado obtenga informes preceptivos de las CC.AA., lo que obviamente busca condicionar políticamente la decisión del Estado; c) La caducidad de algún trasvase vigente (Tajo-Segura que se quiere someter a fecha de caducidad en el Estatuto de Castilla la Mancha); d) O simplemente que el Estado transfiera sus competencias a la Comunidad Autónoma por la vía del art. 150.2 -ignota, por cierto, en el Derecho comparado «federal»- (caso de Andalucía). Todo ello aderezado con declaraciones singularísimas en los respectivos preámbulos, como la que curiosamente se contienen en el de la Comunidad Andaluza sobre «la condición vertebral que el río Guadalquivir tiene para el territorio de la Comunidad Autónoma Andaluza», trasuntos tardíos de esa geopolítica interesada y poco prestigiosa de la Europa de entreguerras.

Por su parte los nuevos Estatutos de las Comunidades sedientas, Valencia y Murcia en concreto, comparten el deseo de solventar sus problemas hídricos al margen del Estado y pretenden blindar estatutariamente el suministro por comunidades terceras del agua de que son deficitarias. Algo parecido en cuanto a olvidar que el agua de las grandes cuencas es básicamente competencia del Estado, garante del principio de solidaridad interterritorial, pero naturalmente con pretensiones inversas. Esta guerra del agua, vía revisiones estatutarias, expresa una insolidaridad que no parece compatible con los valores constitucionales.

De esa insolidaridad se hace bandera electoral sin pudor. No se quiere trasvasar a otra comunidad autónoma ni las aguas excedentarias, como si fuese preferible sufrir inundaciones que el remitir las crecidas al vecino sediento, quien por otra parte, no siempre está dispuesto a racionalizar sus diversos consumos. El principio de solidaridad a todos parece bien, pero para que lo practique la Comunidad colindante, con una posible excepción, el trasvase del agua francesa del Ródano. Lo obvio no precisa de glosas.

¿No es posible sustraer el agua a la contienda política cotidiana, desarrollar la filosofía de la Directiva Comunitaria 2000/60CE, que extiende el viejo modelo español de Confederaciones a las denominadas Demarcaciones hidrográficas (que pueden integrar varias cuencas), aceptar la unidad de gestión de nuestras grandes cuencas -competencia esencialmente estatal aunque ejercitable en diálogo con las CC.AA. interesadas-, atribuir a éstas competencias en materia de desalinizadoras, despolitizar las soluciones técnicas y dejar de ver los trasvases como una solución derechista y las desalinizadoras como un fórmula izquierdista? No sé si le asistía la razón a Tales de Mileto cuando sostenía que el agua es el origen de todas las cosas. Pero celebraríamos que, por de pronto, fuese el comienzo de una sosegada reflexión sobre cómo entender el deber de solidaridad que a todos obliga.

Óscar Alzaga Villaamil, catedrático de Derecho Constitucional.