Solidaridad y coronavirus: ¿el fin del europeísmo naif?

El europeísmo acrítico ha definido durante mucho tiempo el apoyo de los países del sur de Europa al proyecto comunitario. Múltiples gobiernos indistintamente de su color político han hecho gala de estas credenciales, declarando al país de turno como un actor con el que contar para llevar a cabo la ever closer Union, la Unión cada vez más estrecha. Sin embargo, a golpe de crisis, este apoyo incondicional, que podríamos considerar como un europeísmo naif, empieza a resquebrajarse. Las primeras reacciones de los estados miembros a la hora de encarar la crisis del coronavirus no fueron precisamente de solidaridad; un valor sobre el que se supone que se asienta la Unión Europea. Al contrario, la reacción de algunos gobiernos fue aferrarse, una vez más, a la austeridad como valor y al cierre de fronteras como medida de protección.

Como en los años de la gran recesión, los países del sur reclamaron solidaridad y el norte respondió que no puede haberla sin el cumplimiento de normas y que los instrumentos con los que cuenta la UE son los que deben delimitar la respuesta europea, independientemente de si su condicionalidad remite a los tiempos de la austeridad salvaje. Encontronazos retóricos que parecían más propios de la época de la crisis financiera provocaron la reacción airada de los países del sur, pues esta vez la pandemia que ha originado la emergencia no es consecuencia del déficit excesivo ni de la deuda. La brecha norte-sur ha vuelto (si es que alguna vez se fue); y, con ella, el europeísmo naif, para bien o para mal, está llegando a su fin.

Italia se desmarcó hace tiempo de ese europeísmo acrítico. Con una economía estancada hace décadas y un sistema político muchas veces caótico, es el país que lleva más años dentro del club. Las relaciones hay que cuidarlas o se pierde la chispa, e Italia, país fundador, ha ido acumulando motivos que alimentaron el euroescepticismo. No les faltó razón a sus ciudadanos al sentirse abandonados por el resto de países de la Unión cuando tuvieron que hacer frente, durante años, a la llegada de refugiados y migrantes a sus costas, una crisis de solidaridad en toda regla. Italia hace tiempo que se siente desamparada frente a retos globales que ha tenido que afrontar en solitario. Grecia, Portugal y España, que entraron en las Comunidades Europeas en búsqueda de la consolidación democrática en la década de los 80 del siglo pasado, lo han experimentado más tarde. Para Grecia fue la gran depresión de 2008. En cambio, Portugal y España mantuvieron sus credenciales europeístas incluso durante la crisis económica y financiera. En Portugal, la derecha radical euroescéptica es testimonial. España fue durante mucho tiempo una de las excepciones de la UE, sin presencia de un partido de extrema derecha en todo el arco parlamentario. Aunque la emergencia de VOX ha acabado con esta excepcionalidad, el euroescepticismo sigue sin hacer mella en la sociedad española. No en vano, una encuesta realizada por YouGov para la alianza de periódicos LENA mostraba que el 84% de la sociedad española pedía una respuesta más cohesionada de la UE a la crisis del coronavirus y el 67% creía que pertenecer a la UE es algo positivo. Sin embargo, los efectos devastadores de la pandemia en la población, las grandes dificultades que debe afrontar el personal sanitario, víctima de los recortes en el gasto público, y la profundidad de las consecuencias económicas y sociales que ya se intuyen, pueden amplificar la (percibida) falta de solidaridad de los socios de la UE y acelerar, esta vez sí, el fin del europeísmo naif, también en España.

En plena discusión sobre los posibles instrumentos financieros para hacer frente a los costes de la pandemia, ya se vislumbra el problema de fondo que podría emerger una vez superada la emergencia sanitaria. Italia y España han sido golpeadas duramente por el virus, pero Portugal –con menos casos– también se ha sentido atacada por declaraciones políticas que venían del norte de Europa. La retórica de confrontación norte-sur ha vuelto a la política comunitaria, con el riesgo que conlleva de erosión de la confianza entre los pocos italianos eurófilos que quedan, y de marcar un cambio de tendencia en España y Portugal. Si el europeísmo naif muta, como el virus, ahondará la brecha norte-sur.

El europeísmo incondicional no se ha sentido correspondido. El apoyo comunitario no ha tenido la bidireccionalidad que se esperaba en algunas capitales de sur, provocando que el lenguaje político de alguno de estos gobiernos, en el peor momento de propagación del virus, resonara, como mínimo, a desencanto europeo. Los discursos en Lisboa o Madrid se han endurecido ante la falta de solidaridad por una crisis que no tiene su origen en el sur y que, por tanto, no entienden que deban acarrear en solitario con las consecuencias.

La buena noticia es que el fin del europeísmo naif no significa necesaria y automáticamente euroescepticismo; bien dirigido se puede convertir en un europeísmo crítico que vaya más allá de simples declaraciones; habrá que trabajar duro para tejer alianzas y coaliciones, circular propuestas y prepararse para el bargaining de cualquier negociación financiera europea. La propuesta española sobre el llamado plan Marshall ejemplifica el fin del europeísmo naif porque se pasa de aceptar a la Unión Europea como la solución per se y esperar pasivamente a que la respuesta llegue desde Bruselas, a dar forma a una idea particular de cómo debería ser la solución y por tanto posicionarse activamente ante la misma, desterrando el europeísmo acrítico. Fortalecer la alianza de países del sur para defender sus posiciones no sólo protege sus respectivos intereses nacionales sino que contribuye al interés europeo aportando posibles soluciones.

Sería injusto decir que una coordinación semejante contribuiría a ahondar la brecha. La brecha ya existe. Alianzas regionales (como la creación de la Nueva Liga Hanseática o el Grupo de Visegrado) se han constituido desde hace tiempo como polos internos de presión en la UE. No hay razón para que el sur no defienda sus intereses de manera coordinada con el mismo ahínco. La existencia de partidos de derecha radical euroescéptica en el norte de Europa no puede achacarse solamente a los costes de la solidaridad financiera, como apuntan algunos discursos políticos y académicos. Hasta ahora, solidaridad la justa y, a pesar de ello, el euroescepticismo ha ido en aumento, e incluso se ha sentado en gobiernos de todos los puntos cardinales de la Unión, de Finlandia a Hungría o Italia; No es solo una cuestión económica. También la gestión de la diversidad en sociedades que ya no son homogéneas o la pérdida de la identidad nacional frente a un mundo globalizado, entre otros muchos factores, erosionan el concepto de integración europea. Mientras tanto, la falta de solidaridad con el sur alimenta el euroescepticismo meridional, incluso allí donde la lealtad europeísta se mantuvo durante décadas fuera de dudas. Este sur debe transitar ahora de la inocencia del europeísmo incondicional al europeísmo crítico constructivo; y, en interés del proyecto común, el norte debería escuchar y bajar del altar a la austeridad como único valor. Practicar la solidaridad activa es la única alternativa que nos queda por probar de salir juntos de esta crisis.

Héctor Sánchez Margalef, investigador, CIDOB

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