Por Flavia Company, escritora (EL PERIÓDICO, 02/05/06):
No he podido evitar fijarme en la coincidencia, el mismo día, de tres distintas pero cercanas noticias, que en un primer término parecen tener en común solo a la mujer, pero que, en realidad, lo que tienen en común es la cultura --o la carencia de la misma--. Las tres noticias son las siguientes: 1) Que el 15% de las mujeres españolas reciben tratos vejatorios en el trabajo por su condición sexual. 2) Que Wimbledon mantiene la diferencia en la cuantía de los premios otorgados a los tenistas hombres y mujeres para preservar la superioridad masculina. 3) Que el famoso galán cinematográfico Kevin Costner ha sido denunciado por una masajista por abuso sexual.
Son noticias de distinto peso, desde luego. La primera es la constatación hecha por un estudio del Instituto de la Mujer y resulta preocupante. La segunda es de los últimos vestigios de la época victoriana, que se empeña en permanecer y afecta --en principio: no olvidemos que las estrellas del deporte son referente y modelo de gran parte del mundo-- tan solo a personas extremadamente ricas. Y la tercera podría ser sólo un chisme, un reclamo publicitario para un actor de capa caída o la interesada acción de una masajista sin escrúpulos que pretende sacar dinero y popularidad de una circunstancia servida en bandeja.
DICHAS NOTICIAS me hacen recordar --porque una idea lleva a otra y una acaba pensándolas todas-- que no hace demasiado tiempo leí acerca de la desigualdad de sueldos entre hombres y mujeres con igual categoría laboral e idéntico puesto de trabajo --un 15%, y no creo necesario aclarar que la diferencia está a favor de los hombres--. Y me viene a la cabeza también que las víctimas mortales a manos de sus parejas no dejan de aumentar (no sé si preciso puntualizar que las víctimas mortales son mujeres y que sus parejas son hombres).
Y con toda esa información en la cabeza me voy al estreno, en el teatro Romea, de la obra El túnel, interpretada de un modo inolvidable por Héctor Alterio. Una obra en la que una mujer es asesinada por su pareja --un hombre-- a causa de los celos. El personaje es presentado como un paranoico, una bestia parda egocéntrica e incapaz de sentimientos, y se ciñe al esquema que tan interiorizado tiene el mundo: un hombre enloquecido por los celos es capaz de cualquier cosa. ¿Acaso todos los que matan a sus parejas son locos o es que los cuerdos pensamos que para hacer algo así hay que estarlo y es la única explicación que nos atrevemos a dar?
Son demasiados frentes al mismo tiempo, y contribuyen a conservar una imagen determinada de la mujer. Una imagen, un rol y un concepto que explica muchas cosas, cosas que tienen que ver con la manera absurda en que se gestiona el poder.
Al fin y al cabo, lo mismo da que se trate de hombres y mujeres --sobre todo si se es hombre, y no mujer--. Podría tratarse de blancos y negros, de gigantes y enanos, de ricos y pobres, de Estados Unidos e Irak, de padres e hijos, de adultos y niños o ancianos, de jefes y empleados o de nacionales e inmigrantes. El problema de fondo es que se hace lo que se puede hacer porque se puede hacer. No es un juego de palabras, es una realidad. Gastamos más de lo que necesitamos porque podemos, abusamos del que jerárquicamente está por debajo de nosotros porque podemos, maltratamos al que no puede defenderse porque podemos. Así de sencillo. Y porque hacerlo no supone castigo alguno. De ahí la necesidad de la discriminación positiva y de la intervención de la justicia.
Como decía al principio, lo que tienen en común las tres noticias que he elegido no es sólo la mujer sino, en mi opinión, la incultura, entendida como la falta de esfuerzo e incluso como la falta de ambición. Si nos pusiésemos de acuerdo en que la cultura no es información, sino, en última instancia, la intención y la consecución de la misma, la voluntad y su resultado, la decisión de que el querer sea más pesado y fuerte que el poder, nos sería más fácil darnos cuenta de lo importante que es no bajar la guardia, seguir luchando por ser mejores, apostar por el trabajo, por lo difícil, por lo que nos cuesta.
Y SI LO QUE nos cuesta es aceptar que las cosas cambien, debemos esforzarnos por cambiarlas, porque de lo que se trata es de ir hacia delante: no hay ninguna otra esperanza.
Hay una escena muy emocionante en la película La lista de Schindler, cuando este le dice a un nazi que está a punto de disparar un tiro en la cabeza a un inocente, que es cierto que tiene el poder de hacerlo, pero que también es cierto que tiene el poder, más grande aún, de no hacerlo. Esa es la cuestión: tenemos el poder, más grande aún, de no mantener las desigualdades, los abusos; tenemos el poder de desterrarlos, el poder, pues, de cambiar el privilegio de ser los únicos por el mayor privilegio de darnos cuenta de que los demás también existen.