Sólo el parlamentarismo puede salvarnos

Javier Castro-Villacañas en su reciente Tribuna, “Delenda est parlamentarismo”, considera que el sistema parlamentario es el causante de la inestabilidad y de la presente crisis política europea en general, y española, en particular. Según Castro-Villacañas, los gobiernos surgidos de los parlamentos tienden a la partitocracia, al control de todos los poderes, desde la reducida cúpula de los partidos políticos.

Castro-Villacañas realiza una buena descripción de la evolución de la institución parlamentaria desde la Edad Media en el Reino de León. Su crítica sobre la tendencia de las oligarquías en la construcción partitocrática es muy acertada, pero considero una exageración concluir que el Parlamento es parte del problema y no de la solución. Y mucho menos que el parlamentarismo deba ser destruido, borrado de la faz de la tierra, como deseaba Catón el Viejo a Cartago en el siglo III a.c.

En opinión de Castro-Villacañas: “la fórmula del régimen parlamentario es netamente reaccionaria porque significa un hecho contrario a los ideales ilustrados de la Revolución francesa: en lugar de limitar y separar los poderes se consigue una unidad de poder que tiende a la oligarquía. De ahí el carácter mutante del parlamentarismo que, durante la segunda mitad del siglo XX, derivó, tanto en sistemas monárquicos como en republicanos, en el actual régimen de Estados de partidos, donde se consigue la mayor gloria que puedan soñar las oligarquías: un sistema de unidad de poder dentro del Estado con una apariencia externa de separación de funciones”.

Aceptando el diagnóstico sobre algunas oligarquías de partidos en el siglo XX hasta el presente, creo que el modelo de monarquía parlamentaria por excelencia es el Reino Unido y en las repúblicas, los Estados Unidos. En ninguno de los dos casos ha triunfado el Estado de partidos. La Revolución francesa no es un ejemplo válido: comenzó en 1789 como un régimen de libertad y en 1792 evolucionó hacia el Terror y después hacia el Imperio despótico y militarista de Napoleón en toda Europa.

Los regímenes totalitarios y autoritarios eliminan el ágora, el debate y el diálogo en la plaza pública, el espacio de debate político que es el Parlamento, el salón de encuentro de los partidos políticos en los que, bajo ciertas normas y límites, se adoptan las leyes y decisiones que gobiernan a una comunidad. Desde la polis griega a nuestros días, el parlamentarismo ha sido y es un ámbito de libertad y el principal instrumento de civilización y democracia.

El Parlamento, mediatizado y controlado por el ejecutivo, es una víctima de la partitocracia. Donde no hay Parlamento hay caudillismo o tiranía, es decir, la gobernación sin control de los ciudadanos. El ejemplo más extremo y reciente es la Venezuela de Maduro, donde el gobierno ha disuelto el órgano parlamentario.

La edad de oro del parlamentarismo en Europa se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XIX hasta 1914. Allí donde la tradición parlamentaria era más fuerte, como en el Reino Unido, los británicos fueron capaces de dar un ejemplo de civismo, libertad y unidad nacional reuniendo el Parlamento incluso durante los bombardeos de Hitler sobre Londres en 1940-1942.

La tradición antiparlamentaria en toda Europa y en España no es nueva, procede del periodo de entre guerras, en la primera mitad del siglo XX. En la derecha española, el antiparlamentarismo tuvo su primera y más nefasta materialización en la dictadura de Primo de Rivera, en 1923. “El cirujano de hierro”, patriota bien intencionado, resultó un remedio peor que la enfermedad; poco después el antiparlamentarismo de la izquierda se manifestó en el PSOE de Largo Caballero con su discurso de las Ventas de 5 de abril de 1936: “La dictadura del proletariado es la verdadera democracia”.

Setenta millones de muertos en dos Guerras Mundiales (veinte en la Primera y cincuenta en la Segunda) fue el precio que Europa tuvo que pagar para recuperar el parlamentarismo, el constitucionalismo representativo, frente al totalitarismo. Los intentos de degradación y secuestro del Parlamento por la partitocracia merecen nuestra atención y reforma pero no su condena y mucho menos su eliminación o “borrado”.

Además, frecuentemente es el Parlamento el que se impone al ejecutivo. Merkel en Alemania necesita para gobernar conseguir un acuerdo parlamentario. En el Reino Unido, por muy fuerte que fuera el liderazgo político de Thatcher, se vio obligada a dimitir en 1990 por su cuestionamiento por parte de los miembros tories del Parlamento, más preocupados por los votos de sus distritos que por el mantenimiento de la confianza a su primer ministro.

En el caso de España sí se ha producido, hasta ahora, un sometimiento del Congreso al ejecutivo. La ley electoral, la elaboración de las listas de candidatos y el Reglamento del Congreso han sido los medios con que se han dotado los presidentes del gobierno para que nuestra monarquía parlamentaria evolucione hacia un Estado de partidos, hacia la presente partitocracia.

Desde diciembre de 2015 asistimos a la resistencia de la opinón pública española de que las cosas continúen del mismo modo. De ahí la crisis de los dos grandes partidos (PP y PSOE) y el creciente protagonismo del Congreso español en los cambios que se avecinan. Los ejemplos de otros parlamentos europeos y americanos, como los citados, demuestran la virtualidad de los Parlamentos que se resisten a ser meras comparsas del poder ejecutivo.

Una paradoja del Estado de partidos es que devora a sus propias criaturas. Mientras que en la monarquía parlamentaria del Reino Unido los partidos son los mismos desde hace doscientos cincuenta años (Conservador y Liberal) y unos ciento cincuenta años del partido Laborista, en España nuestro sistema democrático es una trituradora de organizaciones: UCD, PCE, Democracia Cristiana, CDS, AP, Partido Reformista, CiU, UPyD, IU, Euzko Alkartasuna, PDeCAT. (?)… más innumerables partidos regionalistas.

Desde 2015, la estabilidad política bipartidista buscada con la vigente ley electoral, ha saltado hecha añicos al emerger dos nuevos partidos que disputan a los dos grandes partidos, respectivamente, la hegemonía en la izquierda (Podemos) y en la derecha (Ciudadanos). De momento, estamos pasando de un bipartidismo imperfecto (PP-PSOE) a un sistema de cuatro partidos y se desconoce el final de este proceso.

Por si fuera poco, quizás de modo no previsible en 1978, los dirigentes de la UCD y del PSOE confiaron en la lealtad constitucional (o al menos en la conllevanza) de los nacionalistas catalanes y vascos y en las virtudes del sistema proporcional, parcialmente corregido con la ley D’Hont y la circunscripción provincial. A día de hoy, el golpismo de los separatistas catalanes y la práctica supremacista de los nacionalistas han desvelado el camino que no se debió tomar y en el que no se debe continuar.

En mi opinión el Salón de sesiones del Congreso es el salón de los encuentros en el que se puede articular un proyecto reformista con el mayor apoyo posible y no necesariamente sometido a una reforma constitucional. En muchos casos, la apelación a la reforma constitucional no es más que una excusa de mal pagador para no afrontar ningún tipo de reformas. Se trata de hacer un diagnóstico de los pasos legislativos, decididos por los sucesivos presidentes de gobierno, que nos han llevado a la construcción del vigente Estado de partidos, a la partitocracia.

Me limito a enumerar algunos cambios posibles sin reforma constitucional: la ley electoral, la ley de financiación de partidos políticos, de la patronal y de los sindicatos; la ley de partidos políticos, la ley Orgánica del Poder Judicial, la independencia de la fiscalía y de los organismos reguladores, el Reglamento del Congreso; poner fin a los costosos medios de comunicación en manos del gobierno y de los gobiernos regionales y municipales, la educación sectaria en manos de supremacistas excluyentes, la duplicidad administrativa provincial y municipal y otras. La espinosa cuestión territorial sí requiere un amplio acuerdo, al menos entre los tres grandes partidos constitucionalistas y una eventual reforma constitucional.

Todo ello es posible en el marco del Congreso de los Diputados. En la tradición política española todo lo que no sea un acuerdo de las grandes corrientes de opinión nos conduce a la exclusión y al fracaso. Por ello es tan importante el acuerdo y el entendimiento. En lugar de enterrar un falso culpable, el Congreso de los Diputados, o buscar soluciones rupturistas, la experiencia demuestra que para preservar la libertad y la democracia, sólo el parlamentarismo puede salvarnos. Así lo hizo Alfonso XII con la Constitución de 1876 y Don Juan Carlos I con la Constitución de 1978.

Guillermo Gortázar, historiador y abogado. Su último libro es 'El salón de los encuentros. Una contribución para el debate político del siglo XXI' (Unión Editorial. Madrid, 2016).


Le responde Javier Castro-Villacañas: Parlamentarismo y Estado de partidos.

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