La cumbre del G-8 que se reunió la semana pasada en la localidad alemana de Heiligendamm ha arrojado ciertos resultados, al menos moderados. De todas formas, ¿no es lo acostumbrado en estos casos? Prevista al inicio como una consulta informal entre jefes de Estado, las reuniones de los representantes del G-8 se han convertido en pesadas y aburridas cumbres diplomáticas anuales. Abordan las cuestiones más variadas y se preparan minuciosamente con meses de antelación. Congregan a miles de personas, ya se trate de jefes de Estado o de Gobierno con sus correspondientes séquitos de asesores y colaboradores sin olvidar a los miles de periodistas y manifestantes que acuden invariablemente a la cita. En suma, el carácter informal del encuentro se ha evaporado.
Todo responde, por el contrario, a un ritual ajustado y bien engrasado.
Antes de la cumbre, cada uno de sus protagonistas eleva su puja al máximo y la reunión concluye con diversos acuerdos a modo de trampantojo sobre un fondo de manifestaciones de activistas radicales. Un escenario que se repite cada año.
Algunos reprochan al G-8 su afán por convertirse en una especie de directorio mundial carente de la legitimidad de la ONU. De acuerdo con esta perspectiva, los países ricos se reunirían a fin de consolidar sus privilegios y conservar las condiciones y elementos propios de su dominio mundial. Otros, por el contrario, le acusan de ineficacia, añadiendo que tales reuniones adoptan escasas decisiones genuinas. Es decir, se emiten declaraciones exclusivamente verbales que apenas resultan en una verdadera puesta en práctica.
Este año, las circunstancias que han rodeado a la cita han mostrado tal vez tintes algo más dramáticos. En respuesta al sistema antimisiles estadounidense, Putin había amenazado con apuntar nuevamente sus armas nucleares contra Europa. Algunos no dudaban en referirse a un retorno de la guerra fría. Sin embargo, tal comparación carece de base. Si bien cabe apreciar un endurecimiento del tono de Moscú no por ello puede hablarse de un retorno a la guerra fría pues las circunstancias históricas han variado radicalmente. Ya no estamos en un sistema bipolar en el que cada parte desea la desaparición de la otra. Moscú ya no encabeza una coalición mundial con anclaje militar en todos los continentes y en práctico pie de igualdad con Washington. Lo que ocurre, sencillamente, es que Rusia quiere hacerse respetar y Putin quiere mostrar al pueblo ruso que el periodo en que Rusia era poco menos que material desechable en la escena internacional ha dado fin. Rusia está de regreso - y con bríos, por cierto- en la escena internacional. Quiero decir que las rivalidades entre Moscú y Washington son rivalidades nacionales clásicas y no una rivalidad entre dos sistema antagonistas. EE. UU. deseaba, a propósito del escudo antimisiles, aislar a Rusia. Sin embargo, no se ha visto secundado a este respecto por parte de Alemania y Francia, preocupadas por una nueva carrera de armamentos. Y Putin, por su parte, ha propuesto hábilmente instalar las bases del escudo antimisiles en Azerbaiyán. Tampoco se trata de echar las campanas a vuelo y considerar de inmediato que todo está resuelto. Volverá a asomar la manzana de la discordia dado que de hecho no hay nada acordado.
Antes de ser elegidos, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy habían manifestado clara e inequívocamente su voluntad de tomar sus distancias respecto de Rusia - acusaban a sus predecesores respectivos de haberse aproximado demasiado- y acercarse a EE. UU. La cuestión de la lucha contra el calentamiento climático, sobre todo, les ha puesto palos en las ruedas en el intento. Antes de esta última cumbre, George W. Bush decía que no quería ni oír hablar del tema mientras que París y Berlín querían reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 50% entre el momento actual y el año 2050. Lo cierto es que se ha adoptado una declaración no vinculante. Se presenta como un éxito, pero la verdad es que Bush no se ha comprometido a nada. Se ha limitado a decir que EE. UU. tomaría seriamente en consideración la necesidad de combatir el calentamiento climático. Desde el mismo momento en que los jefes de Estado y de Gobierno se dan cita, consta innegablemente el deber si no de salir con éxito del empeño a la hora de la despedida, al menos de aparentarlo. Del mismo modo, y a propósito de la cuestión de Kosovo, las posturas siguen siendo contradictorias entre EE. UU. que desea la independencia, Alemania que se resigna a ello y Rusia que la rechaza. No se ha avanzado ni un centímetro en esta cuestión. Y similar decepción se detecta entre las ONG de ayuda al desarrollo que consideran que al sur en general - y a África en particular- no les ha restado a fin de cuentas sino la renovación de promesas ya hechas.
Pese a cuanto antecede, se han guardado las apariencias y la cumbre ha podido finalizar con una hermosa foto de familia. Una foto que cuesta cien millones de euros, dirán los contrarios al G-8. Ala vista de la falta de resultados concretos, es caro. No obstante, resulta soportable en comparación con lo que costaría en caso de ausencia de contactos entre las grandes potencias porque siempre es preferible que las grandes potencias mantengan contactos entre sí.
Tampoco cabe esperar milagros. Los jefes de Estado y de Gobierno enseñan sus cartas y permiten que las ONG y la opinión pública ejerzan cierto grado de presión sobre ellas. El G-8, tal vez, es decepcionante. Aunque también es verdad que su supresión no solucionaría en nada la situación.
Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.