Solo la alfabetización democrática puede salvar la democracia

Según cuáles sean sus fuentes informativas, su visión de cómo está yendo el proceso de destitución del Presidente estadounidense Donald Trump puede ser muy distinta a la de sus amigos, familiares o vecinos. También puede usted pensar que cualquier versión que difiera de la suya es sencillamente falsa. Esta falta de consenso sobre los hechos básicos –que, en gran medida, es consecuencia de las redes sociales- conlleva serios riesgos, y no se está haciendo casi nada para abordarla.

En los últimos años, la necesidad de mejorar la “alfabetización mediática” se ha convertido en una de las exhortaciones favoritas de quienes buscan combatir la desinformación en la era digital, especialmente aquellos que prefieren hacerlo sin hacer más estrictas las normativas hacia los gigantes tecnológicos como Facebook y Google. La lógica tras ello señala que, si la gente tuviera los suficientes conocimientos de los medios, podría separar la paja del trigo y prevalecería el periodismo de calidad.

Hay algo de verdad en ese argumento. Tal como es peligroso conducir en un lugar del cual se desconoce las reglas del tráfico, navegar con seguridad en el nuevo ambiente de medios digitales -evitando no solo las “noticias falsas”, sino además amenazas como el acoso en línea, el porno no consensuado (“de venganza”) y los discursos de odio- requiere conocimiento y atención. En consecuencia, resulta crucial el que se emprendan iniciativas sólidas para mejorar la alfabetización mediática a nivel global. Los medios informativos libres, creíbles e independientes son uno de los pilares de toda verdadera democracia, esenciales para que los votantes tomen decisiones informadas y hagan que las autoridades electas rindan cuentas de sus actos. Considerando esto, la alfabetización mediática se debe impulsar dentro de una campaña más general para mejorar la alfabetización democrática.

Desde su invención en la Grecia antigua hace más de 2500 años, la democracia ha dependido de reglas e instituciones que logren un equilibrio entre participación y poder. Si el punto fuera simplemente hacer que todos hablaran, plataformas como Facebook y Twitter serían la máxima expresión de la democracia, y movimientos populares como la Primavera Árabe de 2011 habrían producido con naturalidad gobiernos plenamente funcionales.

En su lugar, el objetivo es crear un sistema de gobernanza en que los líderes electos aporten su experiencia y conocimientos a fin de beneficiar los intereses de la gente. El estado de derecho y la separación de poderes, garantizados por un sistema de controles y contrapesos, son vitales para el funcionamiento de un sistema así. En pocas palabras, la movilización significa poco sin un grado de institucionalización.

Y, sin embargo, hoy las instituciones públicas padecen la misma falta de confianza que los medios informativos. En cierta medida esto es merecido: muchos gobiernos no han satisfecho las necesidades de sus ciudadanos y la corrupción es rampante. Todo ello ha agravado en escepticismo hacia las instituciones democráticas: la gente suele preferir plataformas en línea más igualitarias, donde se pueda escuchar la voz de todos y cada uno.

El problema es que tales plataformas carecen de los controles y contrapesos que exige la toma informada de decisiones. Y, contrariamente a lo que algunos pioneros de la internet creían al principio, ellos no surgirán orgánicamente. Por el contrario, los modelos de negocios guiados por algoritmos de las compañías tecnológicas no hacen más que obviarlos, porque amplifican las voces según clics y “me gusta”, no según su valor o veracidad.

Los políticos populistas han aprovechado la falta de controles y contrapesos para obtener poder, que usan a menudo para beneficiar a sus partidarios, pasando por alto las necesidades de sus oponentes o de las minorías. Este tipo de régimen de las mayorías se parece mucho a la imposición de las mafias: los líderes populistas intentan suprimir legislaturas y tribunales para cumplir los deseos de sus votantes, a menudo moldeados por mentiras y propaganda. Un buen ejemplo es el reciente intento del Primer Ministro británico Boris Johnson de suspender el Parlamento para reducir su capacidad de evitar un Brexit sin acuerdo.

En una democracia, los ciudadanos deben poder confiar en sus gobernantes garantizarán sus derechos y protegerán sus intereses básicos, con independencia de por quién votaron. Deberían poder seguir con su día a día, confiados en que las autoridades públicas dedicarán su tiempo y energía a tomar decisiones informadas, y que el resto someta a controles y contrapesos a las que no lo sean. Los medios independientes creíbles apuntalan este proceso.

En el caso de Johnson, el poder judicial cumplió su deber de ser un contrapeso del poder ejecutivo. Sin embargo, con cada ataque a las instituciones democráticas se debilita su capacidad de rendición de cuentas, más gente se desilusiona y disminuye la legitimidad del sistema. Con el tiempo, esto reduce los incentivos a que las personas talentosas trabajen en ámbitos como el periodismo y la política, erosionando más aún su eficacia y legitimidad.

Para romper este círculo vicioso es necesaria la rápida expansión de la alfabetización mediática y democrática, abarcando temas como el modo en que funciona el sistema y quién lo rige y le da forma. Y, no obstante, como muestra un estudio de próxima publicación del Comité de Expertos sobre Periodismo de Calidad en la Era Digital (en el cual colaboré) del Consejo de Europa, la mayoría de los programas actuales de la alfabetización mediática se limitan a enseñar a los escolares a usar plataformas digitales y entender el contenido de las noticias. Muy pocos apuntan a personas mayores (que son quienes más los necesitan),  explican quién controla los medios y la infraestructura digital, ni enseñan los mecanismos de una opción algorítmica.

En todo el mundo, las democracias están pasando por una prueba de esfuerzo. Para que la aprueben, es necesario reforzar sus bases institucionales. Y eso requiere, en primer lugar y antes que todo, entender cuáles son esas bases, por qué importan y quién intenta eliminarlas.

Alexandra Borchardt is a senior research associate at the Reuters Institute for the Study of Journalism at the University of Oxford. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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