Solo los pobres mueren jóvenes

Las personas de menor nivel socioeconómico (por sus niveles de educación, ocupación o ingresos) viven en promedio vidas más cortas y menos saludables que las de estratos más altos. De hecho, a menudo la expectativa de vida al nacer varía de 5 a 10 años según sea el factor de bienestar social y económico. Por sufrir distintas enfermedades o discapacidades, los pobres pierden entre 10 y 20 más años que sus contrapartes más ricas.

Esto no habría sorprendido a nadie en el siglo diecinueve, con su promedio de bajos ingresos, su pobreza generalizada y su falta de sistemas de seguridad social. Sin embargo, hoy en día es común que ese tipo de información se refiera a países de altos ingresos, incluso aquellos que presentan altos índices de prosperidad económica y desarrollo humano. Los estados de bienestar altamente desarrollados de Europa Occidental no son la excepción.

Desde fines de la Segunda Guerra Mundial, los países europeos occidentales han intentado reducir la desigualdad socioeconómica o paliar sus consecuencias a través de la fiscalidad progresiva, programas de seguridad social y una amplia gama de prestaciones financiadas con fondos públicos, como vivienda, educación, sanidad y centros culturales y recreativos. No obstante, si bien estas políticas han conseguido reducir las desigualdades en ciertos ámbitos sociales y económicos, como el ingreso, la calidad de la vivienda y el acceso a los servicios de atención sanitaria, han sido insuficientes para eliminar las desigualdades en ámbito general de la salud.

Las series de datos tomados a lo largo de varias décadas indican que la brecha socioeconómica de la mortalidad se estrechó antes de los años 50, pero que ha aumentado de manera importante desde entonces. Más sorprendente es el hecho de que no necesariamente las políticas de bienestar más generosas se traducen en menos disparidades en términos de salud. Incluso los países nórdicos, líderes mundiales en lo referente a la creación de políticas de bienestar amplias y bien diseñadas que protejan a los ciudadanos a lo largo de sus vidas, enfrentan importantes disparidades en el ámbito de la salud, a pesar de que la desigualdad de sus ingresos es relativamente baja.

Es necesario advertir que los estados de bienestar modernos se encuentran lejos de abolir la desigualdad social: las disparidades del acceso a los recursos humanos y materiales siguen generando vidas altamente desiguales entre sus ciudadanos. Sin embargo, el objetivo del estado de bienestar nunca ha sido la redistribución radical de la riqueza, sino más bien crear una suerte de punto medio entre los intereses de empleadores y empleados, obreros y clases medias. Como resultado, sus efectos redistributivos son modestos.

Así, si bien las desigualdades en el ámbito de la salud se pueden explicar en parte por el fracaso del estado de bienestar, es necesario mirar a otro lugar para comprender su aumento (y revertirlo). Del creciente número de trabajos científicos sobre el tema han surgido dos posibles explicaciones: la movilidad social ascendente selectiva y la demora en la difusión del cambio conductual. En realidad, ambos factores están en acción.

A lo largo del siglo veinte la movilidad social aumentó a ritmo lento pero constante en todos los países de ingresos altos, lo que se refleja en que los logros educacionales y el estatus en el empleo dependen menos de los lazos familiares y más de las habilidades cognitivas y otras características individuales. Como resultado, los grupos de menor nivel socioeconómico no solo se han reducido en tamaño, sino que probablemente se hayan vuelto más homogéneos en términos de características individuales que eleven el riesgo de sufrir problemas de salud.

Más aún, quienes gozan de posiciones socioeconómicas más altas tienden a adoptar primero los cambios de hábitos y se muestran más dispuestos a abandonar conductas nocivas para la salud, como fumar tabaco y consumir alimentos con altos contenidos de grasas. Si se considera todo esto, las recomendaciones de cambios de conducta que promueven las autoridades sanitarias tienden a exacerbar las desigualdades de la salud, al menos temporalmente.

En muchos de los estados de bienestar de Europa Occidental existen importantes disparidades en el tabaquismo, la práctica de ejercicio físico, la alimentación y el consumo de alcohol. El sistema de bienestar, creado para combatir la pobreza, ha tenido menos eficacia contra las llamadas “enfermedades de la riqueza” como las cardiopatías y el cáncer de pulmón.

Todo lo anterior recalca la necesidad de dar con soluciones creativas a disparidades que deterioran de manera injusta e innecesaria las vidas de quienes menos tienen, generan enormes costes de atención sanitaria y suponen una barrera a una mayor participación en la fuerza laboral (poniendo obstáculos en algunos países a las iniciativas para elevar la edad de jubilación.)

En las últimas décadas, las políticas sociales en la mayoría de los países de Europa Occidental se han alejado de la redistribución. Se trata de un error, ya que en el largo plazo las consecuencias de este cambio (aumento de la desigualdad de los ingresos, redes de seguridad social más débiles y menor acceso a la atención sanitaria) agravarán las desigualdades en el ámbito de la salud.

De hecho, para mejorar los resultados en materia de salud en los grupos socioeconómicos más bajos es crucial adoptar más y mejores políticas redistributivas que den cuenta de los efectos de la movilidad social ascendente selectiva y los diferentes ritmos de difusión del cambio conductual. El apoyo al ingreso se debería complementar con programas de salud preventiva, al tiempo que la implementación de programas de educación en el campo de la salud podría ayudar a reducir el vínculo entre bajas habilidades cognitivas y una mala salud.

No basta con la igualdad del acceso a la atención sanitaria. Para reducir las desigualdades en los resultados en el ámbito de la salud se requiere una atención sanitaria más intensiva para los pacientes que provengan de estratos socioeconómicos bajos, diseñada para dar respuesta a sus necesidades y retos específicos. Por ejemplo, los ingresos por concepto de impuestos al tabaco, que afectan desproporcionadamente a los grupos de menores ingresos, se deben destinar al financiamiento de grupos de apoyo al abandono del tabaquismo que apunten a los fumadores menos favorecidos.

La importante y persistente desigualdad en el ámbito de la salud indica que, si se elevan los niveles de salud de quienes poseen menos ingresos o una menor educación, se podría avanzar muchísimo en la mejora de la salud general de la población. Hasta cierto punto, para esto serían necesarias reformas al sistema de bienestar, pero sus beneficios bien valdrían el esfuerzo.

Johan P. Mackenbach is Professor of Public Health and Chair of the Department of Public Health at Erasmus MC, University Medical Center Rotterdam and a member of the Royal Netherlands Academy of Arts and Sciences. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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