Sólo queda el billar

Hay semanas tragaldabas, que se meten entre pecho y espalda cachos de historia de tamaño colosal. Estoy pensando, naturalmente, en la que va del nueve al dieciséis de este mes. El día once, durante la celebración de la Diada, se conmemoró -quizá fuera más exacto afirmar: se santificó- la incorporación a la causa independentista de fuerzas políticas catalanas que hasta hace poco habían constado como moderadas. Con un agravante: Maragall, Pujol o Mas no se han limitado a expresar vagos anhelos soberanistas. También se han permitido hacer llamamientos a la insubordinación fiscal. El punto, insisto, es grave, ya que una cosa es decir -como venía diciendo Maragall tras la mayoría absoluta de Aznar- que esto no se puede aguantar, y otra bien distinta, descender a precisiones. El que desciende a precisiones, cambia de género: transita, desde la lírica victimista, al silogismo práctico, que no es un gesto sino el prolegómeno de acciones políticas más o menos inmediatas.
El otro gran suceso ha sido la derrota de Imaz, y el no improbable triunfo de los que se apuntan a un referéndum de autodeterminación en el País Vasco. A nadie se le oculta que el referendo vasco sería replicado en Cataluña, acaso en paralelo. Es preciso consolarse pensando que se trata de baladronadas. Conozco mucha gente que ha elegido esta clase de consuelo: la premisa tácita es que, en el fondo, estamos lo mismo que en el 78, aunque parezca mentira. Sí, parece mentira, y parece mentira, porque es mentira. No estamos lo mismo que en el 78 sino al final del ciclo o itinerario que se inició en aquel año climatérico. ¿Por qué no han rodado las cosas como se esperaba? Y sobre todo ¿por qué se han puesto a rodar tan deprisa?

No aprontaré respuestas originales a ninguna de las dos preguntas. Los constituyentes del 78, en una situación de enorme emergencia, e inevitablemente desprovistos de la experiencia que después hemos adquirido, facilitaron un nicho ecológico a los nacionalistas. O sea, un territorio, con una administración encima. Esto no apagó sus ambiciones sino que multiplicó los medios de desarrollarlas sin romper expresamente con el Estado. Es posible que la disidencia se hubiese registrado de todas maneras, bajo figuras aún más violentas. O que hubiera ocurrido lo contrario, o cuarto y mitad. Pero estamos como estamos, y esto sí que es cash, moneda contante y sonante.

El segundo proceso arranca del Pacto del Tinell y su reproducción posterior a gran escala con el Gobierno Zapatero. Produce estupor la audacia de la operación. La entrega de un premio, no gordo, sino gordísimo, a los Carod y compañía, ha desplazado al PP fuera de la puja. Le ha dejado sin cromos que intercambiar, y por tanto, en la soledad más absoluta. ¿Cómo romperla? ¿Cómo desarrollar el tipo de sociabilidad que se traduce en los apoyos precisos para ser mayoría parlamentaria? La aritmética declara que buscando abrigo en la única cantidad residual: el nacionalismo templado. Ahora bien -y aquí ha residido la astucia, el punto maquiavélico, del planteamiento de Zapatero- no es dable oponerse al nacionalismo de perfil alto y pactar, a la vez, con el de perfil bajo. ¿Por qué? Porque el nacionalismo no ha renunciado nunca al sueño de alcanzar algún día la independencia.

Quizá el objetivo fuera, sí, onírico, vagaroso, en parte no deseado. Pero ha sido sicológicamente eficaz, en el sentido de que los nacionalistas, por moderados que sean, necesitan percibir que se encuentran de viaje. De viaje, entiéndase, hacia la Nueva Jerusalén. Desprendidos de esa sensación, se desdibujarían en los pormenores de la vida administrativa y ya no serían nacionalistas. Les resulta por tanto complicado, complicadísimo, unirse a quienes piden que se invierta la marcha, o por lo menos, que se detenga.

Zapatero y su equipo entonaron el peán de la victoria. Habían descubierto el truco del almendruco. Habían ensanchado su capacidad de pacto unilateralmente, o si se quiere, se habían internado en territorio comanche sin abrir a sus espaldas un espacio alternativo y potencialmente explotable por sus rivales. Se quedaron mirando, estupefactos, esta estampa fija, como la gallina que se congela ante la raya trazada con tiza en el suelo. Sucedía, sin embargo, que la estampa no era fija. Elevado el listón, los nacionalistas antes moderados renunciaron a ser moderados y se convirtieron en extremistas. No podía ser de otra manera, puesto que se había iniciado una carrera frenética por ver quién llegaba antes a la Tierra Prometida.

El desenlace, ha sido un corrimiento de todo el espectro político en una sola dirección. La alianza astuta ha desplazado a las formaciones nacionalistas allende el límite en que es posible negociar con ellas un Gobierno que todavía se llame «de España». El lema inventado por Zapatero tras el naufragio de su conspiración en el País Vasco es un chiste macabro. Un canto de cisne, disfrazado de canción del verano.

¿En qué nos coloca esto? En un frangente para el que existe una sola respuesta técnica: la Gran Coalición. Sólo mediante un acuerdo entre la derecha y la izquierda, podrían llevarse a cabo las reformas constitucionales que la preservación del Estado exige. Pero la técnica no es, todavía, política. Las soluciones técnicas se parecen, más bien, a las ecuaciones de la matemática: proponen relaciones abstractas, no la manera de hacerlas ejecutivas. Ni la inercia de los partidos, ni, en algunos casos, la personalidad de quienes los gobiernan, permiten de momento que se adopten las medidas oportunas. Es obvio que Zapatero no es el hombre señalado para dar un golpe de timón. Sus hazañas recientes no lo avalan, y además, no inspira confianza a la oposición. ¿Y el PP?

En el Debate de Investidura, Rajoy aseguró su apoyo leal para cuando vinieran mal dadas. Que yo sepa, no se ha desdicho formalmente de su promesa. El caso, no obstante, es que ésta se ha oxidado, por la fuerza misma de los acontecimientos. En dos ocasiones al menos -en enero del 2005, y durante el Debate sobre el Estado de la Nación del 2006-, el presidente le dejó a Rajoy colgado de la brocha y con la boca abierta. Es normal que Rajoy se resista a hacer el ridículo por tercera vez. Archivados los proyectos a que hubiera dado ocasión una apertura hacia la izquierda, el PP entró en un impasse moral: no podía intentar nada serio, aparte de ganar las elecciones y formar gobierno. Para lo último, no obstante, había de contar con los nacionalistas templados.

No se trataba de un plan demasiado realista, por lo que se ha explicado líneas atrás. Tampoco de una idea excesivamente seductora: nada memorable podrían acometer los populares del brazo de Mas o su equivalente. El vencimiento no remoto de la legislatura, y el aflujo de adrenalina que trae consigo la pugna electoral, ocultaron las cuestiones intratables tras el velo de una consigna: echar a Zapatero como sea. Después, ya se vería.

La caída de Imaz, y la insubordinación en el noreste, hacen muy difícil imaginar lo que se verá. No hay tiempo, de otro lado, para ponerse a partir los pelos por cuatro. Los partidos colisionarán como bolas de billar, rebotarán en las bandas, y dibujarán figuras peregrinas. A lo mejor se nos ocurre entonces alguna cosa.

Álvaro Delgado-Gal