Solvencia de la zona euro y eurobonos

No cabe negar que la firma, el 2 de marzo, por los representantes de 25 Estados de la UE, por supuesto los de la eurozona, del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza Económica de la Unión Europea es un éxito para los que se habían comprometido a llevar la política de austeridad fiscal al máximo nivel normativo: he ahí la cláusula de oro, por la que 25 constituciones europeas prohibirán en su articulado incurrir en déficit superior al 0,5% de su PIB, en tiempos normales, o al 3%, en los difíciles. Como es sabido, España se había adelantado con la propuesta del anterior Ejecutivo al Partido Popular que este aceptó y, hoy Gobierno, desarrollará.

Han quedado fuera, sí, el Reino Unido y la República Checa, y caben más descuelgues en la fase de ratificación (el quizá futuro presidente francés, François Hollande, así lo anuncia; Irlanda amenaza con el consabido referéndum, pero sépase que con 12 de los 25 el Tratado va adelante). Porque, quede claro, estamos ante un Tratado inter partes, meramente internacional, aunque con pretensión de incorporarse en su día a los de la Unión Europea, conforme al modelo de los acuerdos de Schengen y Prüm.

Así lo exigió la Resolución de Parlamento Europeo de 17 de enero: si el Tratado ve la luz, que conste expresamente el compromiso de adaptarlo e incorporarlo a los Tratados de la UE en un plazo de cinco años: los firmantes lo han asumido como propósito. Propósito, a mi ver, digno de escepticismo si a su contenido no se agrega, como sea, un impulso económico en la eurozona, que dicha Resolución identifica como una política de “solidaridad y crecimiento renovado”, que a su vez se plasma en “la creación de eurobonos a medio plazo”.

La emisión de tales instrumentos de mutualización de deuda soberana es petición casi unánime de los expertos, de las instituciones comunitarias, como de la Comisión Europea con Durão Barroso, o internacionales, como el FMI a través de Christine Lagarde; de casi todos los partidos políticos europeos como demostró el voto del Parlamento Europeo, y de sus miembros significados, como por ejemplo el entonces vicepresidente de la Comisión de Asuntos Económicos, hoy nuestro ministro de Asuntos Exteriores, José María García Margallo.

Los eurobonos constituyen la única forma de contrarrestar los ataques que, provengan del temor o del afán especulativo por parte del prestamista, castigan la deuda de Estados de la eurozona. Contrarréplica que no funcionó con el obsoleto Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) y que creo no operará con el más serio Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), firmado hace días cuya puesta en marcha se ha adelantado a julio próximo. Porque, como ha dicho el poco sospechoso economista de Citigroup, J. L. Martínez, "el FEEF no es un cortafuegos realista, no viene del BCE, es limitado", cuando de lo que se trata —añade— es de "dotar (a la eurozona) de un montante casi ilimitado de capital, de forma que los inversores confíen en la solidaridad europea".

Por otra parte, esa mutualización de deuda y consiguiente garantía de solvencia de la eurozona acabarían con una situación jurídicamente insostenible. A riesgo de ser tratado de legalista, no oculto mi opinión de que los procedimientos utilizados hasta hoy por el Banco Central Europeo para esos fines incurren en clara infracción de los Tratados.

Inyectar más de un billón de euros a la banca privada para que esta a su vez lo reconduzca a los Estados —mediante la compra de deuda pública emitida por estos en el mercado secundario—, es un recoveco que, aparte su intrínseca injusticia (quienes pagan al 1% después cobran al 5%), infringe claramente la prohibición de "concesión de créditos del BCE a Gobiernos (y) la adquisición directa por dichos Gobiernos de instrumentos de deuda" (emitidos por aquel).

Y no vale la coartada de que al prohibirse la inyección directa de fondos a los Estados, se permite la indirecta a través de la banca. Seguimos con la infracción, esta vez por la conocida vía del fraude de ley. Es unánime entre juristas y economistas la doctrina, corroborada por las instituciones de la UE, según la cual, interviniendo entes públicos en el secundario, su beneficio nunca es "indirecto".

Una Unión de Derecho no puede admitir, por buenos que sean sus propósitos, infracciones de esa guisa, aparte de que el invento resulte contraproducente, porque la banca, criada respondona, reingresa a menudo —con notables pérdidas— en el BCE lo que de este había obtenido, y los Estados a la luna de Valencia.

Se me dirá que, puestos así, no hay solución.

La hay. Basta acudir a la técnica jurídica de interpretación finalista, la de nuestro Código Civil (artículo 3) y de cualquier texto legal que se precie.

Si los fines de la Unión, según el artículo 3 del Tratado de la Unión Europea, aluden a la “cohesión económica (…) entre los Estados miembros”, también entre los integrantes de una "Unión Económica y Monetaria cuya moneda es el euro", ¿no obliga ello a una interpretación progresiva de los preceptos citados para, por ejemplo, recibir las entidades públicas “el mismo trato” de que gozaron las privadas a través de los ingentes bailouts de que se beneficiaron? ¿En balde habla el Tratado cuando somete a “consideraciones prudenciales” la prohibición de acceso privilegiado al crédito por parte de los Estados? ¿Olvidaremos que las "garantías financieras mutuas para la realización conjunta de proyectos específicos" avalan la fórmula Rocard en favor de una decidida política de préstamos del Banco Europeo de Inversiones (BEI) que para España vía ICO potenciaría nuestras empresas?

El modus operandi es tema a tratar más despacio, pero es ineludible aludir a los poderes implícitos de la Unión para conseguir la realización de los auténticos fines de esta; y también al articulado regulador de las “Cooperaciones Reforzadas”

En este punto, disiento de Manuel Marín y Mariola Urrea cuando en un excelente artículo rechazan para esta materia el mecanismo de las cooperaciones reforzadas, basándose en que no cabe utilizarlo al tratarse de competencias exclusivas de la UE, entre ellas, ciertamente, según el artículo 3 del Tratado de la Unión Europea, "la política monetaria de los Estados miembros cuya moneda es el euro". Sin apurar argumentos que nos alargarían demasiado, sí constato que los preceptos citados son más de política económica —¿qué otra cosa es la ya famosa "consolidación fiscal"?— que estrictamente monetaria.

Felicitemos, pues, a los jefes de Estado y de Gobierno que firmaron el reciente nuevo Tratado, deseémosles éxito en su propósito de rigor fiscal, pero exijámosles que a su vez potencien la solvencia económica de la eurozona a partir de la emisión de eurobonos por el BCE, capacitado jurídicamente para ello a tenor de los mecanismos que quedan expuestos.

No se satisfagan con un Tratado por el que el deseable avance en velocidad quede convertido en aparcamiento disuasorio.

Por Carlos Mª Bru Purón, notario, ex diputado a Cortes y al Parlamento Europeo.

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