Solzhenitsyn, la universidad y la corrección política

Entre las múltiples efemérides celebradas este año, ha pasado desapercibido un aniversario que bien habría merecido un congreso de historiadores: el profético discurso pronunciado en Harvard por Aleksandr Solzhenitsyn, el 8 de junio de 1978. Este sabio humanista ruso, testigo excepcional de los campos del Gulag, había sido invitado por la venerable institución académica a pronunciar su Commencement Address, tal vez creyendo que se limitaría a ofrecer unas bellas palabras poco comprometedoras. Pero no: Solzhenitsyn no se dejó intimidar por el poder de la institución que lo acogía y diagnosticó con lucidez cómo, en nombre de la libertad, Occidente estaba emprendiendo una senda peligrosa para la libertad. La estela que dejó su discurso fue el aplauso de algunos sabios sin aspiraciones de poder y una mirada cínica de la intelligentsia acomodada, poco propensa al examen de conciencia.

El hecho de que el establishment académico no acogiera el mensaje de Solzhenitsyn me ha movido en los últimos días a reflexionar sobre la crisis de la Universidad. La smart people de Harvard, en efecto, no se percató de que Solzhenitsyn era más profundo que la mayoría de su auditorio, y esto constituye, a mi juicio, una lección de enorme actualidad para la institución universitaria. Ésta se encuentra hoy en una situación bastante triste, como ocurre, por lo demás, con tantas instituciones occidentales. Cada vez más, se habla de su misión en términos de «producir» o «generar conocimiento», lo cual pone de manifiesto una grave desorientación respecto al significado mismo del «conocer».

El conocimiento más elevado –al que está llamado un universitario– no consiste en «producir» ideas útiles –pace Bacon, Hobbes o Comte– sino en penetrar en el ser de las cosas (intus-legere) e identificarse con su verdad: «El cognoscente y lo conocido en acto son uno» (Aristóteles, De anima III, 430a). Como explicó el filósofo alemán Josef Pieper en un magistral ensayo, el más elevado conocimiento tiene de quietud contemplativa (otium) más que de «trabajo» intelectual (negotium). El ideal de «producir conocimientos» es un ideal de poder, pero el poder es la fuente de bienes lo mismo que de males. A quien admita que la humanidad se encuentra inclinada al mal, no ha de sorprenderle que pueda ser causa de gravísimos males. Y por mucho que incomode a los dictados del «buenismo» –más próximo al egocentrismo del «bien quedar» que de la auténtica bondad–, es constatable que las más graves aberraciones de la Modernidad guardan un parentesco directo con el ideal moderno de progreso. Si la misión de la Universidad es simplemente la de «producir conocimientos» útiles, su contribución al bien de la humanidad correrá paralela a su contribución a la corrupción de la humanidad… y no presumamos que la balanza se inclinará necesariamente hacia el lado correcto.

La obsesión de la institución universitaria con el ideal de «producir conocimiento» encuentra una expresión muy clara, creo, en haber entregado todos sus saberes al «control de calidad» de las agencias calificadoras, un control que sólo es posible en el ámbito de los medios, de la «producción» de conocimientos. De este modo, los saberes renuncian institucionalmente a la sabiduría como meta. La única institucionalización posible de la transmisión de la sabiduría viene dada por el reconocimiento de la auctoritas en sentido clásico, ese prestigio o «buen olor» (bonus odor) que no se mide en un papel, sino que se reconoce espontáneamente en la vida y la obra de alguien. Solzhenitsyn no había sido evaluado por nadie, pero gozaba de ese prestigio –a fin de cuentas, por eso lo invitaron los que luego lo ignoraron–.

Los pares titulados, sin embargo, son evaluados por otros pares titulados. Y, ¿quién fija en última instancia el criterio de evaluación de todos los pares? Cuando se llega al ámbito de la sabiduría –al que debe estar subordinada toda ciencia, también las ciencias que arrojan resultados cuantificables– los parámetros «objetivos» de evaluación se desvanecen, y sólo es posible apelar a una instancia cuya identificación subjetiva con la verdad resplandezca de algún modo. Esta instancia no es sustituible por la simple condición de «par titulado». Vale aquí el aforismo: par in parem non habet iurisdictionem.

Entregando el saber universitario a las agencias de calificación y los pares titulados, la universidad entrega el «reino de los fines» –la sabiduría– a la evaluación anónima, o lo que es lo mismo, a la political correctness. La corrección política imperante en nuestro tiempo –no solamente, aunque también en el mundo académico– es la consecuencia de habernos rebelado contra toda instancia de autoridad moral. Quienes han luchado para lograrlo, lo hicieron en nombre de la libertad. No se percataban de que la tiranía de la corrección política sería más falsa y opresiva.

Fernando Simón Yarza, profesor de Derecho Constitucional.

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