Somos diferentes. Somos uno

Lo hermoso de nuestra Constitución es que, como la sociedad, puede cambiar… y crecer.

Esta frase de Ruth Bader Ginsburg, la jueza del Tribunal Supremo americano desaparecida el sábado pasado, no se encuentra en ninguno de sus discursos, artículos u opiniones forenses, sino que forma parte de un aria que ella misma cantaba en una ópera bufa sobre sus relaciones con el que fuera magistrado de dicha Corte, el famoso juez Scalia, considerado un reaccionario, auténtico martillo de herejes. La afición a la ópera se le despertó a Ginsburg a temprana edad y soñaba con convertirse en una diva hasta que su profesor de piano se lo desaconsejó, haciéndola ver que no tenía facultades. Su muerte, tras años de lucha contra el cáncer, ha generado una auténtica tormenta en la campaña electoral americana. Ella era un icono de la lucha por la igualdad de sexos y la líder del sector progresista de la institución que interpreta los derechos constitucionales. Si, como promete, Trump nombra un sustituto antes de las elecciones, la mayoría conservadora del tribunal será inexpugnable.

Somos diferentes. Somos unoHe tenido la fortuna de conocer y conversar con Ginsburg varias veces en los meses recientes. Asistí a la entrega de su premio como filósofa del año por parte del Instituto Berggruen, un galardón que honra a aquellos pensadores cuyas ideas han logrado mejorar la Humanidad. Y escuché sus protestas en el sentido de que ella no era una filósofa, sino una jueza, pero el jurado estimó su condición de “visionaria y líder, capaz de garantizar que la equidad y el imperio de la ley no se quedan en el ámbito de la teoría, sino en las instituciones sociales y en la vida de las personas”. Ginsburg se distinguió como feminista y millares de jóvenes han salido a la calle en Estados Unidos para rendirle homenaje en la hora de su despedida. Su actividad en la Corte Suprema fue esencial para el reconocimiento del derecho al aborto, el matrimonio homosexual y la lucha contra el racismo. Paradójicamente, sin embargo, la igualdad no está reconocida aún en el texto constitucional. Una enmienda que preveía corregir esta ausencia, aprobada hace décadas, no logró su ratificación por un número suficiente de Estados, y los plazos para hacerlo han caducado.

El legado intelectual y fáctico de Ginsburg no se limita, sin embargo, a la lucha contra la discriminación sexual, racial o de cualquier otro género. El respeto a la Constitución, la defensa del Estado de derecho, la independencia de los tribunales y la búsqueda del consenso en la construcción de la convivencia son ideas fuerza que defendió siempre con talento y pertinacia, en la estela de las enseñanzas de sus maestros. Ante la comisión del Senado que debía aprobar su nominación rindió tributo a Vladimir Nabokov, su profesor de literatura en Cornell “que cambió la manera como leo y como escribo cuando me dijo que las palabras pueden pintar cuadros” dependiendo de cómo se expresen y cómo se ordenen. Las palabras, en resumen, son capaces de transformar la realidad. Esta admiración por el escritor contrasta con la actitud de algunas activistas del Me Too que estigmatizan su memoria por ser el autor de Lolita, pues le acusan absurdamente de promover y defender la pederastia. Explicó en la misma sesión por qué había decidido utilizar el término “discriminación de género” en vez de “discriminación sexual”. Su secretaria le había dicho que en los numerosos artículos y discursos suyos que tenía que transcribir “estoy todo el rato tecleando esta palabra, sexo, sexo, sexo, una y otra vez. Déjeme decirle que la audiencia a la que se dirige, los hombres a los que se dirige… no la asocian de inmediato a los temas de los que usted habla. Sugiero que use el término gramatical: género. Para huir de otras distracciones”. He ahí la explicación de una incorrección lingüística que luego ha sido manipulada con invenciones aparentemente progresistas sobre su significado.

Acerca de la Constitución insistió en que su papel es preservar la libertad de los ciudadanos no solo en los tiempos que corren, sino para la posteridad, y recalcó, citando a Hamilton, que la misión de los jueces es “asegurar una recta administración de la ley, estable e imparcial”. En el ejercicio de esta tarea, declaró no tener miedo de la enemistad y animosidad contraria de ningún grupo, porque una de las misiones más importantes de la judicatura es proteger a las minorías sociales del poder del Estado.

En la hora de los elogios y la admiración a la jueza Ginsburg no estaría de más que nuestros políticos de uno y otro signo aprendieran de su ejemplo y sabiduría. Aunque sus simpatías estaban con el Partido Demócrata, nunca se consideró a sí misma conservadora o liberal, sino independiente, y defendió la moderación y el compromiso, la apelación y el respeto a ley como la mejor manera de garantizar la convivencia y la paz. Su defensa del Estado de derecho le valió el reconocimiento del premio que otorga la Asociación Mundial de Juristas, y que recibió un año después de que se le entregara al rey Felipe VI. Los méritos de ambos fueron los mismos: la defensa de la Constitución, amenazada todavía en nuestro caso por el populismo nacionalista y la demagogia de la izquierda radical. La de Estados Unidos es la Constitución escrita más antigua de cuantas siguen vigentes en el mundo. De no haberla preservado, las injusticias, desigualdades y corrupciones vigentes en el país serían hoy más escandalosas e incurables.

La polarización y la fractura social que España padece no es mayor, ni mucho menos, que las que afectan al país americano. Padecemos en común la vituperable gestión de la pandemia y sus efectos desmoralizadores entre la población, aunque tenemos en desventaja la diferencia de calidad entre los responsables de la misma. Aquí hay un fulano obediente al poder político y amante de los deportes de riesgo. El doctor Fauci, en cambio, es un humanista que no ha dejado de contradecir al presidente tantas veces como lo ha considerado necesario, ha criticado y contradicho las estupideces del jefe y ha mantenido una línea sólida de actuación. Junto a la pandemia, la crisis económica, la reyerta racial y las movilizaciones contra la brutalidad de la policía, la muerte de Ruth Bader Ginsburg aumenta la crispación y las interrogantes sobre el futuro de las elecciones. El anuncio de Trump de que piensa nominar de inmediato un sucesor podría paradójicamente favorecer la movilización a favor de Biden para contrarrestar el poder de una Corte Suprema alineada con los republicanos. Todos los observadores coinciden en que uno de los elementos esenciales que ayudaría a la victoria de los demócratas es el aumento de la participación por encima del 60%. Pero un Tribunal Supremo en el que los liberales queden en rotunda minoría sería un escollo casi insalvable para llevar a cabo muchos de los cambios que el país necesita.

Otras enseñanzas del pasado de la jueza deberíamos aprovechar también. Sus severas diferencias con los jueces conservadores y su jefe de filas, Antonin Scalia, no la impidieron votar muchas veces a su lado cuando consideraba que las decisiones a tomar eran justas. Y lejos de producir una animadversión personal generaron una complicidad extrema hasta el punto de que ambos, amantes de la ópera, interpretaron la bufonada que un músico amigo les regaló, y participaron como figurantes en varias representaciones del Teatro Nacional de Washington. El libreto al que pertenece la frase que introduce este artículo encerraba un mensaje explícito: “Somos diferentes. Somos uno”. Y la representación termina con un aria a dos entre Scalia y Ginsburg: “Siempre una decisión sobre la hoja de ruta a seguir… para nuestro futuro es incierta, pero una cosa es constante: la Constitución que veneramos. Somos los guardianes de la institución y la defenderemos como es debido”. Para que se haga el lector una idea, esto es como si Sánchez y Casado cantaran a dúo un estribillo semejante. Ojalá aprendan.

Juan Luis Cebrián

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