Somos el tiempo que nos queda

Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea, Universidad de Deusto (ABC, 11/06/05).

«Pasaba que alguien, desfondando la tierra baldía, había encontrado otros dos muertos en Gaminella, dos espías republicanos, las cabezas aplastadas, sin zapatos. Habían subido el médico y el juez con el alcalde para reconocerlos, pero después de tres años, ¿qué tenían que reconocer? Debían de ser republicanos, porque los partisanos o morían en el valle -fusilados en la plazas y ahorcados en los balcones- o los deportaban a Alemania».

La historia es de Cesare Pavese. Transcurre en Italia. Los republicanos a los que se refiere el texto son los partidarios de la República de Saló, gobierno formado por Mussolini, con el apoyo alemán, en el norte de Italia. La leyenda de los partisanos es más conocida; fueron, ya se sabe, los resistentes.

Todo esto pertenece a una época lejana, pero el tiempo, como prueba ese delirio memorioso que recorre hoy las librerías de España, es una escala muy insegura, a veces no es más que el rumoreo del alma. Los dos muertos de Gaminella, dice el narrador de Pavese, «trajeron problemas», y se puede entender, pues los protagonistas de esta historia viven en 1948 y todavía la herida de la guerra, en ese entonces, permanece abierta. Leemos así que algunas gentes comenzaron a hablar escandalizadas, a preguntarse cuántos pobres italianos que habían cumplido con su deber no habrían sido asesinados. Leemos también que una maestra que rompió a vociferar estaba resuelta a ir ella misma a las laderas a buscar otros muertos, a todos los que habían caído, a desenterrar con la azada a tantos otros pobres chicos si de ese modo iba a lograr que metieran en la cárcel y a lo mejor hasta que colgaran in situ a algún que otro despistado.

El tiempo. La memoria. Las pequeñas historias individuales que el río de la historia arrastra y sumerge. Las víctimas de violencias indecibles que han sido sepultadas en el olvido. En España, utopía significa no olvidar a esas víctimas anónimas, caminar a lo largo del río, remontar la corriente, repescar sus existencias naufragadas y embarcarlas en una precaria arca de Noé de papel. En España, tierra de absolutistas de todas las creencias, país de unilaterales y de seres con un solo ojo, un solo oído y una sola razón (la razón del lado de ese ojo y de ese oído solamente), utopía significa escribir nombres y fechas sin histrionismo, escribir sin clamar como la energúmena maestra inventada por Pavese.

Traigo aquí a este personaje y escribo estas líneas después de pensar en una frase que recientemente pronunció Otegui, pero que pertenece también a la cosecha de muchos otros de nuestros nacionalistas periféricos y a la literatura portátil de algunos políticos de la izquierda. Como la primavera del poema de Antonio Machado, nadie sabe cómo ha llegado, pero hace ya tiempo que está en todas partes: aquellos que se niegan a negociar con ETA son los herederos de quienes ganaron la guerra civil; aquellos otros que defienden el diálogo, los herederos de quienes la perdieron.

Hubo un tiempo en que la metáfora fue reivindicada por la literatura y la filosofía como forma de llegar a la verdad. Leemos así las metáforas vivas, con aliento de verdad, de Ortega, María Zambrano, Canetti... Leemos así el título de la novela citada de Pavese: La luna y las hogueras. Contrariamente a esta rica tradición europea, muchos de nuestros políticos y no pocos creadores de opinión utilizan la metáfora como un sistema para obturar el conocimiento. Más fieles a los malos tiempos de la épica que a los de la lírica, tiñen su estética de metáforas, pero no para desvelar sino para enmascarar, no para acercarnos la realidad a través de una imagen, sino para deformarla a través de una consigna. Conquistamos el presente, pero seguimos sin poder dominar el pasado. El futuro, para algunos, tiene cara de pretérito: «Ustedes -dice Otegui- son los herederos de los vencedores de la guerra civil», «Ustedes -dice Carod Rovira- son los herederos de los que fusilaron a Companys». «Ustedes -dice...». Inútil parece proseguir.

Conviene, sin embargo, subrayar varios errores. Conviene escribirlo, porque cada día nuestros nacionalistas son más fanáticos y más engreídos, y los dirigentes de nuestra izquierda moderada derivan más y más hacia el provincianismo y la palabrería.Elprimer error es histórico, porque quienes representan el proyecto político que exhibe Otegui no perdieron la guerra civil española, sino la segunda guerra mundial, donde fue batido el nazismo con su delirio étnico. Tiempo el suyo, que nadie se lleve a engaño, de asesinos, de fronteras que abrasan, quemados los hombres.

El segundo error e spolítico. Muchos de quienes perdieron la guerra civil no se sentirían muy a gusto con el señor Otegui y, de hecho, han manifestado reiteradamente la repugnancia que les causa el personaje. Por el contrario, algunos de los que la ganaron no manifiestan pavor ni por la ideología ni por los métodos utilizados por el ilegalizado activista y sus cómplices.

El tercer error es cultural. Como los dirigentes actuales de las izquierdas, los de la derecha no son herederos de nadie. Tal vez nietos, esto tal vez sí, con la función propia del hijo y del nieto, la de mirar viejas fotografías y, sin quedar prisionero del ayer, vivir su propio y personal destino. Vivir como heredero es otra cosa. Vivir como heredero es usar el caparazón de otra persona, de otro ser viviente, el antepasado, representar al otro y, por tanto, no ser ni el otro ni uno mismo.

El cuarto es un error sociológico.La mayoría de los españoles de hoy no distribuyen sus opciones electorales por lo que ocurrió hace casi setenta años, y las circunstancias de la España actual, salvo en lo que respecta a la obtusa exigencia de los nacionalismos periféricos, tienen nulo parecido con las tan dramáticas de 1936, con sus problemas y sus furias.

Escribe María Zambrano que la mentira cae pesadamente, que es una sentencia de muerte. «Muerta ella misma ya. Sólo por su falta de aliento se la reconocería. Y así, el que la profiere ahueca la voz, hace un vacío donde resuena sin eco y ha de reiterarla una y otra vez. O con voz neutra sin la menor vibración, la sirve inapelable y fantasmalmente».

Mas la mentira puede proliferar y ocupar la extensión que ella misma va haciendo. La mentira de la que hablo aquí -los herederos de los unos, los herederos de los otros- no es inocente, no asesina, pero siembra la confusión y alimenta el fuego de la discordia, y llegado el caso ofrece coartadas para el crimen. La mentira de la que escribo aquí puede llegar a tener un efecto inquietante, el buscado precisamente por los nacionalistas de izquierda y de derecha. Es éste: reproducir en toda España la situación del País Vasco, dividiéndola en dos mitades dispuestas a no escucharse, a no hablarse, a escapar de sí mismas, desuniéndola en caínes y abeles sempiternos, desgarrándola en polémicas sin grandeza. Como es difícil que los versos de Gil de Biedma puedan escribirse otra vez, como es imposible plantear que media España ocupa España entera con el desprecio total del que es capaz, frente al vencido, el más fiero de los vencedores, los nacionalistas tienen que marcar esa otra línea de diferenciación: los que heredan la victoria y los que heredan la derrota.

Somos el tiempo que nos queda, lo dice Caballero Bonald, y creo que la mayoría de los españoles sólo desean vivir tranquilamente en el presente y heredar el futuro. «Enterrar el Álamo» es la metáfora con la que John Sayles concluye una de las mejores películas que han tratado la vida de la frontera mejicano-estadounidense. Creo que nuestros políticos deberían dejar el pasado a los historiadores. Enterrar la guerra civil en las bibliotecas. Sin embargo, les falta el sexto sentido que han tenido casi todas las grandes naciones: la prudencia. Esta palabra, desde Aristóteles, designa la más alta virtud política, cuya más sucinta y mejor definición la ha dado Octavio Paz: «Facultad de orientarse en la historia».