¡Son las instituciones!

Es casi natural criticar la democracia realmente existente, máxime en tiempos de crisis económica y angustia personal. Y es también casi natural que de esta crítica se pase, en una deriva instintiva, hacia la visión salvífica de una ciudadanía (un “pueblo” para los clásicos) más activa e implicada en su gobernación. Solo esa ciudadanía, en tanto en cuanto asumiese más personalmente su intervención en política, podría regenerar la democracia. Es una visión atractiva (las ideas bonitas son siempre tentadoras), pero probablemente incorrecta en todos los sentidos, el normativo y el descriptivo. Ni es necesaria la implicación ciudadana activa para el correcto funcionamiento de una democracia, ni por otra parte disponemos en España de reservas de ciudadanía como esa soñada.

Y es que, al final, resulta que no ha sido la desafección ciudadana la que ha causado la avería que ciertamente se constata hoy en nuestro sistema. Por eso, tampoco será la afección ciudadana la que la resuelva. Más bien parece que tanto el diagnóstico como la cura deben buscar en otro lado, en el lado de las instituciones políticas y sociales que sustentan el andamiaje político completo. Porque son las instituciones, esos difusos pero relevantes complejos funcionales de reglas y burocracias, esos entes que van desde la Monarquía hasta los municipios, pasando por la justicia o la Administración, las que exhiben aquí y ahora una distorsión elevada. Hasta el punto de que han dejado de ser funcionales para el armónico discurrir del sistema y se han convertido en problemas en sí mismos.

Si no, escuchen de qué hablamos un día sí y otro también: de que esta o aquella institución se tambalea, otra no cumple, aquella se ha corrompido, esta de aquí se ha vuelto sectaria… Los cojinetes invisibles sobre los que se desliza el sistema político (un entramado institucional que debería ser pluralista, contrapesado e independiente) chirrían hoy de tal forma en España que perdemos la mayor parte de la energía política de que disponemos en criticarlos / apuntalarlos: una disfunción peligrosísima.

Regenerar la democracia, por usar el verbo de moda, significa hoy regenerar las instituciones. Quizás también crear alguna nueva, es posible, pero sobre todo hay que conseguir que las instituciones ya tradicionales vuelvan a funcionar con mínima eficiencia. Y para ello no está de más una cierta reflexión sobre la relación entre instituciones y democracia; porque muchos de nuestros males derivan de ideas equivocadas sobre esa relación.

La idea (también bonita) de la extensión de la democracia y sus reglas a todas las instituciones político-sociales (la democracia extensiva) es un error de bulto. Cada institución responde y atiende a sus propios valores y fines, que no son en muchos casos los propios de la democracia sino otros diversos. La Administración, las Fuerzas Armadas, la Monarquía, la enseñanza o la justicia no deben organizarse según las reglas democráticas, sino sobre otras que atiendan al valor esencial a que responde cada una, como pueden ser los de competencia, jerarquía, autoridad, legalidad, etcétera.

Más aún, casi todas las instituciones operan correctamente solo si están un tanto alejadas y resguardadas del juego democrático inmediato. Por ejemplo, las instituciones de control y supervisión no pueden ser un calco del Parlamento, para eso sobran. No tenerlo en cuenta nos ha llevado a las averías actuales. La democracia no es una regla universal, sino que es un resultado, un output, de la interacción de instituciones que en sí mismas no tienen por qué ser todas democráticas.

Conviene también recordar que las instituciones no se cuidan ellas solas, ni pueden dejarse al albur del comportamiento de sus momentáneos ocupantes (algo evidente, pero en lo que no aprendemos nunca). Las instituciones exigen cuidado y respeto, tanto por parte de quienes las ocupan como de la opinión pública. No son armatostes de los que se podrá prescindir algún utópico día, sino el entramado mínimo de una política razonable. Exigirles transparencia y dación de cuentas es necesario, pero también es preciso un cierto sentido reverencial ante ellas. Hay que cuidarlas, hay que pensar institucionalmente.

Las instituciones tienden inexorablemente al crecimiento desordenado y al acaparamiento de burocracias y poder. Suelen disfrazar esa propensión invocando la autonomía o el autogobierno de cada función, pero más vale en este sentido ser fieles al principio inexorable que enseña cómo tratar al poder: con otros poderes. La pluralidad y el entrecruzamiento de instituciones es lo que garantiza que se mantengan en sus límites, no la buena voluntad de sus directores.

Lo que nos lleva a la disfunción institucional, madre de casi todas las demás: la que afecta a los partidos políticos, que de ser cauce de soluciones han pasado a ser fuente de problemas, porque su papel privilegiado les ha permitido (¡invocando la democracia!) ocupar, colonizar y averiar todo el entramado institucional. Sería bonito creer que basta para readaptarlos con exigirles democracia interna y transparencia externa, pero es de sospechar que esos remedios son insuficientes ya. Lo más probable es que la democracia exija hoy que los partidos políticos —todos— den un paso atrás. Que desocupen los espacios conquistados. Pero no lo van a hacer por sí mismos, como lo muestra que en el discurso actual que ellos practican la única institución no cuestionada es precisamente… la de los partidos políticos. Para ellos, es el mundo en su derredor el que falla, nunca se ven ellos mismos como la clave del problema.

Por eso, la cuestión hoy relevante rezaría así: ¿cuánto destrozo institucional es necesario para que los partidos tomen conciencia de su responsabilidad? ¿Será necesario que el sistema completo se hunda para que revisen sus prácticas? Pero si eso sucede, ¿será ya posible la revisión?

José María Ruiz Soroa es abogado.

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