La nuestra es una época del énfasis. Si pudiera elegir un signo de puntuación que refleja mejor nuestro tiempo sería el signo de exclamación.
La proclividad por el superlativo, el exceso y el desbordamiento se puede medir por la frecuencia abrumadora de uno, dos o tres signos de admiración ¡en cada frase! El abuso de los “!!!”, que se acumulan al final de las oraciones en mensajes, comentarios de redes sociales, discursos políticos y campañas de publicidad es la temperatura de un siglo exaltado.
No es de sorprender que en la era de la exclamación abunden personajes desmedidos. A Nicolás Maduro, Recep Tayyip Erdoğan y Donald Trump los une, entre otras cosas, un gusto particular por los signos de admiración. A los populistas les gusta exclamar, todo siempre en un tono categórico y definitivo que termina con un signo de exclamación: ¡De norte a sur, de este a oeste, ganaremos esta lucha, cueste lo que cueste!, tuiteó Andrés Manuel López Obrador.
De entre ellos, es conocida la afición de Trump a estos signos: de la torrencial sucesión de tuits diarios, casi todos usan una exclamación. Los usa para acorralar a contrincantes, para desacreditar a periodistas que desentonan con su visión maquiavélica de la diplomacia y para ensalzar sus dotes de estratega y negociador. Cada vez que escribe, no solo destruye la lengua, sino que lo hace decorando sus afectaciones con todo tipo de exclamativos.
En algunas partes del mundo el uso del signo de exclamación es menos vehemente y más oficial. En Canadá hay lugares cuyo nombre incluye signos de admiración, como el pueblo de Saint-Louis-du-Ha! Ha!, en la provincia de Quebec. Hace algunos años vi anuncios de tránsito en Nueva Zelanda que usan un signo de exclamación para avisar que una parte del camino es peligrosa.
En el ámbito hispano, el énfasis es reiterado: el español es el único idioma que usa un signo de apertura (de admiración, pero también de interrogación) para iniciar un enunciado; aunque cada vez se usa menos. Y es una buena noticia.
Los signos de admiración son como el catarro: hay que quitárselos de encima lo antes posible. Algunos de los más grandes escritores, como Pablo Neruda, los evitaron. Si acaso no tan radical como el poeta chileno, propongo eliminar el signo de apertura, tanto en la interrogación como en la admiración. La tendencia actual de multiplicar los signos al final de una oración es una manera de hacer innecesario al signo de apertura: el énfasis está al final.
En la segunda edición de la Ortografía de la Real Academia Española de 1754 se justifica la existencia del signo de apertura (en principio de la interrogación, pero tiempo después también se aplicó a la exclamación): “Hay periodos o cláusulas largas en que no basta la nota que se pone al fin y es necesario desde el principio indicar el sentido y tono interrogante con que debe leerse, por lo que la Academia acuerda que, en estos casos, se use la misma nota interrogante poniéndola tendida sobre la primera voz de la cláusula o periodo con lo que se evitará la confusión y aclarará el sentido y tono que corresponde”.
La razón, entonces, es la entonación. Pero una oración no altera su sentido si desde el principio no anunciamos su intención. La ausencia de los signos de apertura en todas las otras lenguas es prueba inapelable de su irrelevancia. ¿Acaso los lectores del inglés o del francés son más hábiles para entender el contexto que los del español? Una guía para la entonación no debería ser el pretexto para entorpecer el lenguaje escrito con más signos de puntuación.
A esta condición didáctica del signo de apertura se agrega una cuestión de orgullo diferenciador. Para muchos hispanohablantes el signo de apertura es una peculiaridad simpática de nuestra lengua, una característica que la distingue de las demás. Pero las lenguas no crean reglas para distinguirse. Su objetivo es ser eficientes.
Si el autor de El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald, creía que usar un signo de exclamación es “como reírte de tu propio chiste”, en castellano la broma es doble.
En la puntuación, la duda nació antes que la exclamación. El signo de admiración surgió en la Edad Media, después de la incursión del signo de interrogación. En El Quijote, por ejemplo, hay 960 signos de interrogación y solo 690 signos de admiración. Los copistas latinos usaron la exclamación io al final de sus frases para denotar alegría. Con el tiempo, esa expresión se convirtió en el signo “!”, “una i vuelta al revés”, aclara una de las ediciones del Diccionario de autoridades.
La práctica del signo invertido de exclamación se empezó a usar desde 1884, cuando se decidió seguir los pasos del signo de interrogación y no dejar lugar a ambigüedades, sin importar que la frase fuera larga o corta. Durante mucho tiempo no ha sido una práctica aceptada del todo. El poeta José Martí usó pocos signos de exclamación en su obra y en muchos poemas excluyó los signos de apertura.
Pese a la renuencia de algunos escritores en español de usarlo, ha habido intentos de adoptar el signo de apertura de exclamación en otros idiomas. Un caso famoso pero fallido es el del filólogo anglicano John Wilkins, autor de An Essay towards a Real Character, and a Philosophical Language. Wilkins propuso usar el signo “¡” para denotar ironía. Nadie lo tomó en serio.
El signo de apertura es más un rastro de rigidez que de evolución. Los idiomas conviven con las ambigüedades (son algunas de sus mayores bellezas) y una oración sin uno de los signos puede entenderse sin temor de que el lector se pierda en su sentido. Soy más de la idea de Jorge Luis Borges cuando decía que un idioma es “un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos”; como el signo de exclamación. En todo caso, escribió Borges, habría “sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psicológico o musical”.
Si el signo de exclamación es el reflejo de nuestra era y la nuestra es una época de desbordamiento, la práctica cada vez más frecuente de obviar el signo de apertura lejos de ser un error es el anuncio de un futuro posible: el español irá quitando los resabios de una práctica ritual anacrónica.
Ilan Stavans tiene la cátedra Lewis-Sebring de Humanidades y Culturas Latina y Latinoamericana en Amherst College. Su libro más reciente es la novela gráfica Angelitos, sobre el padre Chinchachoma.