¿Son realmente injustas las prácticas comerciales de China?

La tregua temporal que acordaran el Presidente estadounidense Donald Trump y su contraparte de China Xi Jinping en la recién concluida cumbre del G20 en Buenos Aires debería dar a ambos bandos tiempo para reflexionar sobre los problemas en cuestión. El más fundamental es si se justifican las quejas estadounidenses contra China, compartidas por varias de las economías avanzadas.

No hay lugar a dudas de que las medidas unilaterales de Estados Unidos son indefendibles bajo las reglas comerciales globales. Pero se podría conceder cierto margen si las economías avanzadas –que ya han creado un grupo informal de contacto de “perjudicados por China”, con representantes de la Unión Europea, Japón y los Estados Unidos- tienen razón con que China ha estado aplicando prácticas comerciales injustas.

La principal preocupación para los Estados Unidos parece ser la llamada transferencia forzosa de tecnología, es decir, el requisito de que las compañías extranjeras compartan su propiedad intelectual con un “socio” local para tener acceso al mercado chino. Pero este es un nombre poco apropiado, en el mejor de los casos, porque las compañías que no desean compartir su tecnología siempre pueden optar por no invertir en China.

Las quejas de Europa –o, más específicamente, las de más de 1600 compañías europeas- se resumen en un nuevo informe publicado por la Cámara de Comercio Europea en China. Es interesante que pocas de ellas giren en torno a las prácticas comerciales de China per se, al menos en un sentido estricto.

Por ejemplo, los aranceles aduaneros no aparecen en el informe. Con su ingreso a la Organización de Comercio Mundial en 2001, se obligó a China a reducir a la mitad sus protecciones arancelarias. En los años subsiguientes, el promedio de aranceles aduaneros aplicado por China ha seguido bajando, y hoy se encuentra en menos del 4%, aunque China sigue manteniendo una cantidad inusualmente alta de picos arancelarios (es decir, altos aranceles para categorías muy limitadas de productos).

Por supuesto, los aranceles aduaneros no son la única manera de crear obstáculos para el comercio. De hecho, en muchos aspectos son un problema del pasado, o al menos lo eran hasta que Trump los desempolvó como arma para su guerra comercial. Pero si se trata de barreras no arancelarias, el historial de China tampoco parece tan problemático como se plantea.

Resulta dificultoso medir la importancia general de las barreras no arancelarias al comercio, porque pueden adoptar una gran variedad de formas. Sin embargo, según el observatorio independiente Global Trade Alert, desde 2008 China ha adoptado en promedio apenas 25 medidas (a las que llama “intervenciones estatales”) al año que podrían perjudicar el comercio con los Estados Unidos.

Al mismo tiempo, China adoptó cerca del mismo número de nuevas medidas para liberalizar el comercio con EE.UU. En su conjunto, por lo tanto, China no se ha vuelto más proteccionista hacia Estados Unidos; por el contrario, el proceso de apertura ha continuado, aunque a paso muy lento. En contraste, Estados Unidos ha promulgado entre 80 y 100 medidas restrictivas contra China cada año, y muchas menos medidas liberalizadoras.

Otros indicadores confirman el avance gradual de China hacia la liberalización. Así es incluso para el ámbito de las inversiones extranjeras, asunto del que se quejan las compañías estadounidenses y europeas. Si bien China sigue mucho menos abierta a la inversión extranjera directa que la mayoría de las economías avanzadas, el indicador compuesto de la OCDE muestra que ha habido una mejora continua pero lenta.

En resumen, incluso si las barreras no arancelarias de China (tanto formales como informales) siguen siendo altas, son menores que en el pasado. Entonces, ¿por qué Estados Unidos, Europa y Japón presionan ahora?

La respuesta está en la creciente competitividad de los fabricantes chinos. Cuando las compañías occidentales tenían un cuasi monopolio del saber hacer y la tecnología, su ventaja competitiva más que compensaba las distorsiones creadas por las barreras de China al comercio y la inversión. Pero, a medida que las empresas chinas se han vuelto competidores cada vez más serios por derecho propio, se ha reducido la capacidad de los países occidentales de cargar con los costes adicionales de las barreras no arancelarias.

Por tanto, en realidad las quejas sobre las prácticas comerciales injustas por parte de China son sobre el desajuste entre la lentitud del ritmo de su apertura económica y su muy veloz modernización. La brecha de competitividad entre China y los países de la OCDE se está cerrando mucho más rápido que la convergencia del entorno normativo.

De hecho, el PIB per capita (y, por ende, la productividad) en varias provincias chinas con una población combinada de más de 100 millones de personas es similar al de los países avanzados (cerca de $30.000 per capita a paridad de poder de compra). Por supuesto, el promedio nacional es mucho menor (cerca de la mitad), puesto que la productividad general es mucho más baja, y las autoridades chinas deben calibrar políticas para su enorme país. Pero, para el mundo exterior, las regiones de alta productividad son lo que importa.

Si hemos de evitar la intensificación de las tensiones, Occidente y China deben reconocer las perspectivas del otro. Sin embargo, a fin de cuentas, la presión externa tendrá escasos efectos sobre la inmensa y sólida economía china. La verdadera pregunta para China está en su interior: si se mantienen las distorsiones y barreras a la inversión, ¿se ayuda realmente al desarrollo de las provincias atrasadas del país?

En el pasado, podría haber tenido sentido proteger a los sectores emergentes de las regiones costeras ante la competencia extranjera. Sin embargo, el actual régimen proteccionista de China hace poco por ayudar a los sectores emergentes en el interior pobre del país, ya que sus mayores competidores ya no son compañías extranjeras sino firmas de las dinámicas áreas costeras. Esto implica que China debe reformular su propia estrategia de desarrollo. Y para eso, lo último que necesitan las autoridades es una guerra comercial.

Daniel Gros is Director of the Brussels-based Center for European Policy Studies. He has worked for the International Monetary Fund, and served as an economic adviser to the European Commission, the European Parliament, and the French prime minister and finance minister. He is the editor of Economie Internationale and International Finance. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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