Sonora gran ausencia

Lo ha dicho muy gráficamente el gran Raúl del Pozo: es como si se conmemorase la batalla de Austerlitz y no se invitase en sitio de honor a Napoleón. En otras palabras, es un verdadero escándalo que cuando se conmemora en las Cortes, de forma solemne, los 40 años de las primeras elecciones democráticas después de la Dictadura, no estuviese presente el inspirador nato de la Transición. Para comprender mejor lo que digo hay que volver la vista atrás.

Corría el año 1961. Yo había acabado el año antes la licenciatura de Derecho en la única Facultad que había entonces en Madrid, y me había matriculado en los cursos del Doctorado con vistas a mi preparación a las oposiciones a la cátedra de Derecho Político, como se llamaba entonces a mi asignatura. Había escogido los tres cursos obligatorios que se ofrecían ese año en la rama de Derecho Público, uno de ellos de Derecho Administrativo, titulado La Administración como empresa pública, que dictaba Laureano López Rodó. En esa época era uno de los políticos más importantes del régimen de Franco y aunque no solía venir mucho por la Facultad, quiso impartir ese curso con la idea de invitar al príncipe Juan Carlos a que acudiese a oírle. Los que nos habíamos matriculado en el mismo, desconocíamos que compartiríamos las clases durante ese año con el joven Borbón. Nos enteramos cuando el curso ya había comenzado y un día apareció el Príncipe, acompañado de López Rodó, para comenzar a asistir a sus clases. No éramos más de 15 los que estábamos matriculados en el curso de López Rodó, lo cual facilitaba que nos relacionásemos con el Príncipe. Su presencia en la Facultad desde que se conoció que estudiaría allí, aunque siempre entraba y salía discretamente, promovió varias discusiones y protestas, sobre todo por parte de los estudiantes falangistas. Pero no recuerdo que se produjese ningún altercado serio por su presencia entre nosotros.

Sea lo que fuere, por esas razones, el Príncipe, de natural simpático y afectuoso, mantenía en la Facultad más bien una postura un tanto alejada, si no antipática. Yo creo que hablé con él varias veces, pero siempre en grupo. Pero en una de esas conversaciones colectivas que recuerdo perfectamente, uno de mis compañeros le preguntó directamente si en el caso de convertirse en Rey, tras la Dictadura de Franco, estaría dispuesto a que se pudiese formar un Gobierno puramente socialista. El Príncipe no se inmutó, porque daba la impresión de que ya estaba acostumbrado a que le hiciesen esa pregunta, y respondió con voz firme: "Por supuesto, si ese partido ha ganado las elecciones". La respuesta era, como se dice ahora, políticamente correcta, y él parecía muy sincero, pero eran muy pocos los que pensaban en aquel momento entre nosotros que el Príncipe llegase a ser Rey. Y, por otro lado, si fuese así, la Monarquía que se implantase no sería más que una Monarquía constitucional y no parlamentaria, del mismo tipo que la que instauró Cánovas del Castillo y que tuvo como Reyes a Alfonso XII y a su hijo Alfonso XIII, abuelo del Príncipe. En ese tiempo, nadie en sus cabales podía imaginar que, después de Franco, el Príncipe se convertiría en Rey, de acuerdo con las Leyes Fundamentales del franquismo, y que gracias a él se acabaría instaurando la democracia en España, regida desde entonces por una Constitución democrática. Por lo demás, tampoco sabía yo en ese momento que en la operación del paso de la dictadura a la democracia yo tendría algo que ver.

En efecto, en el año 1972, poco tiempo después de haber ganado la cátedra en la Facultad de Madrid, un grupo de jóvenes profesionales, de varias tendencias políticas, querían hablar conmigo. Todos ellos eran conocidos o amigos de José María Areilza, y lo que querían plantearme era algo que éste les había comentado. Según él, el entonces Príncipe de España, que tres años antes había sido proclamado sucesor a la Jefatura del Estado, estaba muy preocupado porque habiendo jurado las Leyes Fundamentales del franquismo no quería convertirse en perjuro en su intento de contribuir a la implantación de la democracia en España. Por consiguiente, lo que querían era que yo analizase la cuestión y mediante un dictamen les respondiese a dos cuestiones: primera, si era posible superar ese inconveniente formal; y, segunda, si era posible mediante la aplicación de las Leyes Fundamentales llegar a una democracia. Pedí unos días para reflexionar y consultar con mis discípulos y al final me comprometí a realizar esa difícil proeza. Nueve meses más tarde entregué el Informe y poco después se publicó como libro, el cual fue entregado en mano por los que me lo habían encargado al Príncipe en La Zarzuela.

En esos momentos había una censura férrea en España y el libro se escribió tratando de eludirla. Pero el contenido era explosivo, porque mediante la reforma del artículo 2 de la Ley de Cortes, siguiendo el procedimiento de reforma establecido en el artículo 10 de la Ley de Sucesión, era posible jurar las Leyes Fundamentales, sin traicionar el juramento, y poder aprobar así una nueva Ley Fundamental que permitiese desembocar en un proceso constituyente después de celebrar las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, que ahora conmemoramos.

Todo esto se lo debemos al Rey Juan Carlos, que tuvo el acierto también de nombrar presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, quien puso en marcha el proceso que nos llevó a unas Constituyentes, y a Torcuato Fernández-Miranda, que fue el primero que entendió, desde el año 1973, que se podía ir «de la ley a la ley», y gracias también a su habilidad para lograr que las Cortes franquistas aprobasen la Ley de Reforma Política. Sin el Rey, sin Adolfo Suárez y sin Torcuato Fernández-Miranda no habría habido la Transición que tanto estupor causó en el mundo.

No sabemos lo que hubiera pasado de no haber inspirado Juan Carlos esas ideas de democracia que ya poesía desde los tiempos de estudiante en que yo lo conocí y de las que no era ajeno su padre. Es posible que, de no haber sido así, hoy hubiera en España una República, pero ¿alguien puede asegurar que no hubiese habido enfrentamientos violentos con un ejército franquista que estaba dispuesto a evitar un nuevo régimen republicano en España?

El Rey Juan Carlos no sólo inspiró el proceso democrático, sino que no quiso utilizar los poderes heredados del dictador y ejerció el papel constitucional propio de un Rey de una Monarquía parlamentaria de forma ejemplar, convirtiéndose en uno de los grandes personajes de su tiempo, como sabe cualquiera que haya viajado por el mundo. Eso no impide que, como todo ser humano, haya tenido también sus flaquezas poco aceptables, es cierto, pero las ha pagado con creces. Una de las cualidades de la Monarquía es que no permite espacios en blanco, sino que la sucesión es automática. De ahí la famosa frase el Rey ha muerto, viva el Rey, porque no hay solución de continuidad. Sin embargo, eso no ha podido suceder con Juan Carlos I, porque, asumiendo su responsabilidad por los errores cometidos, abdicó en la persona de su hijo. Acto que no sólo le dignifica, a diferencia de los políticos que nunca dimiten por sus errores, sino que ha permitido también que hoy España tenga un Rey preparado, que, como demostró en su magnífico discurso, es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado que muchos irresponsables quieren romper.

Por eso, cuando hoy nadie puede discutir que Juan Carlos de Borbón fue el instigador de utilizar la legalidad sin legitimación del franquismo para pasar a una nueva legalidad y una nueva y democrática legitimación, es sorprendente que haya oportunistas que piensan que sin ellos no habría habido Transición. Pero curiosamente no sólo defendieron en su día que el heredero legal de la Corona no debía haber sido Juan Carlos, sino su primo Alfonso, sino que también niegan el mérito indudable de Torcuato Fernández-Miranda, porque, gracias a ellos, que ya tenían pensada la Transición desde que hicieron la primera comunión, España consiguió la democracia. Son ellos los que descubrieron el Mediterráneo, sin pensar que hace 44 años alguien dijo en un extenso libro lo que ellos dijeron mucho después. Ya dijo Goethe que contra la estupidez humana de algunos sujetos, los dioses luchan en vano.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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