Si uno hubiera cortado el sonido de la televisión y se hubiera limitado a visualizar los gráficos y las cifras que aparecían en la pantalla, los resultados de estas elecciones generales -unos comicios de altísimo voltaje y participación- sin escuchar la valoración de los bustos parlantes y, en especial, de los actores principales al finalizar la velada, con el recuento ya consolidado, podría considerar que eran unos resultados realmente únicos: por primera vez en la historia de la democracia española cabría ensayar un Gobierno de coalición constitucionalista alejado de los extremismos populistas de izquierda y derecha (lo cual tendría la virtud sanadora añadida de producirse en el contexto actual de una sociedad fracturada): un Gobierno europeísta de centro izquierda (o social liberal: qué más da el nombre con que se lo bautice), una suerte de estructura dual a lo Macron (no se olvide que él es un ex ministro socialista que decide formar un Gobierno transversal que incluye a socialistas, centristas, liberales, democristianos, conservadores y... ¡hasta a ecologistas! La única exclusión son las huestes de Le Pen en la extrema derecha y las de Mélenchon en la izquierda extrema).
Los 180 diputados -123 del PSOE y 57 de Cs: más de 11 millones y medio de votos- propiciadores blindarían así una mayoría absoluta cuasi indestructible, tanto a efectos de la investidura (superando limpiamente en primera vuelta el listón de los preceptivos 176 votos) como para sacar adelante, y cuanto antes mejor, unos imprescindibles Presupuestos Generales del Estado y, last but not least, afrontar, desde la defensa de la Constitución y el Estado de Derecho, el principal reto que tiene España (y, muy probablemente, Europa, después del Brexit que no cesa): el secesionismo catalán, una obsesión hoy más agudizada que nunca, y que ha logrado que la mayoría de la sociedad catalana vea en el referéndum de autodeterminación la única solución para resolver una pasión xenófoba y centrífuga.
Sin embargo, esta España sordomuda y aritmética, racional y racionalista, atornillada a los guarismos y clavada, a fuer de cívica, en el centro político y social, no tendrá lugar. Los dos actores principales que podrían hacerla posible, Sánchez y Rivera, tanto monta, monta tanto, Pedro como Albert (que, curiosa y paradójicamente, son los mismos que en marzo de 2015 intentaron una investidura y un Pacto del Abrazo que recogía 200 medidas regeneradoras para salir de la crisis) no parecen ni planteárselo. Esto es lo que tiene ponerle volumen al televisor: se oye, ay, lo que dicen los líderes cuando, inevitablemente, se ponen a interpretar y valorar los resultados. A Sánchez, eufórico en su victoria, se le nota que le viene muy bien el insólito cordón sanitario que le planteó Rivera durante la campaña electoral: no en vano sus groupies coreaban uno recíproco en la calle Ferraz: "¡Con Rivera, no...!", a lo que él contestaba, ufano: "Lo he escuchado, creo que ha quedado bastante claro, ¿no?". Y Rivera, eufórico en su derrota (!) ("Volveremos a ganar (sic) el próximo 26 de mayo"), no parece que piense desdecirse de su bravata preventiva; hoy menos que ayer: él cree tener a tiro lo que se ha vuelto su obsesión: desbancar al PP (esa misma pulsión irreprimible que embargó a Iglesias cuando soñó con sorpassar al PSOE en junio de 2016), y erigirse en el líder del centro y de la derecha. Pero tanto Sánchez como Rivera se equivocan. Éste porque, incluso si lograra encabezar lo que queda a la derecha del PSOE, no vería garantizada su llegada a Moncloa, sino apenas ser el líder (eso sí, en solitario) de la oposición a una izquierda que puede perpetuarse varios cuatrienios en el poder. Y Sánchez porque si gobierna, por pura cuestión aritmética, con los nacionalistas (pagando la hipoteca y las concesiones que esto implica) y con Unidas Podemos, se verá obligado a adoptar una hoja de ruta que incluye, en buena lógica, parte de las tesis populistas y extremas de esta fuerza indignada, que lo mismo ve con buenos ojos un plebiscito a la monarquía que aboga por una Europa irrealista o defiende los referendos de autodeterminación regionales (por mucho que su dirigente principal haya elegido moderar su tono en los debates con el fin de limitar los daños anunciados y la descomposición en sus listas, y haya descubierto artículos "revolucionarios" en la Constitución española que antaño vilipendiaba).
Con todo, más allá de estas respectivas razones, que pueden llegar a ser de interés meramente partidista o egoístas e intransferibles, y que podrían coadyuvar a elegir abrazarse a pesar del repelús mutuo, los líderes de PSOE y Cs deberían sopesar dos elementos de capital importancia: en cuatro años, al ritmo que evolucionan las sociedades y vista la aceleración de la Historia, la realidad política española será, a ciencia cierta, muy distinta: la extrema derecha, encarn(iz)ada en Vox, que ha irrumpido con fuerza puede seguir creciendo en los próximos años, gracias a la visibilidad que le dará su entrada en las instituciones, convirtiéndose en un partido con opciones de tocar poder, como ocurre en la vecina Francia con Le Rassemblement National de Marine Le Pen, o al calor de una crisis económica nada descartable, vista la desaceleración actual, y los nuevos y más que probables coletazos del cetáceo independentista en su viaje a ninguna parte; y luego, justamente esa misma deriva secesionista puede hacer necesaria la aplicación, de nuevo, del mejor (y del único hasta la fecha) remedio con que cuenta nuestro ordenamiento jurídico, esto es, el artículo 155 de la Constitución, que debe activarse en el Senado, donde la mayoría socialista podría revelarse inútil si el Gobierno que hubiere de ponerlo en marcha tiene de socio principal a un partido como Unidas Podemos, contrario por principio, y en cualquier escenario, a su aplicación.
Por todo ello, y sin contar con que también los mercados financieros, las asociaciones de empresarios, la Bolsa así como la Comisión de la Unión Europea y demás instancias supranacionales, verían con agrado esta novedad en España de un Gobierno de coalición de corte social liberal, encabezado por Sánchez y vicepresidido por Rivera (y los ministros que acordasen entre ellos), conviene aprovechar esta oportunidad que, probablemente, sea histórica. La España sordomuda, pero que se fija mucho, sabe muy bien por qué a ese tipo de ocasión la pintan calva. Zarzuela, siquiera sea por interés propio, y de cara a las consultas, también debería tenerlo en cuenta.