Sorpresa: se cumplió la Constitución

Debo admitir que sorprendente, lo que se dice sorprendente, es la posibilidad de que el cumplimiento de alguna prescripción concreta de la Constitución pueda suscitar sorpresa, pero peor todavía sería acostumbrarse al incumplimiento. Nada mejor para convertir una situación en acostumbrada que una ley al respecto. Ciertamente, en teoría, toda ley está sometida a la Constitución; a colaborar a hacerlo posible llevo dedicándome, en la práctica, estos últimos años, pero para ello ha de cumplirse una condición: que -si no es el caso- alguien la recurra. Aquí surge la sorpresa. Puede haber vulneraciones groseras de la Constitución que no encuentren quien las recurra; porque a quienes pueden no les interesa o porque no les parezca elegante hacerlo en provecho propio.

El Defensor del Pueblo, ajeno en principio al barullo, ha perdido alguna estupenda ocasión de hacerlo.

Es hora pues de desvelar el entuerto, que tiene bastante que ver con la partitocracia y la seráfica intención de, ignorando sus querencias, apelar -como si fuera lo mismo- a la soberanía popular. Sigue abierta en estos días la polémica -Unión Europea incluida- en torno a si los jueces deben o no elegir a sus colegas a la hora de componer el Consejo General del Poder Judicial. Así lo entendió todo el mundo al leer la Constitución y así en efecto se llevó a cabo al elegir a sus componentes en la primera ocasión. Al decir «todo el mundo» me refiero a todo el mundo; incluido el partido que gobernaba en 1985, cuyos diputados no solo lo aprobaron en el Congreso, sino que incluso precisaron detalladamente cómo habrían de diseñarse las papeletas.

Luego, ya en el Senado, una enmienda -casi monoplaza- dio paso al actual berenjenal y, en 1986, a la sentencia más patética de la historia del propio Tribunal Constitucional. En ella se optó -quizá con un ‘formalismo enervante’, siempre rechazado en la casa- por ignorar la querencias de la partitocracia y por limitarse a sugerir angélicamente que «se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas» atienden sólo a «la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos», porque la lógica «obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial». O, lo que es lo mismo, profetizó que tal situación podría considerarse inconstitucional, aunque -eso sí- no formal sino solo fácticamente. Aún disfrutamos de las consecuencias…

De la existencia de dicha sentencia, cabe inferir que en aquella ocasión sí hubo por lo menos quien recurriera. No ocurrió así cuando en 2010, con ocasión o excusa de que los nombramientos de los magistrados del Tribunal Constitucional tendían a retrasarse, se reformó su ley orgánica. Se estaba incumpliendo el artículo 159.3 CE, que preveía la sustitución de sus magistrados al cabo de nueve años, repercutiendo a la vez en la trianual elección de su presidente. Lo lógico habría sido preguntarse a qué se debía tan curiosa anomalía. La respuesta era de lo más fácil, salvo para los propios protagonistas, que tendían a convertir su deber constitucional en privilegio al servicio de las exigencias de su particular preferencia política.

El resultado fue tan original como consensuado. De mi experiencia parlamentaria recuerdo con horror el inevitable recurso a las enmiendas transaccionales, que me invitaban a pensar: veremos cómo se las arregla el que tenga que aplicar el texto. En esta ocasión la receta no consistía en que los responsables políticos asumieran su deber constitucional de cumplir los plazos previstos, ya que al fin y al cabo en su mano lo tenían, sino -al parecer- en ser realistas y dar por supuesto que pensaban seguir incumpliéndolos. Dicho y hecho: en adelante el problema se resolvería olvidándose de los nueve años previstos en la Constitución y estableciendo que el retraso ocasionado por su propia incapacidad para ponerse de acuerdo se le restaría de su tiempo a los nuevos magistrados.

Que la ‘solución’ sea disparatada no es mera ocurrencia de los afectados, que vienen teniendo la elegancia de pechar con el asunto, renunciando si fuera preciso a un tercio de su mandato. También lo consideran así los herederos de los artífices del invento. Prueba de ello es que, entre las muchas ocurrencias provocadas por el actual atasco en el nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, a nadie se la ha ocurrido ‘solucionarlo’ de esa guisa, reduciendo el mandato de sus próximos miembros de cinco a tres años, dado el retraso de dos ya experimentado.

Quizá va siendo hora de reconocer que la Constitución contiene alguna laguna. Se había previsto con cierto buenismo, muy propio de la transición democrática, que Congreso y Senado nombrasen a cuatro magistrados del Constitucional, pero no qué ocurre si no logran nombrarlos. En países tan alejados como Portugal sí lo han previsto: si las Cámaras no cumplen con su deber, serán los mismos magistrados del tribunal los que elegirán a los nuevos por cooptación. Parece claro que, si los obligados a hacerlo no se muestran capaces, alguien tendrá que suplirlos.

La situación provocada es pintoresca. Los cuatro magistrados más veteranos han venido sufriendo situaciones embarazosas ante una pregunta inocente: cuánto tiempo te queda en el tribunal… Sobre todo cuando no pocos medios de comunicación -más atentos a la irrecurrida ley de marras que a la Constitución- afirman con tozudez que están siendo prorrogados en su cargo anómalamente nada menos que desde noviembre de 2019; cuando en realidad cumplieron los nueve años el pasado 23 de julio. Ser magistrado del Tribunal Constitucional es sin duda un honor difícilmente superable; pero verse considerado como un okupa que se ha hecho fuerte en la institución no es demasiado agradable. No sé si los jueces acabarán eligiendo a sus colegas para el Consejo, pero -ya puestos- no vendría mal que las Cortes deroguen de una vez esa ley cuyo recuerdo hasta tal punto las deshonra, que sus propios miembros no dudan en olvidarla al intentar arreglar el entuerto del Consejo.

Mientras tanto -no hay mal que por bien no venga- gracias a las querencias de la partitocracia, hay que destacar que -oh, sorpresa- los presuntos okupas han acabado viendo cumplida la Constitución.

Andrés Ollero es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y magistrado del TC.

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