Sotomayor en el Tribunal Supremo

Hace pocos días la jurista Sonia Sotomayor se ha convertido en associate justice (jueza) del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, una vez que la propuesta del presidente Barack Obama fue aprobada por el Senado. El hecho es de una significación histórica extraordinaria, porque además de la relevancia que tiene este cargo en el sistema constitucional norteamericano, la nueva jueza es de origen puertorriqueño, criada en las calles del Bronx, de extracción social humilde, lo cual no fue obstáculo para presentar un excelente currículo: doctora en Derecho por la prestigiosa Universidad de Yale, además de su paso por otros importantes tribunales del país.

Ciertamente, lo deberá demostrar en los próximos contenciosos sobre libertad de expresión, discriminación positiva, aborto o uso de armas, que acechan al tribunal. El hecho es histórico porque es el primer presidente negro de la historia de un país fundado por esclavistas el que, a su vez, propone a una juez de ascendencia latinoamericana, integrante de la comunidad hispana, que en la actualidad representa cerca del 15% de la población, la segunda más numerosa después de la anglosajona. Es un paso más para la difícil integración social en un país multiétnico.
Los nueve miembros de la Supreme Court (Tribunal Supremo) disponen de un gran poder. Son los jueces de la Constitución y sus decisiones vinculan al resto. El cargo es vitalicio, si bien pueden renunciar, como lo ha hecho recientemente el juez Souter, nombrado en 1990 por Bush padre. Por el contrario, el juez Stevens, de 89 años, sigue ejerciendo el cargo desde que fuera nombrado, en 1975, por Gerald Ford. El criterio de la no limitación temporal del cargo ha sido entendido siempre como una garantía de la independencia de los jueces, que de esta manera no están sometidos a los vaivenes políticos. Así lo explicaba, en 1788, el célebre texto The Federalist (El Federalista), escrito por Madison, Hamilton y Jay en defensa de la nueva Constitución de 1787 de las trece colonias independizadas de Inglaterra (1776), cuando afirmaba que la permanencia en el cargo era un ingrediente indispensable para la independencia judicial y «... una ciudadela de la justicia y la seguridad públicas». Se trata de un texto indispensable para entender el sistema constitucional de EEUU, que, por cierto, acaba de ser felizmente editado en catalán por el Institut d’Estudis Autonòmics de la Generalitat.

Ahora bien, el cargo vitalicio no es un supuesto exclusivo norteamericano; en Europa, cabe también destacar los casos de Bélgica y Austria, pero con un límite de edad de 70 años. De cualquier manera, los beneficios y riesgos de esta opción están muy vinculados a la cultura institucional de cada país. En este sentido, atendidos los nefastos antecedentes, no parece que para el caso español el cargo vitalicio sea una buena solución.
En otro orden de cosas, parece evidente que, como regla general, el presidente americano propone como futuro juez a personas que estén situadas en su órbita jurídica y política. Pero también lo es que no puede proponer a cualquiera porque, antes de nombrarlo, el candidato tiene que salvar el escollo de las intensas audiencias en el Comité de Asuntos Judiciales del Senado, ante el que recientemente la juez Sonia Sotomayor ha sido sometida a un severo escrutinio.
Se trata de un hearing o comparecencia donde el candidato es puesto a prueba respecto de su formación jurídica, su trayectoria institucional y sus convicciones sobre los temas más diversos. Con posterioridad a la audiencia, el Senado en pleno vota la propuesta presidencial, que solo prosperará si alcanza la mayoría relativa de los votantes (más votos a favor que en contra). Por tanto, puede ocurrir que sea rechazada, y así lo fue en doce ocasiones, entre ellas la del juez Robert Bork (1987).

Probablemente, se dirá que este sistema de nominación no excluye el carácter político de la propuesta y que a la postre todo depende de si el partido del presidente dispone o no mayoría en el Senado. No deja de ser parcialmente cierto y, desde luego, no es el caso de sublimar las bondades del hearing, pero está contrastado que el sistema aporta un considerable grado de transparencia a la nominación del candidato y que este no puede ser un cualquiera impuesto por una mayoría política. Porque, como observaba Tocqueville en su ensayo sobre La Democracia en América (1835-40), «los jueces federales no deben ser solamente buenos ciudadanos, hombres instruidos y probos, es preciso encontrar además hombres de Estado».
Pues bien, en el caso español la ley también prevé una comparecencia de los candidatos a magistrado del Tribunal Constitucional propuestos por el Congreso y por el Senado. Sin embargo, las citadas cámaras no disponen de poder de decisión al respecto y la audiencia no pasa de tener un carácter informativo para los parlamentarios, y hasta ahora la experiencia demuestra que el hearing realizado ha sido complaciente e incluso versallesco. Ciertamente, menos es nada, pero –institucionalmente– habría que progresar en un sentido más inquisitivo con el currículo profesional e institucional, a la búsqueda sobre todo de magistrados de Estado.

Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra.